El portero Francisco Reyes tuvo que forzar la puerta para entrar. Había llamado varias veces en el día, sin que la dueña del departamento lo atendiera. Atravesó el recibidor y se asomó al living sin prestar mucha atención al desorden, porque la mujer acababa de mudarse y se veían cajas apiladas y muebles fuera de lugar. Pero había también unas manchas de sangre. Un reguero, más bien. Un rastro que lo llevó hasta el baño y hasta el cadáver de Celina Rajmil de Jaimovich, quien yacía en la bañera con la cabeza destrozada a golpes.

Era el 26 de julio de 1978. El crimen había empezado a revelarse por la mañana, cuando un fletero estacionó frente al edificio de Córdoba 1882 y llamó al departamento del primer piso. Llevaba un lavarropas nuevo para entregarle a Celina Rajmil, pero nadie respondió al timbre. El portero Reyes sabía que la nueva vecina estaba acondicionando su casa y ni siquiera tenía conexión de gas. “Sobre este episodio existe total secreto, según orden del juez, para no entorpecer la investigación”, informó La Capital.

La policía de Rosario estaba al mando entonces de Agustín Feced, acusado por incontables violaciones a los derechos humanos, y a una cuadra de la casa de Rajmil, en la vieja Jefatura de Policía, funcionaba el centro clandestino de detención del Servicio de Informaciones. La investigación del crimen estuvo a cargo del juez René Bazet y del comisario Raúl Armando Báez, jefe de Unidades Especiales.

Las crónicas de la época diferían poco de los partes policiales. Los crímenes de la represión ilegal no llegaban a la prensa, o llegaban intoxicados con la terminología castrense. De vez en cuando había alguna filtración, por las desesperadas averiguaciones de los familiares de las víctimas. En septiembre de 1978 los diarios rosarinos publicaron así un aviso de búsqueda de paradero de Alberto Ramón Pisani, un militante de la Unión de Estudiantes Secundarios de 17 años, que en marzo de ese año había sido secuestrado por la patota de Feced en Iriondo y San Juan.

Celina Rajmil de Jaimovich tenía 68 años, vivía sola y acababa de mudarse al departamento de Córdoba al 1800. Fue vista por última vez el día anterior a su muerte, cuando organizó una reunión con familiares y amigos para mostrar su nueva casa. Había sido asesinada esa misma noche; los forenses conjeturaron que el asesino la atacó en el living con una cachiporra de hierro, con la que le provocó “horribles heridas”, y luego la condujo al baño.

El criminal había escapado sin que nadie lo notara. Tampoco faltaba nada en la casa, lo que agregó otra pregunta: ¿por qué habían asesinado a Celina Rajmil?

Las sospechas se orientaron hacia los encargados de la mudanza, pero no se obtuvo ningún dato. Tampoco surgieron pistas de las declaraciones de familiares -la mujer tenía un hijo que vivía en Córdoba- y amigos. El 8 de agosto, la policía de Feced pidió colaboración al público para resolver “este difícil caso” y dijo que el autor del crimen era un psicópata, que era lo mismo que no decir nada.

Nadie sabía qué pensar, hasta que entró en escena un investigador inesperado.

El doctor H

Emilio Petcoff (1926-1994) trabajaba en la sección Policiales del diario Clarín. Firmaba con un seudónimo, Fermín Rivas. En una época tan difícil para el oficio como la dictadura militar, escribió crónicas notables por su escritura y por el grado de profundidad que alcanzaba en su narración de las historias. También por algunos excesos de su imaginación, nutrida por la literatura.

Petcoff viajó a Rosario para hacer lo que sus colegas no hacían: ir al lugar del hecho, buscar a los familiares, sondear a los investigadores. El juez Bazet -su última aparición pública fue, como abogado, la defensa del comisario Gustavo “Gula Gula” Pereyra, involucrado en la causa Los Monos- no lo recibió. Pero habló con vecinos y policías y llegó a tener sus propias ideas.

La hipótesis de Petcoff era que el asesino de Rajmil vivía en Buenos Aires y el día de los hechos viajó en auto a Rosario, cometió el crimen y volvió a la capital. “Una teoría descabellada”, admitió, pero que en su opinión contaba con “sugestivos puntos de apoyo”. En primer lugar, se basaba en otros asesinatos de ancianas que habían ocurrido en Buenos Aires y seguían impunes: para Petcoff habían sido cometidos por la misma persona.

Petcoff le puso un nombre al asesino imaginario: era el Doctor H. Un hombre de aspecto insospechable y maneras refinadas. Por alguna razón, escribió, conocía a la señora de Jaimovich y la fue a visitar. Ella ignoraba, en cambio, que su amigo sufría “una grave perturbación psíquica”, a saber, “se ha propuesto liberar a las mujeres de edad que viven solas, mediante el simple trámite del asesinato”. La conjetura era una adaptación de Diario de la guerra del cerdo, la novela donde Adolfo Bioy Casares imagina un mundo en el que unos jóvenes se dedican a matar ancianos.

Los excesos interpretativos de Petcoff no excluían observaciones atendibles. “Los parroquianos del 25 de Mayo -dijo, en alusión al bar vecino de la casa de la víctima-, de puro aburridos, miraban a través de la ventana, después de agotar los temas deportivos y sociales. Un individuo que sale azorado de un edificio, después de haber cometido un monstruoso crimen, les hubiese llamado la atención. No, en cambio, un señor que marcha tranquilamente hacia un automóvil estacionado, lo pone en marcha y se va. Lo primero hubiese sido extemporáneo. Lo segundo, un hecho inusual”.    

El enigma siguió abierto. Parecía que la ciudad retomaba su ritmo, esa extraña normalidad que combinaba orden y temor a la luz del día y terror y cacerías nocturnas. Pero el asesino volvió a atacar.

Cherchez la femme

Parecía un calco del caso anterior. Cambiaba el lugar: se trataba de un departamento de planta baja en Rioja 2307. Pero las circunstancias eran las mismas: el portero había forzado la puerta después de que pasaran unos días sin que nadie atendiera. Y el horror resultó mayor: las dos ocupantes de la casa habían sido asesinadas a garrotazos.

Se trataba de María Amelia Carranza de Barraco Mármol, de 90 años, y su cuñada, Elena Barraco Mármol, de 69. Dos mujeres prudentes, desconfiadas, que sin embargo le habían abierto al asesino la puerta del edificio, y la del departamento. La repercusión del doble crimen encontró un motivo adicional en el apellido de las víctimas, que remitía a una familia de jueces, diplomáticos y jefes policiales, como Hugo Barraco Mármol, jefe de la temida División Investigaciones -temida por su brutalidad- de la policía rosarina en los años 30.

Las mujeres fueron asesinadas en la noche del viernes 11 de agosto de 1978. No había testigos, ni faltaba nada de la casa, situada a cinco cuadras del edificio donde había muerto Elena Rajmil. La escena del crimen presentaba un detalle llamativo: el asesino había orinado las paredes de un dormitorio. Era la única habitación que aparecía revuelta.

Emilio Petcoff volvió entonces a Rosario, convocado por “la reaparición de la bestia”. Visitó la casa de las Barraco Mármol, un departamento de dos dormitorios, sala de estar y varias dependencias, admiró la biblioteca y las antigüedades que guardaban las víctimas. María Emilia Carranza fue descubierta boca abajo en la sala de estar; su cuñada, vestida con ropa de dormir, en la cama; ambas desfiguradas a golpes con una cachiporra.

Como prototipo del cronista investigador, que no necesita de la policía ni de la justicia para construir su relato, Petcoff propuso nuevas observaciones.

“Corresponde pensar que el criminal se valió de una argucia, invocó el nombre de un familiar muy querido o explicó que era portador de una muy excelente nueva -señaló-. Ninguna hipótesis parece creíble. Pero hay que descartar un ingreso subrepticio y también una embestida violenta contra la puerta. Todo transcurrió tranquilamente”.

Petcoff recogió el rumor de que los crímenes habían sido cometidos por una mujer y recicló de nuevo el argumento de Diario de la guerra del cerdo: “La hipótesis se justifica reflexionando que las tres víctimas le franquearon la puerta sin malicia -sostuvo-. Una mujer que conocían como dama de compañía, mucama, enfermera, administradora de inyecciones, kinesióloga, visitadora... En todo caso una mujer de edad. Una mujer que ha comenzado a odiar a su propio espejo. Para quien senectud es fealdad (…) En esa persona que estoy describiendo, nace un insoportable odio a la vejez”.

El rumor tuvo un fugaz asidero. La policía puso bajo la lupa a una empleada doméstica que había vivido en la casa hasta el mes de junio. Pero no hubo mayores avances.

El 19 de septiembre, la detención de un violador en la seccional 14 disparó la versión de que se trataba del asesino serial. Una falsa esperanza. La oficina de prensa de la Unidad Regional II se dedicó a informar sobre el descubrimiento de una placa bendecida por el sacerdote Eugenio Zitelli en memoria de Rubén San Juan, un policía que intervino en el secuestro y desaparición del militante peronista Angel “Tacuarita” Brandazza, en noviembre de 1972, y luego fue muerto por el Ejército Revolucionario del Pueblo. También se difundieron procedimientos de la sección Estupefacientes -por entonces adscripta a Leyes Especiales- en los que habían sido detenidas quince personas, entre ellas un joven de 20 años al que más tarde le harían fama de narcotraficante y que tardíamente alzaría su dedo acusador contra los policías corruptos: Raúl Halford.

Sin respuesta

En agosto de 1987 una travesti llamada Paola denunció a policías de Moralidad Pública que su novio, Walter De Giusti, era el responsable de varios crímenes. Cinco, para ser más precisos.

De Giusti trabajaba entonces como policía en la subcomisaría de Pueblo Esther. Había asesinado a Angela María Cristofanetti de Barroso, de 86 años, quien presentaba golpes en la cabeza y heridas cortantes en el pecho, y a su hija Noemí Isabel Barroso, de 31, hallada con un martillo y un hacha aún hundidos en su cuerpo, en Garay 1081, el 31 de octubre de 1986; y el 7 de noviembre de 1986, en Balcarce 681, a Zulema Ramírez de Páez, de 80 años; Josefa Páez, de 76, y la empleada doméstica Fermina Godoy, de 33 y embarazada de siete meses.

El caso tuvo amplia difusión, porque Zulema y Josefa Páez eran familiares de Fito Páez. También por la brutalidad de los asesinatos, que De Giusti cometió bajo efectos de artane, un medicamento que se recetaba para los enfermos de Parkinson y usaban los adictos a los alucinógenos, y con ayuda de un hermano, menor de edad.

Condenado a reclusión perpetua, De Giusti contrajo el HIV en la cárcel de Coronda y falleció en 1998, poco después de que se generara una controversia al descubrirse que salía en forma transitoria de la cárcel. Por entonces, parecía que su caso no tenía antecedentes.

Sin embargo, en el invierno de 1978 un asesino nunca identificado mató a tres ancianas en Rosario. Su rostro permaneció en las sombras. También el de quienes en esos mismos días se llevaron a Alberto Ramón Pisani, el militante de la UES que continúa desaparecido.