Primero fue un ataque de tos durante la emisión de un programa de televisión, que fue atribuido a una alergia. Luego, el malestar en pleno acto de conmemoración de los atentados del 11-S, al punto de retirarse anticipadamente y casi desvanecerse al llegar hasta el vehículo que la transportaba. Lo cierto es que la candidata presidencial por el partido demócrata, Hillary Clinton, ya no pudo ocultar de la opinión pública la dolencia que la aquejaba. Según se comunicó desde su equipo de campaña, se trató de una neumonía que había sido diagnosticada unas 48 horas antes del 11 de septiembre último.

No tardaron en aparecer los detractores de Clinton. Algunos señalaron que la verdadera enfermedad de la exsecretaria de Estado es la mentira, y por eso no pudo dejar de ocultar su enfermedad al igual que lo hizo con infinidad de correos electrónicos -y con el servidor que los almacenaba- en su paso por la cartera de política exterior durante la primera presidencia de Barack Obama.

En las redes sociales aparecieron las primeras teorías conspirativas. Algunas intentaban demostrar mediante la comparación de fotografías que la candidata usa una doble para ocultar su verdadero estado de salud. Otras, más avanzadas aún, señalan que Hillary padece un Parkinson avanzado que intenta disimular.

Lo que sí es cierto, es que la opinión pública estadounidense se muestra tan intolerante con la enfermedad como con la mentira. Eso quedó demostrado en que, si bien Clinton estuvo ausente de la campaña solamente tres días por la neumonía, volvió a la actividad proselitista con una novedad inocultable: los sondeos arrojan que perdió terreno y que Donald Trump o bien la empata o, en algunos casos, la aventaja.

¿Por qué esconder la enfermedad?

A Hillary Clinton parece no perdonársele el haberse enfermado. Pero lo más interesante es que no se trata de un caso aislado. Miles de estadounidenses concurren a trabajar estando enfermos. Para la idiosincrasia estadounidense, la enfermedad es una debilidad prácticamente inadmisible.

En el núcleo mismo de la identidad de los estadounidenses está la idea de que se debe ser un trabajador abnegado. Pero más allá de la idiosincrasia, los estadounidenses tampoco tienen demasiado margen para elegir, porque se trata del único país industrial desarrollado que no garantiza por ley la licencia pagada por enfermedad a todos sus trabajadores.

A partir de la Ley de Ausencia Familiar y Médica, promulgada por Bill Clinton en 1993, a ciertos trabajadores se les permite tomar hasta 12 semanas de descanso al año por enfermedad o por haber tenido un hijo. Algunas compañías ofrecen a su personal unos cuantos días de licencia por enfermedad como parte de su paquete de beneficios. Pero para millones de trabajadores con salarios bajos, la norma es que si no se presentan a trabajar, pierden un día de salario.

Numerosos estadounidenses son despedidos o amenazados con serlo cada año por tomarse días para recuperarse de una enfermedad o para cuidar a sus familiares. La situación es especialmente difícil para las mujeres, que enfrentan mayoritariamente la responsabilidad de cuidar a niños o a ancianos.

Sin embargo, aún aquellos empleados que tienen derecho a una licencia por enfermedad, generalmente no la toman. La cultura laboral de los estadounidenses está caracterizada por jornadas extensas y el mote de "vago" o “flojo” tiene consecuencias nefastas para la hoja de ruta de trabajo de una persona.

Esa cultura se extiende al sector público. En ciudades con grandes estructuras administrativas como Washington o New York, si la jornada de trabajo es nominalmente desde las 9 hasta las 17 horas, se espera que el empleado público trabaje desde las 8 hasta las 19 horas.

Y la política y los presidentes no están exentos. Dos casos fueron emblemáticos. Franklin Delano Roosvelt padeció poliomielitis en su infancia y estuvo confinado a una silla de ruedas la mayor parte de su vida. Esos hechos fueron ocultados a la opinión pública todo el tiempo que se pudo, teniendo en cuenta la ventaja de que la televisión no era aún un medio masivo en esa época. En el caso de John Fitzgerald Kennedy, se escondió puntillosamente su adicción a la morfina, la cual consumía para soportar los padecimientos de una herida de guerra que afectaba su columna.

Respecto de las políticas públicas en materia de salud laboral, debe decirse que el presidente Barack Obama fracasó en sus intentos por establecer la licencia remunerada. Hillary Clinton se comprometió a consagrar una licencia familiar remunerada de 12 semanas por enfermedad si gana la elección presidencial. Donald Trump no se ha pronunciado aún sobre el tema, a pesar de que respaldó el permiso pagado por maternidad.

Time is money

Para comprender un poco mejor la idiosincrasia estadounidense –o más bien la anglosajona- resulta interesante apoyarse en una obra del economista y sociólogo alemán Max Weber. En “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”, el pensador germano analizó la significación del modo de vida de varias vertientes del cristianismo protestante para la cultura y, especialmente, cómo ese modo de vida influyó en la constitución del espíritu capitalista.

Weber define el espíritu del capitalismo como aquellos hábitos e ideas que favorecen el comportamiento racional para alcanzar el éxito económico según una maximización del rendimiento y una minimización de todo gasto innecesario. Este espíritu nació bajo una forma religiosa, según la cual se considera al éxito como una marca de la elección divina y una forma  de glorificar a Dios, pero luego fue progresivamente desprendiéndose de esa motivación religiosa en un continuo proceso de secularización. Dicho de otro modo, la ética protestante entendía que el tiempo dado por Dios debía ser aprovechado al máximo en actividades productivas. Esas actividades productivas representaban ganancia y éxito económico. Por tal motivo, el dicho popular “el tiempo es dinero”, incluye la idea de que el tiempo es dinero sólo cuando está bien aprovechado. En última instancia, el éxito y el dinero bien ganado aprovechando el tiempo dado por Dios, es la mejor manera de honrarlo.

De este modo, la enfermedad acaba por convertirse en algo peor que un padecimiento físico o psíquico, aparece como un padecimiento ético, toda vez que esa debilidad termina por constituirse en una forma de desaprovechar el tiempo obsequiado por la divinidad.

No obstante lo dicho, todavía no queda claro que irritó más a la opinión pública estadounidense, si el hecho de que Hillary Clinton enfermase o que intentara ocultarlo. Porque la mentira es también, o quizás una peor, forma de ofender a Dios.

El enemigo comprensivo

Donald Trump sorprendió una vez más. Si alguien esperaba que metiera a su oponente en una picadora de carne, se equivocó. El candidato republicano, en una actitud casi caballeresca, se limitó a desearle una pronta recuperación para que retome la campaña. Trump tiene 69 años, uno más que Hillary Clinton, y respecto de las dolencias, lo comprenden las generales de la ley de la vida.

Con el eje de la campaña puesto en la salud de los candidatos, Trump no desaprovechó la oportunidad para hacer lo que se esperaba de él, es decir, convertir la difusión de su propio estado de salud en un reality show. No hizo entrega de su informe médico de manera oficial, sino que se lo facilitó al Dr. Oz, un médico que conduce un show por televisión.

Haya sido por comprensión o por mera especulación de campaña, el de Trump fue un gesto decente cuando se le está demandando justamente eso. O quizás sólo se trate de una rareza más de la ya peculiar política estadounidense.