Si bien no éramos muchos los que saltábamos embanderados con las consignas ricoteras, el club Sportivo América de Rosario (Santa Fe) estallaba. Vibraba con la mística de los Redondos, esa que precede los mega recitales, esa que está viva en las llagas del grupo de rock más argentino de toda la historia. Sólo había pasado un día del triunfo de Argentina (5) contra Italia (4) en los penales, el día después del Goycochea héroe, del gol de Caniggia de cabeza, de la entrega de Olarticoechea, las puteadas de Maradona cuando los italianos silbaron el himno, de uno de los triunfos más épicos de la Selección Argentina en la historia de los mundiales de fútbol. Y nosotros, los adolescentes de la última década del milenio, saltábamos como locos entre el rock y el fútbol. En un club de barrio Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota presentaban ¡Bang, Bang estás liquidado! Teníamos conciencia plena de que éramos contemporáneos de una alegría desmesurada y de un presagio oracular y trágico: nunca más en la historia habrá otro futbolista como Diego Maradona. Nos equivocamos. Y recién esta semana aceptamos el error. Pero lo que no sabíamos aquella noche de rock vernáculo era que para volver a disfrutar con esa intensidad deberíamos esperar 24 años.

Los que nacimos en los setenta y ya peinamos las canas de los cuarenta hemos repetido hasta el hartazgo las epopeyas de los equipos de Carlos Bilardo en las Copas del Mundo del ’86 y ‘90. Las nuevas generaciones nacieron con una selección que solía volverse en cuartos de final. Y ese parecía que era nuestro techo en la elite del fútbol. Nosotros tratábamos de recuperar la mística pero cada cuatro años los retornos eran antes de tiempo. Y así nos transformamos en una generación puente, procurando atar un pasado glorioso con un porvenir esperanzado. Pero siempre con un fondo de decepción, tan trágicamente argentino, jamás nadie podrá repetir lo que hizo Diego Maradona. En Rosario nunca le creímos a Messi a pesar que nació acá a la vuelta.   

Sensación inaugural

La noche previa al partido con Irán durante el Mundial 2014 no dormí. Aquel fue el primer mundial que me encontró sin que lo busque. No me compré ni el librito de las estadísticas ni me aprendí de memoria en qué club juegan cada uno de los jugadores de las selecciones raras. Pero después del partido que abrió el grupo de Argentina me reavivó el sentido más épico que aún guardo en mi corazón de niño. Y apareció el insomnio. Así me pasaba en el '86. La noche anterior a que jugara Argentina no dormía. Como aún no había Internet me levantaba y volvía a leer las estadísticas de los suplementos deportivos y anotaba los posibles cruces en octavos, cuartos… Y cuando ya pensaba en la posibilidad de la semifinal se me ponía la piel de gallina. Anotaba y tachaba, intercambiaba equipos, posibles formaciones, calculaba la cantidad de tarjetas amarillas que tenía cada player. Y quería que el tiempo se pasara rápido para volver a ver a Diego Maradona, a Jorge Valdano, al Burru, a Ruggeri. Y tenía la ilusión de que entrara Carlos Tapia, el 10 de Boca que era mi ídolo y que además usaba la casaca ‘20’, mi número favorito. Y así llegaba cada uno de los partidos. A todos los vi en el mismo lugar porque tenía paperas y estuve el mes del Mundial sólo para el Mundial. Siempre al lado de mi viejo acostados frente al Philco modelo ’79, el primer televisor a color que llegó a casa.

Lo que sentí la noche previa al partido con Irán fue una sensación extraña, rara, una sensación inaugural pero renovada. En aquel '86 también disfruté de muchos equipos. De la Dinamarca de Laudrup, de la España de Butragueño, de Zico, Sócrates y compañía en un Brasil muy vistoso, de la Francia del gallego Fernandéz (con acento en la é) y el refinado Platini. Ahora me pasó lo mismo. Grité goles ajenos, disfruté de cada partido, de cada hazaña.

Quiero escribir así

El Mundial ’86 también me empujó al periodismo. Cuando leía las crónicas de la revista El Gráfico me preguntaba si alguna vez podría escribir algo así. Y allí se despertó un sueño. En aquel sueño aparecían los protagonistas del equipo campeón de México. Pero siempre tuve claro que no quería entrevistar a Diego Maradona, a él sólo lo quería abrazar. Y pensé, pensé... ¡Quiero entrevistar a Jorge Valdano! Un jugador que define los goles con la misma precisión para ubicar las palabras. Un tiempista. Nueve años después del Mundial ’86 viajé junto con el colega Sebastian Castro Rojas a Las Parejas, una pequeña localidad de la provincia de Santa Fe donde nació el ex delantero del Real Madrid.  Luego de una espera de casi una hora, nos recibió en el patio de casa materna. Allí pudimos conversar más de una hora con el delantero decisivo del equipo de Bilardo. Al terminar la entrevista, me acerqué y le conté que había esperado nueve años para cumplir mi sueño, le dije que él y su equipo me habían regalado una de las alegrías más excitantes e intensas de mi vida y le llevé un ejemplar de su libro: "Sueños de fútbol". Jorge me lo autografió. Y escribió: "Juan, con el deseo de que sepas renovar tus sueños".

La Copa del Mundo de Brasil 2014 fue bisagra. Los ídolos del equipo de Sabella no son lejanos, conviven entre nosotros en esta Rosario que no sólo es un granero agroexportador sino también cada año se repite una exitosa cosecha futbolera. La teoría de los seis grados de separación en la Cuna de la Bandera de Argentina se reduce a uno. Todos conocemos a alguien que conoce a alguno de los jugadores que salieron de aquí.

En la selección está el potrero barrial. El muralista Rubén Pérez Barrios pintó en el frente del club El Torito junto a los pibes del barrio la celebración del gol de Angelito Di María a Suiza. Los muchachos del populoso club Coronel Aguirre de Villa Gobernador Gálvez siguen al compañero Lavezzi, el delantero que un día casi abandona el fútbol para ser electricista junto a su hermano. En el barrio Bella Vista, un sitio de trabajadores a poco más de tres kilómetros del centro de Rosario aún resuena el pasado de Maxi ‘la Fiera’ Rodríguez y el recuerdo de su abuelo José, quien fue el primero que le acercó un balón y también el responsable de ponerle los colores de Newell’s. Su abuela Beatriz recuerda las macetas rotas cuando Maxi y su primo Sergio jugaban a ser Maradona en el fondo del patio. En el otro extremo portuario de lo que se denomina cordón industrial, en San Lorenzo, la tierra del convento San Carlos, el único espacio de suelo argentino donde batalló el prócer máximo nacional José San Martín, nació Mascherano, el capitán, guía y dueño del mediocampo argentino. También está Ezequiel Garay, el que llegó a primera de Newell´s de la mano del Tolo Gallego y emigró rápido. Y qué decir de toda la zona sur que se vanagloria de haber parido al mejor jugador de fútbol de la actualidad: Lio Messi.

Pero Messi no sólo que se fue rápido de Rosario. Partió antes de comenzar. Los motivos pueden ser varios: por la negligencia directiva de los clubes de fútbol, por la carencia de políticas que alienten el desarrollo de la niñez, por la soberbia y pedantería de los directores técnicos, por los manejos inescrupulosos de los representantes. Y, nosotros, seres racionales que entendemos de la nefasta lógica futbolística, todos quienes vivimos en la ciudad sin fecha de fundación, nunca nos apropiamos del ídolo global. A pesar que lo vemos a diario por TV, por Internet, por los celulares ejecutar acciones inverosímiles allá lejos en las tierras del otro lado del Atlántico, hasta ahora no le habíamos perdonado haberse ido tan rápido.

La generación puente, los que tenemos 40 y ya vimos tres finales de Argentina en Copa del Mundo opacamos los sueños de las nuevas generaciones que se ilusionan con Messi desde hace una década. Y siempre los tapamos con la épica de Maradona. Pero saben, ya no más. Debemos pedir disculpas a los niños, a los jóvenes hinchas. A los niños y a los jóvenes jugadores. Los de 40 debemos dejar de traer al presente aquella mística del pasado y abrir los ojos para estremecernos con la entrega de este equipo humilde y grande. Nuestra pedantería nos impidió que Messi haya sido ídolo antes de tiempo y le exigimos que llegara hasta aquí cuando no era necesaria tanta presión. Pero él, Maxi, el Negro, Masche, el Fideo, el Pocho, todos los pibes de los barrios de Rosario y la región lo hicieron. Messi no necesita ser mejor que Maradona. Messi es Messi, es el mejor del mundo.    

Renovando sueños

Hoy, más que nunca, pienso en aquella frase de Jorge Valdano. Y, como en el '86, tampoco puedo dormir la noche previa a que juegue la selección. En este nuevo escenario ya no está mi viejo, no miro los partidos acostado a su lado. Pero sí está mi hijo. En la definición de penales de Argentina – Holanda del Mundial 2014 traté de acordarme en qué pensaba cuando era Goycochea quien debía atajar los penales en el ’90. Y me acordé de mi papá.

Entonces abracé fuerte a mi hijo y evoqué a mi viejo antes de cada lanzamiento. Ahí supe que somos una generación puente y no debemos obstruir los caminos. Ya no les contaremos a los niños de las viejas leyendas. Ellos ya compartieron junto a nosotros el heroísmo de Mascherano, la lucidez de Messi, la entrega de Rojo, los vuelos de Romero, la elegancia de Demichelis, el despliegue de Di María. Ellos ya sienten que las palabras de Alejandro Sabella: “Quiero que sea un grupo de buenas personas” no son una pose sino una de las realidades más hermosas del año bisiesto futbolero. Nuestros recuerdos, nuestros afectos, nuestros sueños, nosotros y las nuevas generaciones ya formamos parte de la misma historia. Nos conmovimos juntos. Nos estremecimos. Nos embanderamos como a los 16.  Otra vez estamos entre los más grandes de los grandes de la historia del fútbol. Ese deporte que siempre nos guarda una sorpresa para que sigamos siendo puentes: jugadores, hinchas, todo un pueblo cantando.      

(*) Relato escrito un día antes de que Argentina jugara la final frente a Alemania en el Mundial Brasil 2014