__tadevel:head__

Turquía es un país insoslayable en el intrincado circuito de poder del mundo actual. En realidad siempre lo fue. Su posición geográfica es determinante. Es junto a Rusia uno de los dos países con territorio en dos continentes. Es también el puente que une Oriente Medio con Europa y controla el paso del Mar Negro al Mediterráneo.

Políticamente también sostiene un sitio de privilegio, porque es miembro de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) la más poderosa alianza militar de la historia de la humanidad. En simultáneo, desde hace poco tiempo ensaya un acercamiento a la Rusia de Vladimir Putin, segunda potencia militar del planeta detrás de los Estados Unidos. Ese acercamiento con Rusia obedece en buena medida a la histórica reticencia de la Unión Europea (UE) para incorporar a Turquía como miembro del bloque comunitario, manteniendo al país en un perpetuo limbo como candidato a ingresar. En Turquía, los derechos en sentido amplio y en especial los derechos humanos, se respetan de manera -por lo menos- dudosa.

Sin embargo, lo que terminó de empujar a Turquía a una inquietante cercanía con Rusia, fue el fallido intento de golpe de Estado del 15 de julio de 2016 contra el presidente Recep Tayyip Erdogan.

 

¿Quién es Erdogan?

 

Nacido en Estambul en el seno de una familia descendiente de georgianos, Erdogan gobierna desde 2003. Primero como primer ministro, luego, desde 2014, como presidente. Su éxito político se sustenta en las reformas económicas aplicadas por su gobierno. La economía del país crece por encima del 5 por ciento anual desde 2003, logró triplicar su Producto Bruto Interno (PBI), y consolidó su posición entre las 20 economías más grandes del mundo.

Respecto de su política exterior, Erdogan expresó un nuevo y ambicioso enfoque global hacia sus vecinos y aliados. Esa tendencia, expresada en una actitud más independiente y un cierto acercamiento hacia las posiciones defendidas por otros países musulmanes moderados, ha sido calificada en ocasiones como neo-otomanismo en referencia al Imperio Turco Otomano, apuntando con ello a la toma de conciencia por parte de Turquía de su renovada influencia regional y de su peso geopolítico en Oriente Medio y en los Balcanes.

Pero hay otra faceta del presidente turco. Es misógino, rico -tiene un palacio valuado en 350 millones de dólares en Ankara- y nepotista.

Junto al crecimiento económico, también se registra en los últimos años un marcado aumento de la deuda pública, devaluación de la moneda, negocios con el Estado Islámico (ISIS), violaciones al embargo petrolero contra Irán y al mismo tiempo la realización de un oleoducto conjunto con Rusia para dejar de comprar petróleo iraní. Erdogan se alió con los Hermanos Musulmanes, organización islamista considerada como terrorista en varios países, y que se opone abiertamente al laicismo que imperaba en Turquía. Erdogan eliminó la tradición secular instrumentada por Mustafá Kemal Araturk, que sentó las bases de la moderna Turquía. El problema es que, en principio, la ley islámica permite la esclavitud y el trato de no musulmanes y de mujeres como inferiores.

El presidente estrechó vínculos con el gobierno de Qatar que financia a Hamas en Palestina y a grupos terroristas en Libia.

Turquía ostenta actualmente uno de los déficits de balanza comercial más altos del mundo y vencimientos de deuda externa por 180 mil millones de dólares en marzo próximo. Erdogan incrementó la deuda externa un 50 por ciento en seis años para mantener el PBI casi constante. El problema es que Turquía tiene que destinar casi el 20 por ciento de ese PBI al pago de intereses de su deuda.

Los años buenos de su mandato coincidieron con el boom de venta de petróleo barato por parte de ISIS. Detrás del crecimiento del país se oculta una burbuja inmobiliaria combinada con enormes inversiones en infraestructura pública, ambas mantenidas casi en exclusiva gracias a préstamos en dólares y euros procedentes del exterior. Una bomba de relojería presta a estallar en la medida que las tasas de interés estadounidenses tienden a crecer.

Cuando Erdogan decidió intervenir militarmente en Siria, no lo hizo para combatir a ISIS sino para combatir a los kurdos. Turquía se siente amenazada por esa nación sin Estado que puso el cuerpo para enfrentar al Estado Islámico. Erdogan se apresta a eliminar kurdos cada vez que tiene la posibilidad. No es casual para quien niega el genocidio armenio y el asirio, menos comentado.

En Argentina se consume actualmente una cantidad creciente de telenovelas turcas como el Sultán, que muestra el auge del poderío turco y el supuesto mecenazgo en las ciencias y las artes, pero que no cuentan sin embargo que los sultanes se opusieron a la imprenta como instrumento civilizador, prohibida entre 1485 y 1727. Menos de 30 libros se imprimieron en el Imperio Otomano antes del siglo XIX. La esclavitud siguió existiendo hasta inicios del siglo XX -a principios del siglo XVIII, un quinto de la población de Estambul y más de dos tercios de la de Crimea era esclava- así como los tributos de sangre. En 1800, menos del 3 por ciento de los súbditos otomanos estaba alfabetizado, contra 40 por ciento entre las mujeres y 60 por ciento de los hombres en Inglaterra en la misma época.

 

Hacia el poder absoluto

 

Erdogan logró modificar la constitución del país en 2017 para eliminar la figura de primer ministro, es decir que unificó el poder del jefe de gobierno y del jefe de Estado en sus propias manos y ambiciona ser reelecto indefinidamente.

La acumulación de poder se profundizó a propósito del intento de golpe de Estado. En ese entonces, Erdogan mantenía una relación tensa con Vladimir Putin. El presidente ruso, cuyos servicios de inteligencia se caracterizan por la eficiencia, supo antes que nadie que habría un intento de derrocar a Erdogan y se lo advirtió. El mandatario ruso quiso impresionar a su par turco y demostrarle que la conspiración o bien estaba alentada desde los Estados Unidos, o bien los americanos, supuestos aliados, no harían nada por detenerla. Erdogan dejó comenzar el alzamiento, pero estaba preparado para sofocarlo. El encono de los estadounidenses con Erdogan provenía de 2003, cuando él se opuso a que Turquía fuera base para la invasión a Irak.

Desde la intentona golpista, Erdogan reafirmó su poder y tuvo la excusa perfecta para arrestar opositores: líderes políticos y sociales, periodistas, militares, etc. Despidió o encarceló a alrededor de 127 mil funcionarios, entre ellos jueces, policías, profesores, catedráticos y administrativos sospechosos de estar ideológicamente unidos a los golpistas.

Respecto de su política exterior, comenzó a demostrar a la Comunidad Internacional que Turquía haría valer su poder en el complejo sistema de alianzas estratégicas en la región más caliente del planeta.

En ese contexto, adelantó las elecciones presidenciales previstas para este año y las celebró a mediados de 2018, alcanzando una victoria rotunda.

Por delante, el presidente turco intenta intervenir en el norte de Siria tras el repliegue de los estadounidenses, en el afán de no dejar un centímetro de territorio bajo el control de los kurdos.

En materia económica, es precisamente Argentina el país que puede retribuirle a Turquía la gentileza de las telenovelas mediante tres posibles soluciones. Una es recurrir al FMI, que le impondría un feroz aumento de las tasas de interés locales a fin de contener una fuga de divisas. Eso tendría como contrapartida inmediata la quiebra de multitud de empresas locales endeudadas. Ese es un precio que Erdogan no querrá pagar porque se traduciría en una pérdida notable de votos. La otra posible solución a la argentina sería establecer un control de capitales al estilo del corralito. Eso pondría un fin provisional a las salidas de divisas, pero también pondría fin a la llegada de nuevos capitales desde el exterior. Y no se sabe qué sería peor, el remedio o la enfermedad. La tercera posibilidad es una renegociación de la deuda con la pérdida de credibilidad financiera que eso implica.

Erdogan es un fiel exponente de liderazgos que, provenientes de la democracia, se alejan cada vez más de ella para radicalizarse y tornarse autocráticos. Esa clase de liderazgo, cada vez más frecuente en distintos puntos del planeta, tiende deliberadamente a confundir la regla de la mayoría con la democracia.

El Sultán Erdogan encarna un regreso a liderazgos del pasado que parecían ya enterrados, matizados por un barniz aparentemente democrático que no es más que simple electoralismo.