El catedrático mexicano José Manuel Valenzuela Arce lo advirtió en junio cuando llegó a Rosario para disertar en el XIV Congreso de Ciudades Educadoras. Dijo en una entrevista con Rosarioplus.com: “Argentina está a tiempo de diseñar una estrategia alternativa al modelo punitivo. Debe trabajar el consumo y la salud pública, por un lado, y no caer en más armas, más policías y más ejército, por el otro. La experiencia histórica marca que esto se traduce en más muerte y no soluciona el problema que dice combatir”.

Valenzuela fue ovacionado por un auditorio colmado. En primera fila estaban el gobernador Miguel Lifschitz y la intendenta Mónica Fein. El consejo del académico parece haberse diluido con el correr de los meses. Nación y Provincia acordaron un nuevo plan de seguridad centrado en otro desembarco de fuerzas federales. La militarización de las zonas castigadas por el delito asoma hoy como la política estrella de la Casa Rosada para “ganar la guerra” contra el narcotráfico.

Este refuerzo de seguridad no es nuevo para Rosario. En abril de 2014 unos dos mil agentes de Gendarmería y Prefectura desembarcaran en la ciudad con el objetivo de “pacificar” los puntos geográficos más violentos.  Un operativo similar, aunque con menos efectivos, se concretó el año pasado: 600 agentes para “saturar” Villa Banana, Tablada, Las Flores, La Cerámica, Santa Lucía, La Bombacha, Fisherton, Pichincha, Echesortu, Belgrano y Alberdi.

Pero los resultados no fueron los esperados. Los homicidios, los robos y demás delitos se mantuvieron en niveles altísimos en comparación con décadas anteriores. De los 89 crímenes en 2006 se pasó a 264 en 2013; 255 en 2014; y 224 en 2015. Este año, a falta de tres meses y medio para el 31 de diciembre, el guarismo supera la barrera de 140 asesinatos dolosos.

Las experiencias de otras ciudades de la región que destinaron muchos de sus recursos económicos en militarizar territorios en el desesperado afán  de terminar con la criminalidad organizada entregan resultados aún más catastróficos.  

Acapulco, Tijuana y Baja California: un tendal de muertes

En la última década México emprendió “la guerra contra las drogas”. La declaró en diciembre del 2006 el entonces presidente Felipe Calderón, recién estrenado en su cargo. El plan fue ratificado por Enrique Peña Nieto, quien lleva cuatro años en la presidencia.

¿En qué consistió el programa? En la militarización del territorio: en promedio  44 mil soldados salieron de sus cuarteles a las calles a patrullar y realizar tareas de seguridad.

“Se nos dijo que la guerra era necesaria, que teníamos un enemigo interno capaz de envenenar a nuestros niños, carcomer nuestra sociedad y destruir nuestro país. Se nos dijo que era necesaria la mano dura, que quizá habría “daños colaterales”, pero que era necesario para acabar con él. Se nos dijeron tantas cosas y nosotros, como sociedad mexicana, aceptamos y cedimos cada vez más derechos en espera de esa promesa de seguridad”, explica la periodista mexicana Daniela Rea en un artículo en el portal Cosecha Roja.

Según los datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), de 2006 a 2012 se perpetuaron  132.065 homicidios en el país, un 86% más que en el sexenio anterior (2000/2006), cuando se cometieron 70.899 crímenes. La tasa de homicidios dolosos pasó de 9.7 cada cien mil habitantes a 17.9, revirtiendo la tendencia decreciente de las dos décadas anteriores.

La lista de municipios con más crímenes en 2016 la encabezan  Acapulco, Tijuana y Baja California, tres de las zonas más militarizadas del país. Acapulco tiene en la actualidad 554 homicidios. Se trata del único municipio de los dos mil que hay en el país, en donde ya fueron asesinadas más de 500 personas en lo que va del año.

Tijuana y Baja California están un escalón detrás, con 460 homicidios registrados. Es prácticamente el doble de casos en comparación con los que acumula Culiacán y Sinaloa, que está en la tercera posición con 222.

“Además de los crímenes, hay más de 30 mil personas desaparecidas y 250 mil personas desplazadas de su territorio. México se ha convertido en un país que ya no sabemos si calificar como “herido” o “sangrante” o incluso decir que es una gran fosa. País de muertos. País de desaparecidos. País de fosas”, reflexiona Rea, quien desde la  Red de Periodistas de a Pie intenta demostrar  “las consecuencias” de la tan mencionada  guerra contra las drogas.

La Policía Militar del Orden Público de Honduras  

Según la ONU, Honduras tiene la tasa de homicidios más elevada del mundo. En 2012, se cometieron 7.172 asesinatos y en 2013 la cifra retrocedió a 6.757, lo que arrojó un promedio de 563 crímenes al mes y 19 al día.

En agosto de ese año, el presidente Orlando Hernández anunció la creación de la Policía Militar de Orden Público, cuerpo dotado con tres mil hombres armados. Se escudó en el argumento que la policía nacional estaba permeada por la delincuencia y el narcotráfico.

Las últimas cifras oficiales dividen al oficialismo y a la oposición. El gobierno dice haber bajado las muertes violentas en un 20%. El dato difundido fue de 5.092 crímenes  en 2015, una “estadística mentirosa”, según las voces disidentes.  

Lo cierto es que en Honduras hay evidencias que sugieren que la participación del ejército en acciones policiales a nivel nacional ha incrementado la violación de derechos humanos por parte de los soldados.

Según datos recolectados por la agencia Reuters, entre los años 2012 y 2014, los soldados hondureños estuvieron implicados en al menos nueve asesinatos, más de 20 casos de tortura y cerca de 30 detenciones ilegales.

“El número de violaciones a los derechos humanos cometidas por el ejército está aumentando, y la amenaza es cada vez más grande porque la policía militar opera con sus rostros cubiertos, impulsando la impunidad”, sostiene Juan Almendarez, director del Centro de Prevención, Tratamiento y Rehabilitación de las Víctimas de la Tortura (CPTRT).

Las favelas de Río pos militarización: 8 mil asesinatos

En 2008, muchas favelas de Río de Janeiro fueron invadidas por soldados en el marco del “programa de pacificación” lanzado para garantizar la seguridad en la Copa Mundial de fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016. Las consecuencias de la intervención estremecen: más de 8 mil crímenes, de los cuales la policía carioca fue responsable de entre un 13% y un 21%, según el último informe de Amnistía Internacional.

Las estadísticas oficiales marcan que el mundial trajo aparejado un crecimiento en la tasa de homicidios.  En Río de Janeiro subió un 40% y en Sao Paulo llegó a aumentar un 80%. El Complejo de la Maré, una comunidad formada por 16 favelas cariocas donde viven alrededor de 140.000 personas, fue invadida por la Policía Militar poco antes de que empezara el evento deportivo. Los militares no se marcharon hasta un año después. Los habitantes de la comunidad denunciaron todo tipo de abusos desde asesinatos extra judiciales, palizas, invasiones de sus casas en las que se incluía el robo de objetos y dinero bajo amenaza de fusil.

Las Brigadas Militares de Elite en El Salvador

En 2015, El Salvador intensificó su respuesta a la escalada de violencia y la actividad las “pandillas”, grupos que se disputan los territorios. El presidente Sánchez Cerén desplegó “unidades de elite” conformadas por militares y policías para “combatir las estructuras criminales” en todas las ciudades del país.

La puesta en marcha de la nueva tropa recrudeció aún más la violencia social. Las bandas no tardaron en declarar una “guerra abierta” por la invasión de los barrios. En lo que va del 2016, unos 280 “pandilleros” murieron en un total de 300 enfrentamientos con las fuerzas de seguridad. La guerra dejó además 30 policías abatidos, según el relevamiento realizado por la Procuraduría para la Defensa de los Derechos Humanos de ese país.

Las principales urbes empiezan a testiguar abusos de autoridad que se creían desterrados por el Acuerdo de Paz de 1992 que puso fin a la guerra civil. En los últimos meses, la  Asociación Salvadoreña para los Derechos Humanos (ASDEH) recibió al menos 50 reportes de desapariciones y 13 casos de abusos atribuidos a la fuerza pública.

El caso de Buenaventura, la ciudad portuaria más grande de Colombia

Por sus bondades geográficas, Buenaventura (300 mil habitantes) se convirtió en un reducto muy codiciado para el crimen organizado. El comercio de las exportaciones generó con el paso del tiempo un mercado ilegal de estupefacientes. Según las crónicas periodísticas, el puerto está rodeado por bosques pantanosos  que proporcionan acceso ideal a laboratorios clandestinos de cocaína, mercadería que luego parte en barco hacia Estados Unidos y países centroamericanos.

En 2014, tras un espiral de violencia (hay dos bandas que se disputan el millonario negocio), se decidió militarizar toda la ciudad con un refuerzo de 2.400 efectivos. La medida tuvo su golpe de efecto. Ese año el número de asesinatos disminuyó un 20%. Pero en 2015, todo el territorio volvió a quedar en alerta máxima tras el descubrimiento de fosas clandestinas y cuerpos desmembrados, lo que planteó interrogantes sobre los efecto reales de la militarización.

Una crónica del diario El País del 4 de agosto del 2015 daba cuenta violentas balaceras en los barrios Caldas, Alfonso López Michelsen, Unión de Vivienda, Santa Cruz y el Seis de Enero.  “Los residentes de este sector de Buenaventura aseguran que los tiroteos hacen temer por el regreso de la violencia al puerto, que ha sido azotado en los últimos años con desapariciones, desplazamientos forzados y el hallazgo de cementerios clandestinos con víctimas de las llamadas 'casas de pique', donde las personas eran desmembradas”, describía el artículo.