Domingo Faustino Sarmiento visitó Rosario en 1851. El sanjuanino llegó al pequeño poblado que descansaba sobre el Paraná como integrante del ejército que Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos, había organizado para enfrentar al gobernador de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas.

Ofició de boletinero, registrando todas las acciones del ejército a través de escritos que iba creando en una imprenta móvil y que más tarde fueron compendiados y publicados en el libro "Campaña en el Ejército Grande Aliado de Sudamérica". Para sincerarnos, Urquiza y Sarmiento se miraban de reojo. Más que una genuina simpatía y afinidad ideológica, era la aversión que sentía por el gobernador bonaerense lo que llevó a Domingo a acercarse a Urquiza, quien para 1851 era visto como la única alternativa para poner fin al régimen rosista.   

El 29 de diciembre de 1851, las tropas de Urquiza ingresaron a la villa. “El batallón de milicia del Rosario que podría haber saltado a la jarcia, tan cerca desfilábamos por su frente, permaneció inmóvil, aberrando así el derramamiento inevitable de sangre”, relató Sarmiento, un tanto sorprendido ante la pasividad de la guarnición militar rosarina, que permitió que el paso por estas tierras fuera “inofensivo”.

Se instaló en un caserón ubicado en calle Santa Fe y Laprida (en ese momento “Comercio”) que había pertenecido al rosista Martín Santa Coloma, quien para ese entonces había abandonado Rosario para plegarse a las tropas que estaba preparando Rosas. Respecto a la casa, Sarmiento consignó que era "una de las más cómodas y capaz de hospedar veinte personas".

Un día después, el 30 de diciembre de 1851, el juez de paz, otros funcionarios y numerosos vecinos se acercaron hasta el lugar de hospedaje de Sarmiento para ser testigos de tan ilustre visita. Sin embargo, el entusiasmo de los rosarinos lo exasperó un poco (aunque vale destacar que Don Domingo no se caracterizaba particularmente por su buen humor, por tanto no era difícil exasperarlo).

Con un tono quejoso recordó que mientras terminaba de montar la imprenta  escuchó “resonar la música a lo lejos y aproximándose cada vez más y más; entraron en las piezas de habitación de la casa de Santa-Coloma el Juez, el Cura, el Comandante, seguidos de todos los oficiales, de dos sacerdotes más, de todas las personas visibles de la población, ocupando la calle, zaguanes, etc., el batallón de milicias, las mujeres y los niños del lugar”.

Muchos de los que asistieron a ver a Sarmiento lo hicieron gritando “¡Viva el General Urquiza, el libertador de la Confederación Argentina! ¡Viva el coronel Sarmiento, el Defensor de los Derechos de los Pueblos, el amigo del Rosario!", según escribió, quizás ficcionalizando un poco.

Pero estas muestras de afecto más que regocijar el alma del “padre del aula”, turbaron la tranquilidad que necesitaba para dar forma a sus boletines. No pensaba recibir a nadie, tenía planes para esa noche que no eran precisamente socializar con los afectuosos habitantes de la villa del Rosario: “‘¡Bárbaros!’ me decía yo a estos gritos (…) ¡me van a sofocar con sus abrazos!”, escribió un tanto carcaman y desagradecido con el afecto popular.

La visita del pueblo rosarino que había invadido prácticamente toda la plaza de la villa se prolongó demasiado y como si esto fuera poco, le pidieron al sanjuanino que pronunciara algunas palabras. Con la poca paciencia que tenía, ya colmada, y aduciendo un catarro inexistente, se rehusó a hablar. Ante la insistencia, cortó por lo sano: "tomé el partido de dirigirme hacia la puerta, arrastrarlos hacia  la calle, acompañarlos hasta la plaza, despedirlos y disolver la reunión”.

Los rosarinos quedaron un tanto ofendidos con la reacción de Sarmiento y algunos se lo hicieron saber al día siguiente. Ante esto decidió apaciguar los caldeados ánimos de los ignorados, escribiendo una carta muy diplomática y hasta quizás un tanto demagógica al pueblo rosarino “por no saber otra cosa que decirles”, según escribió. Esta carta fue el primer documento impreso en la historia de Rosario y la imprenta móvil de Sarmiento, fue la primera imprenta de la ciudad.

Tratando de redimirse ante la ingratitud con los rosarinos escribió que se "sentía demasiado conmovido anteanoche para dirigir la palabra a los habitantes del Rosario que se han dignado darme tan evidente prueba de estimación visitándome reunidos" y siguió diciendo que valoraba el afecto popular: "Si algo he hecho en bien de nuestro país, este acto me lo paga con usura, y creo que he logrado expresar en mis escritos los sentimientos comprimidos por tantos años en el corazón de cada uno de mis conciudadanos, por las simpatías que he encontrado en cada una de las provincias que he visitado.

No pudiendo ahora ni más tarde expresar de otro modo mi gratitud a los habitantes del Rosario, lo hago por este medio para que mi nombre se asocie al recuerdo del día más feliz para un pueblo civilizado, y es aquel en que se erigió la primera imprenta".

Pero Domingo fue más allá y proyectó: "Es mi ánimo, terminada la campaña del general  Urquiza y que el heroísmo de los vecinos del Rosario ha cambiado en marcha triunfal, retirarme a concluir mis días en alguno de los risueños parajes que baña el Paraná, para consagrarme, libre de toda preocupación de espíritu a fomentar la navegación de estos poderosos ríos, vehículos de riqueza, y asombrados sin duda de verse hasta hoy desiertos de vapores y naves por millares en sus aguas, como de ciudades florecientes en sus  orillas".

Cerró con un vaticinio para la ciudad: "El Rosario está destinado, por su posición topográfica, a ser uno de los más poderosos centros comerciales de la República Argentina y sería una de las más puras glorias que codiciaría, acelerar el día de su engrandecimiento y prosperidad" (sin embargo, en su presidencia, vetó la posibilidad de que Rosario fuera capital de la República. Concluyó, franela y seductor: "el último día del año 1851 ha sido el más grato de mi vida". Así era Domingo, hoy te echaba a patadas y al otro día te sobaba el lomo. Nunca se sabía quién era el verdadero Sarmiento.

¿Cómo siguió la cosa? historia pura. El ejército avanzó hasta llegar a Caseros y las tropas de Justo José de Urquiza derrotaron a las de Juan Manuel de Rosas el 3 de febrero de 1852. Martín Santa Coloma, el dueño de la casa que dio cobijo a Sarmiento, fue apresado y degollado al día siguiente con los mismos artilugios que utilizaba él en sus épocas de verdugo mazorquero.

Sarmiento admitió que el degüello fue un acto "del que gusté" y Manuel Gálvez lo retrató del siguiente modo en "Y así cayó don Juan Manuel" : "(...) pudo ver cómo arrodillaban a Santa Coloma, le agarraban la cabeza del cabello y le serruchaban con un cuchillo, que no parecía estar muy filoso, la nuca. El reo no había dicho palabra y murió con asombroso valor. Mientras serruchaban el pescuezo de Santa Coloma, Urquiza permanecía impasible, dos o tres torcieron el rostro y uno sonrió con placer (…), se llamaba Sarmiento".

(*) Abogado. Profesor de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR. @dehistoriasomos