"Siento el gusto amargo de la injusticia" fue la frase pronunciada por Dilma Rousseff en su última comparecencia ante el Senado. La expresión resume su sentimiento de impotencia ante el proceso que acaba de terminar con la destitución de la primera mujer que llegó al poder en la historia de Brasil.

La de Rousseff ha sido la larga crónica de una caída anunciada desde primeros de año, cuando los aliados del Partido de los Trabajadores (PT), encabezados por el entonces vicepresidente, Michel Temer, y el titular de la Cámara baja, Eduardo Cunha, decidieron dar un golpe de timón y hacerse con la Presidencia.

Cuando Rousseff quiso reaccionar y tejer nuevas alianzas ya era tarde. Había dilapidado el caudal político que logró en las elecciones de 2010 y renovó en 2014 con un aval de 54 millones de votos. Su perfil, más técnico que político, su falta de liderazgo y un estilo de ejercer el Gobierno que hizo que sus socios se sintieran despreciados se transformaron en obstáculos insalvables en un contexto de crisis económica y descontento popular.

En contraste con Luiz Inácio Lula da Silva, Rousseff careció de cintura política. Fue ministra de Energía y de Presidencia y el expresidente la impuso como candidata, condujo su campaña y así se convirtió en la primera presidenta de la historia de Brasil, el 1 de enero de 2011. 

Durante su primer mandato, la economía brasileña inició una línea de caída que se acentuó en los dos últimos años hasta llevar a Brasil a la recesión más grave de las últimas tres décadas. Su compromiso con el combate a la corrupción, que demostró con la destitución de hasta siete ministros tras estrenarse en el poder, se fue diluyendo y perdió credibilidad cuando se destapó la trama de Petrobras.

Las multitudinarias protestas de junio de 2013 calentaron el clima político y la desgastaron, aunque en 2014 consiguió la reelección. El sabor dulce de la victoria le duró poco y Rousseff cayó en las trampas del laberinto político brasileño. Su propio vicepresidente se movió entre bastidores para desbancarla.

En Congreso conservador y salpicado por la corrupción terminó de cercarla mientras Rousseff se quedaba cada vez más aislada y el PT perdía los apoyos que le habrían permitido revertir el proceso, especialmente el respaldo popular en las calles.

Rousseff se siente víctima de un golpe en toda regla y no está dispuesta a bajar la cabeza ante quienes atentaron contra su mando electo democráticamente. Al borde del final del proceso, llegó a reconocer que el desgaste fue mayor que el sufrido durante sus años de cárcel en la dictadura e incluso que el que enfrentó para recuperarse de un cáncer en 2009. "En ninguna de esas veces sentí tanta dificultad como ahora", dijo.

En las últimas semanas, ha aguantado la presión y el aislamiento con una rígida disciplina. Lo que le permitió hacer de manera firme su descargo ante el parlamento un día antes de ser destituida. Una nueva etapa política se abre en el país vecino y es difícil saber los caminos que tomará la decisión del parlamento. 

(EFE)