Donald Trump visitó El Paso, Texas, y Dayton, Ohio, los sitios donde se produjeron las masacres. Allí hizo un llamamiento para que los Estados Unidos condenaran el racismo, la intolerancia y el supremacismo blanco. Lamentablemente, sus palabras llegaron tarde y resultan inútiles frente al discurso y las acciones que él mismo desplegó desde que se postuló como candidato a presidente. 

Trump está siendo duramente criticado por alimentar el clima de odio en los Estados Unidos. El mandatario advirtió en su discurso que los peligros de Internet y las redes sociales no se pueden ignorar y no se ignorarán, pero la retórica del republicano en estas plataformas ha sido uno de los objetos de reproche desde el sangriento fin de semana, donde El Paso fue testigo del mayor crimen de odio contra los hispanos de la historia moderna del país.

Trump experimenta ahora las consecuencias más trágicas de la demagogia a la que recurrió para obtener votos o apoyo de la opinión pública. Los ataques en El Paso y Dayton son resultado del odio contra los inmigrantes que él no inventó, pero sí alentó y profundizó. 
Como si las palabras fueran incapaces de generar reacciones, Trump señaló innumerables veces a los inmigrantes irregulares como un peligro para la seguridad nacional y para la integridad de los Estados Unidos. Construyó así al enemigo que todo líder demagógico necesita para justificar sus políticas más extremas. 

Cuando anunció su postulación en 2015, aseguró que el país se estaba cayendo a pedazos y responsabilizó directamente a los inmigrantes irregulares que llegaban por la frontera sur, a los que trató de narcotraficantes, delincuentes y violadores.
Ya como presidente, inundó las redes sociales con mensajes que alentaron el miedo a los inmigrantes. Solamente en Facebook, se calculan 2.200 mensajes referidos a ellos usando la palabra invasión desde mayo de 2018 hasta la actualidad.

Como si el daño provocado por las palabras no fuera suficiente, también se encuentra el de los hechos. El mandatario mantiene como prioridad de su agenda una reforma migratoria que impida o al menos restrinja al máximo el ingreso de migrantes, cuya máxima expresión es la mentada construcción del muro fronterizo con México.

La política del miedo

El miedo es infundido no solamente contra los inmigrantes, sino también contra todos aquellos presentados como distintos. En tal sentido, Trump rompió el acuerdo nuclear con Irán sobre la base del miedo al Islam. Inició una guerra comercial con China fundada en el miedo al desequilibrio comercial y a la invasión de productos chinos. Rompió un acuerdo de desarme con Rusia vigente desde 1987 que eliminaba los misiles nucleares de mediano y largo alcance, por miedo a que tanto rusos como chinos logren superar en materia de tecnología militar a los Estados Unidos. 

Insuflar miedo es la estrategia de los liderazgos demagógicos para propiciar la parálisis social, anular los vínculos de solidaridad interpersonales y engendrar sociedades de masas aptas para ser manipuladas desde el poder. 

El fenómeno no es propio exclusivamente de los Estados Unidos, sino que se registra en distintos países. Se invoca la crisis económica y la consecuente pérdida de la calidad de vida, el aumento de las desigualdades y una profunda desconfianza hacia los poderes tradicionales, que en términos electorales se traduce en una pérdida de apoyo a los liderazgos asentados durante décadas de bipartidismo o de coaliciones de partidos que alternaban en el ejercicio del poder, para abrir paso a liderazgos y partidos radicalizados, con un discurso antisistema. Miedo al inmigrante, miedo al refugiado, miedo a la crisis económica, miedo a la corrupción, miedo a la innovación tecnológica. Siempre miedo.

En el caso particular de los Estados Unidos, el miedo es una parte constitutiva de la cultura política y social del país. Los Estados Unidos nacieron producto del miedo a la explotación económica de un monarca y una metrópolis que se encontraban a miles de kilómetros de distancia. Esa cultura se asentó sobre el miedo a una rebelión de esclavos negros en el sur del país. Prosperó con el miedo al fracaso producto de la crisis de los años ‘30, el miedo al fascismo, al nazismo, al imperialismo japonés. Se profundizó exponencialmente con el miedo al comunismo y con el macartismo posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Se acentuó con la crisis de los misiles en los años ‘60 y el denominado equilibrio del terror, que suponía la capacidad de la Unión Soviética y los Estados Unidos de destruir la Tierra con sus arsenales. Sobrevino luego el despliegue del terrorismo fundamentalista, el 11 de septiembre de 2001, Al-Qaeda, el Estado Islámico y la historia reciente.

La libertad de armarse hasta los dientes

Pese a su tardía condena del supremacismo blanco y del discurso del odio, Trump no propuso una reforma al control de armas. Por el contrario, durante la conferencia de prensa que ofreció en la Casa Blanca sostuvo que las enfermedades mentales y el odio aprietan el gatillo, no las armas. El mandatario también expresó que trabajará con empresas de redes sociales para que den la alarma ante potenciales atacantes y para poner fin a la glorificación de la violencia. Esto incluye a videojuegos sangrientos, manifestó Trump, y una reforma de las leyes de salud mental para identificar mejor a individuos perturbados.

Quien respondió con contundencia a esos argumentos fue la excandidata presidencial del Partido Demócrata, Hillary Clinton. En un tuit expresó que las personas sufren enfermedades mentales en todos los demás países de la tierra; la gente juega videojuegos en prácticamente todos los países del mundo. La diferencia son las armas. No se equivoca. Porque los Estados Unidos son el país en situación de paz con mayor cantidad de muertes debido a la proliferación y el uso de armas de fuego en el mundo. Acumula el 46 por ciento de las armas en manos civiles que hay en el planeta y es también es el país con el mayor número de tiroteos masivos.

Esto se debe en buena medida a otro elemento arraigado de la cultura del país. Todo ciudadano tiene derecho a portar armas conforme a la Segunda Enmienda de la Constitución Nacional. Por ese motivo, se estima que hay más de 270 millones de armas en manos de civiles, y que al menos 33 mil personas mueren cada año por heridas de bala, es decir, 90 muertos por día. 

Hay un dato sensible que arroja la historia: la Asociación Nacional del Rifle, fundada en 1871 con el objetivo de defender el derecho a la posesión de armas tanto para la defensa personal como para actividades recreativas, es considerada la organización de derechos civiles más antigua del país. Actualmente cuanta con más de 5 millones de socios y ejerce una enconada defensa de la Segunda Enmienda de la Constitución, por entender que lo que en realidad están protegiendo es la libertad de portar armas. De hecho -y por extraño que parezca- el derecho a la compra, tenencia y portación de armas, está íntimamente asociado en los Estados Unidos a las libertades individuales. Esto sucede porque el poder del Estado norteamericano fue construyéndose de abajo hacia arriba, es decir, desde los individuos que se organizaron soberanamente hasta constituir por propia voluntad un Estado que los contuviera. En sus comienzos, el derecho a la portación de armas significó el derecho a la protección y la defensa de la propia vida y de la propiedad privada.

Es por todos estos motivos que confrontar con con una cultura tan arraigada en los individuos o con organismos como la Asociación Nacional del Rifle significaría asumir un costo político extremadamente desgastante, especialmente si se contempla que numerosos políticos, artistas y personalidades del país son socios de ese organismo. Peor aún si se tiene en cuenta que Trump buscará el año entrante su reelección.

Con el miedo y las armas arraigados en la cultura popular estadounidense, no resulta difícil predecir un futuro con más ataques, más muertos y más dolor en un país que todavía ostenta el lugar del más poderoso de la Tierra pese a las señales de decadencia.