En uno de los segmentos de su libro "Círculo de lectores", Eduardo Berti traza un recorrido lúdico por los modos posibles del cuento que incluye una definición del relato de ciencia ficción ("La historia de un mundo que, cuanto menos se parece al nuestro, más lo retrata") que revela el carácter epifánico que a veces asume la literatura, un rasgo que la pandemia exacerbó más que nunca.

- Atravesamos un año en el que el realismo pareció perder terreno frente a la distopía o la ciencia ficción para retratar una realidad dislocada que disparó la angustia y la perplejidad ¿Qué supone esta suerte de "distorsión" actual que ha entronizado géneros como el terror o la distopía para alguien a quien siempre le interesó explorar variantes y establecer articulaciones impensadas entre géneros?

- Soy poco amante de los "géneros puros". Y mucho menos de los géneros hipercodificados que obedecen a una serie de reglas fijas. Me gusta cuando se juega con los géneros, cuando se los rompe o tensiona. Ahora bien, creo que lo "fantástico" -entre comillas, para resumir una estética que no es naturalista ni costumbrista- es más que un género en la tradición literaria argentina o incluso rioplatense. Es una forma de mirar que tenemos incorporada y que aparece de diversas maneras que tienen que ver con una suerte de "extrañamiento" que nos viene de fábrica siendo un país que forjó su identidad con un enorme caudal de extranjeros extrañados. Un sello de la literatura argentina es que buena parte de sus principales autores cultivaron de alguna u otra manera el "neo-fantástico": no me refiero a un fantástico tradicional de castillos en ruinas y fantasmas que arrastran cadenas, sino a un fantástico más existencial, más metafórico, más ligado a "fantasmas internos".

El abordaje distópico permite moverse en una especie de zona intermedia. Permite reflexionar en torno a los totalitarismos (más que sus vínculos con la pandemia, me detendría en sus vínculos con el mundo de Putin, Trump, Xi Jinping, Bolsonaro y compañía) y permite un juego más vasto con una de las preguntas básicas que nutren desde siempre a la ficción: la hipótesis de "¿qué pasaría o qué habría pasado si…?". En definitiva, las mejores distopías (Huxley, Bradbury, Dick) van más allá de las convenciones de la ciencia-ficción y sacuden a la vez tanto el realismo como lo fantástico. Salvando las diferencias, algo medio distópico ocurre al final de mi libro, en "Mañana se enuncia mejor". La suma de historias va armando una humilde distopía atragantada de libros y literatura, claro que sí, pero donde hay leyes bastante totalitarias e incluso una misteriosa "epidemia" que afecta a los lectores de determinada traducción de un libro de Kafka: una epidemia que imaginé mucho antes del Covid.

Eduardo Berti: "Me gusta cuando se juega con los géneros"

- ¿En qué medida el experimento del que dio cuenta "Rayuela" en busca de un lector más interactivo generó en vos una noción de los pactos de lectura que persisten en tu escritura?

- Podríamos decir que esto siempre existió, de manera bastante codificada: por un lado, muchos autores reescribieron obras anteriores en modos incluso explícitos; por otro, muchos grandes lectores se volvieron escritores. El caso de Joseph Conrad, que empezó a escribir su primera novela (al menos, así lo rememoró él) en el camarote de un barco, en los márgenes blancos de una novela de Gustave Flaubert, uno de sus ídolos, es un ejemplo bastante gráfico. Pero tu pregunta va más allá de esto. Y creo que esta clase de participación de la que hablás es más reciente. Tiene que ver, ante todo, con las vanguardias del siglo XX y con conceptos como los de combinatoria o interactividad, que han empezado a ocupar un lugar más central. Creo que cada vez más hay más espacio para el rol activo del lector o del público en general. Las fronteras entre "arte" y juego se vuelven difusas.

En el campo de la literatura no son millones los casos por el estilo, pero tampoco son inexistentes: el libro electrónico (si se lo explora más allá de la simple versión "en pantalla" del libro tradicional) puede permitir que el lector maneje una especie de "tablero de comando" y manipule informaciones o textos. Con esto no intento decir que la idea de lector activo sea solo consecuencia inevitable de los cambios tecnológicos. Pienso en ejemplos de mediados del siglo XX, como los "Cien mil billones de poemas" de Raymond Queneau, el "Juego de cartas" de Max Aub o algunas novelas de Marc Saporta… y no solo en "Rayuela", que es un ejemplo más familiar para los argentinos.