Cataluña quiere cortarse sola, España sufre y nosotros miramos con curiosidad este tipo de procesos autonómicos que son algo extraños en esta parte del mundo. Sin embargo, cualquiera puede hacerse el tonto, menos la historia.

Entre 1852 y 1861, nuestro país experimentó un fenómeno separatista: durante nueve años, la provincia de Buenos Aires decidió convertirse en un Estado independiente, excluyéndose de la Confederación Argentina. Esta decisión rupturista de los porteños fue tomada un 11 de septiembre de 1852, ni que pareciera a propósito porque el día nacional de Cataluña también es en esa fecha.

En febrero de 1852, el gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza, derrotó a Juan Manuel de Rosas en la Batalla de Caseros. Los unitarios se apoyaron en Urquiza con el solo objeto de sacar de la escena a Rosas, le prepararon al triunfante gobernador entrerriano una recepción en Buenos Aires con todos los chiches y a todo color (celeste unitario, obvio) pero Urquiza decidió hacer su entrada triunfal a la ciudad luciendo un lindo poncho provinciano y un sombrero con una ancha cinta roja, color bien federal. Los porteños empezaron a desconfiar.

En abril de 1852, Urquiza convocó a todos los gobernadores a reunirse en la ciudad de San Nicolás para organizar políticamente el país. En un principio la provincia de Buenos Aires participó del acuerdo, pero tiempo después reculó con un dejo de soberbia: no aceptaba que las demás provincias (a las que llamaban despectivamente “ranchos”) tuvieran la misma cantidad de representantes en el Congreso Constituyente a celebrarse en unos meses.

Tampoco miraron con buenos ojos que el Congreso fuera en Santa Fe y no en Buenos Aires. Y no simpatizaban con el nombramiento de Urquiza como Director de la Confederación Argentina porque eso significaba ser gobernado por un provinciano y Buenos Aires no quería compartir con el resto de las provincias los jugosos ingresos de la aduana de su puerto. Mariquita Sánchez de Thompson escribió alguna vez: “Somos malos de raza nosotros los porteños. Ni entre nosotros ni con los otros hemos de vivir en paz”.

Al llegar a oídos de la legislatura bonaerense las “insultantes” condiciones del Acuerdo de San Nicolás, decidieron ignorar lo acordado y desconocer el gobernador urquicista de Buenos Aires. Enterado de todo esto, Urquiza se encabronó: él mismo decidió ocuparse de Buenos Aires, la provincia no tendría ni Legislatura ni gobernador, el entrerriano se encargaría de todo. Si Rosas era un dictador, don Justo José tampoco era una oda a la democracia.

Las relaciones entre Buenos Aires y Urquiza, obviamente, se tensaron tanto que el hilo se rompió. La madrugada del 11 de septiembre de 1852, las campanas del cabildo porteño sonaron anunciando la revolución, los miembros de la Legislatura que el mismo Urquiza había clausurado eligieron su propio gobernador y decidieron manejarse por su cuenta. El entrerriano ya había salido para Santa Fe y si bien pegó la vuelta para enfrentar a los rebeldes, al darse cuenta que la mayoría del pueblo de Buenos Aires apoyaba la rebelión decidió seguir viaje. Al inaugurar las sesiones constituyentes en Santa Fe, minimizó la separación porteña diciendo que era transitoria y que “la República puede y tiene todos los elementos para constituirse durante la ausencia temporal de Buenos Aires”.

En este estado de separación, el ingreso de la aduana del puerto de Buenos Aires superaba a los ingresos de todas las provincias de la Confederación. Mientras los pueblos de la provincia (la cual no era de la dimensión actual) comenzaron a desarrollarse, los porteños experimentaron un engalanamiento de la ciudad sin precedentes, importaban y exportaban sin sobresaltos, modernizaron su puerto, hicieron su propio ferrocarril, construyeron teatros y floreció la cultura; inauguraron clubes, entidades sociales y de ocio, sus bancos estaban cada vez más llenos de oro y el comercio crecía cada vez más.

Se organizaron institucionalmente, constituyeron sus poderes, se dieron su propia Constitución en la cual dejaron claro que “Buenos Aires es un Estado con el libre ejercicio de su soberanía” y los muy piolas declararon como territorio del nuevo país no solo a la provincia de Buenos Aires sino a toda la Patagonia y las Islas Malvinas.

Del otro lado estaba la Confederación Argentina, quien había logrado darse su Constitución en Santa Fe y que había elegido como presidente a Justo José de Urquiza. La suerte le fue más esquiva que a Buenos Aires, el mundo prefería comerciar con los porteños y no con los novatos puertos de la Confederación. El gobierno central estaba en Paraná, pero los asuntos los manejaba el mismo Urquiza desde su palacio en la bucólica villa de San José. La mimada de la Confederación fue Rosario: se la declaró ciudad, se la posicionó como centro financiero y comercial, su puerto fue ungido como el más importante de la Nación, se la dotó de un ferrocarril después de muchos vaivenes por falta de fondos y el desarrollo rosarino fue explosivo.

Sin embargo, nada de eso alcanzó. La Confederación sufría un atraso que los porteños no tenían: los bancos que se abrían pronto cerraban por no haber moneda oficial, la actividad comercial no era muy fluida y las casas comerciales quebraban antes de dar su primer suspiro. No existía organización institucional ya que todo lo dominaba Urquiza. El poder legislativo en Paraná era casi decorativo y no había Poder Judicial porque algunas provincias no tenían siquiera abogados. Mientras Buenos Aires se enriquecía cada vez más, la Confederación se endeudaba contrayendo créditos para poder financiarse. Hasta el vicepresidente Del Carril escribió a Urquiza: “Paraná es un desierto para toda operación de dinero, y el día que no tenga yo qué comer, que será muy pronto, me parece que me he de ahorcar”.

Ante este estado de cosas, Urquiza no tuvo otra alternativa que obligar por las malas a Buenos Aires a integrarse a la Confederación. En una batalla de no muy grandes proporciones el caudillo entrerriano derrotó a los porteños y éstos se sentaron a negociar a regañadientes: formarían parte de la nación con las demás provincias y se nacionalizaría la aduana porteña. Sin embargo, tiempo después, los porteños se retobaron y volvieron a patalear por no tener la supremacía sobre las demás provincias. Otra vez Urquiza, quizás un poco harto, desenvainó y enfrentó a los porteños.

En  septiembre de 1861, en Pavón (muy cerca de San Nicolás), las tropas de la Confederación lideradas por el entrerriano, se enfrentaron con las del gobernador bonaerense Bartolomé Mitre. Como de costumbre, Urquiza ganaba la batalla cómodamente y tenía de hijo una vez más a Mitre, pero de repente decidió retirarse.

El porqué de su retiro fue un misterio, algunos autores escriben que la salud de Urquiza no era la mejor, otros que tanto él como Mitre eran masones y que este resultado ya estaba arreglado de antemano. Hay quienes prefieren abonar la teoría de que Urquiza entendió que mientras le siguiera ganando batallas a Buenos Aires, la paz y la unidad no llegarían nunca. Es decir, la Confederación sería la gran vencedora pero no dejaría de ser pobre, y viceversa, Buenos Aires podía ser vapuleada en cuanto campo de batalla se presentara pero tendría siempre el poder del billete.

Así fue que Urquiza pegó media vuelta y se fue, ante la mirada atónita de quienes batallaban con él. Mitre, escondido entre una arboleda sin saber qué hacer, recibió la noticia de su “victoria”.  Tiempo después el gobierno de la Confederación se declaró “en receso” (palabras lindas para decir que no existía más) y Mitre tuvo vía libre para imponer la hegemonía porteña dominando de a poco a todas las provincias. Pataleando caprichosa, Buenos Aires volvió a la nación y volvió como quiso: a imponer las reglas de juego.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR