La reciente discusión en el Concejo municipal sobre la remoción de símbolos e imágenes religiosas en escuelas y hospitales, agitó las aguas respecto a la relación entre Iglesia y Estado. Sin embargo, la temática no es actual y es acá donde la historia argentina golpea la puerta para dar algunas enseñanzas.

Varios personajes relevantes en el proceso de formación del Estado argentino (1810-1880) y en la estructuración del pensamiento político local, abordaron la conflictiva relación de lo estatal y lo religioso. 

Mariano Moreno consideró a la religión como elemento necesario para un Estado pero desestimó a la Iglesia como institución: "La religión es necesaria a los pueblos y a los jefes de las naciones; ningún imperio existió jamás sin ella", escribía. Pero advertía: "No confundamos la religión con el ceremonial de ella", y es en esa diferencia en la que Moreno señalaba como una "vanidad muy loca (...) tanto interés (...) en la forma del vestido del sacerdote, en el orden de las palabras que pronuncia, en los ademanes que hace en el altar y en todas sus genuflexiones”. 

Bernardino Rivadavia, también católico practicante al igual que Moreno, entendió la diferencia entre las instituciones religiosas y políticas. Como secretario de Martín Rodríguez, gobernador de Buenos Aires, estructuró la "Ley de Reforma General" en 1822 con el objetivo de poner a la Iglesia bajo control estatal. La ley dispuso el cierre de varios conventos, la expropiación de bienes a la Iglesia en favor del acervo estatal y la supresión del diezmo. El descontento fue grande y Rivadavia se convirtió en el hijo de Lucifer a los ojos de los religiosos.

El escritor Esteban Echevarría tampoco descartó la idea de profesar un culto. De hecho consideró necesario que el clero "comprendiese su misión, se dejase de política y pusiese manos a la obra santa de la regeneración moral e intelectual de nuestras masas populares, predicando el cristianismo”. La Iglesia era “ese poder colosal que se sienta en el Vaticano”, digitado por “hipócritas y falsos profetas del Anticristo”. 

Domingo Faustino Sarmiento, con su liturgia explosiva y provocativa, tampoco veía con buenos ojos las intromisiones clericales en lo que era su tema predilecto: la educación. Escribió  "los frailes y monjas se apoderaron de la educación para embrutecer a nuestros niños". 

Sin embargo, la cuestión alcanza su punto cúlmine en tiempos de la "Generación del '80" (1880-1916). Fue esta generación de políticos la que emprendió numerosas reformas bregando por la separación Iglesia y Estado, y fue la que tomó medidas concretas y no se limitó a dar meras opiniones. Su basamento ideológico era científico y positivista. Claramente, la Iglesia sería corrida de su rol preponderante por esta clase política. Un ministro de la Generación, Eduardo Wilde, fue claro: "¿Qué es la religión? Un cúmulo de necedades con olor a incienso". 

En la práctica, la "Generación del 80" dio a luz a tres leyes fundamentales que fueron referencia en la separación Iglesia y Estado. La primera fue la Ley 1.565 de Registro Civil de 1884, la cual significó que el registro de nacimientos, matrimonios y defunciones pasara del control de la Iglesia a oficinas estatales. 

La segunda fue la Ley 1420 de Educación Común, también de 1884, con una determinante influencia de Sarmiento como asesor educativo del gobierno de Julio Argentino Roca. Esta Ley dispuso la educación obligatoria, gratuita y laica. El artículo 8 fue el de la discordia: "La enseñanza religiosa sólo podrá ser dada en las escuelas públicas por los ministros autorizados de los diferentes cultos a los niños de su respectiva comunión, y antes o después de las horas de clase". Antes o después, durante las clases habría "neutralidad religiosa" en los contenidos. 

La tercera fue en 1888, Ley 2.681 de Matrimonio Civil, que dispuso que el único matrimonio válido era aquel que se contraía frente a un funcionario público. La Iglesia, viendo que perdía cada vez más poder, se quejó a través de una carta firmada por el Arzobispo de Buenos Aires:  “¿Con qué derecho puede hacerse a un lado la legislación divina, cristiana y canónica en cuanto al matrimonio?”, se preguntaba.

La realidad del país pedía desembarazarse de ciertas imposiciones eclesiásticas, sobre todo para abrazar al inmigrante que no profesaba el culto católico. En las sesiones parlamentarias, Wilde agitaba: "Todo el mundo se asombra de que no tengamos el matrimonio civil. No hay extranjero que no diga: 'muy adelantado el país, pero ¿por qué no tiene el matrimonio civil?' ”.

Tiempo más tarde, las sotanas terminarían de alborotarse, la Ley 2.681 no consideraba el divorcio y el gobierno avanzó en considerar la cuestión por ley separada. Un diputado oficialista dijo en el Congreso que esto significaba "un paso más hacia la civilización" pero por sólo 2 votos la idea no prosperó por considerar que podía afectar fuertemente a la familia.

Habiendo llegado a este punto histórico, no entramos ni siquiera al siglo XX. Y no vamos a entrar. El límite cronológico, más aleccionador que autoritario, es para dejar en claro que la cuestión de Iglesia y Estado no es una moda, ni una tendencia rebeldona pseudoadolescente. Es algo que se viene masticando desde el siglo XIX, desde épocas en los que se estaba delineando el Estado argentino moderno. El tema, todavía trascendente, debe ser repasado y debatido, porque algo es seguro: Iglesia y Estado son asuntos separados.

 

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR