Una vez más, el país transandino se convierte en un faro para la región. El faro orienta, permite seguir o evitar un rumbo. En 1970 Chile se convirtió en el primer país en avanzar hacia el socialismo mediante mecanismos democráticos, sin revoluciones y sin violencia. Ese proceso fue dinamitado por muchas razones que no se abordarán aquí, pero que tuvo en su esencia el dramático escenario del bipolarismo y la Guerra Fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, cuyos gobiernos usaron al resto del planisferio como un mero tablero de ajedrez. Sin embargo, aunque ya carezca de se sentido, es inevitable preguntarse cual hubiera sido la suerte de aquel proceso si hubiera podido completarse.

La dictadura cívico-militar encabezada por Augusto Pinochet, cuya crueldad y duración fueron desmesuradas, cumplió -entre otros- dos propósitos concretos: concentró poder económico y amedrentó a la sociedad de manera tal de inhibir los cuestionamientos al statu quo. 

El lastre autoritario permaneció como un espectro tras recuperar la democracia en 1990. Recuérdese que en Chile los artífices de la dictadura no fueron juzgados, Pinochet murió con los fueros de senador vitalicio, las Fuerzas Armadas conservaron una alta cuota de poder ligada al control estatal del cobre y -lo más importante- el diseño institucional se mantuvo ceñido a un texto constitucional redactado por la propia dictadura. Todo eso voló por los aires con el estallido social de finales de 2019. La injusticia social y económica requiere soluciones políticas.

Desde ese entonces, el sistema político chileno inició un proceso de reconfiguración -que aún no ha concluido- y que fue canalizado institucionalmente a través de la decisión trascendental de crear una nueva Constitución que refleje fielmente las diversas realidades del país, silenciadas durante tantos años. 

En ese contexto de enorme complejidad se llevaron adelante en noviembre las elecciones presidenciales, caracterizadas por un marcado declive de los partidos políticos tradicionales y la emergencia de un candidato, José Antonio Kast, que supo reunir en torno a su figura a los sectores políticos y sociales más reaccionarios del país. 

El fenómeno de Kast puede observarse en el marco del resurgimiento de la ultraderecha en todo el mundo, pero él le imprimió el componente novedoso de la amabilidad formal. Ese fue quizás el factor que lo hacía más peligroso -y evolucionado- que otros exponentes de esta vertiente política e ideológica tales como Jair Bolsonaro o Donald Trump. Y Kast fue quien obtuvo más votos en la primera vuelta electoral en un país en el que jamás el candidato que quedó en el segundo lugar había podido vencer en el balotage. Hasta ahora.

Miedo o esperanza

Gabriel Boric es distinto. Y todo hace pensar que será un presidente distinto en el concierto Latinoamericano. Tiene sólo 35 años. En Argentina habría que remontarse al siglo XIX para encontrar presidentes de edad semejante. 

Boric tiene experiencia como líder estudiantil primero y como legislador después. No parece sujetarse a dogmas y demostró franca apertura al diálogo. Pese a una campaña durísima y a no mantener simpatía de ninguna índole con el actual presidente Sebastián Piñera, dialogó con él y con su oponente de manera respetuosa, algo inviable en otras partes de Latinoamérica, por no decir del mundo. Es progresista, pero no se encuadra dentro del sistema de partidos que gobernó Chile desde 1990. 

Es el emergente político de un cambio que se pedía a gritos, pero que estuvo en duda hasta el domingo 19 de diciembre. Nadie sabía a ciencia cierta hasta el escrutinio provisorio qué camino seguiría Chile. El miedo a la protesta y al reclamo, al cambio de las reglas de juego, a esas profundas reformas que elabora la Asamblea Constituyente, a la ampliación de derechos, a la redistribución responsable de la riqueza, el miedo a ese Chile por venir que ya no estaría agobiado por el fantasma de Pinochet y todo lo que esa palabra implica, ese miedo fue superado por la esperanza de votar, de participar, de manifestar la voluntad de elegir un camino inclusivo diferente y de hacerlo en paz. 

Gran parte de la ciudadanía reaccionó y dejó de lado la comodidad de permitir que elijan otros. La participación electoral, teniendo en cuenta que el sufragio no es obligatorio, pasó del 47 por ciento en la primera vuelta, al 55 por ciento en el balotage. A eso se le agrega un dato que parece de color, pero es sustancial. El resultado registrado el último domingo fue de 56 por ciento de los votos para Boric frente a 44 por ciento para Kast. Esos porcentajes parecen calcados del resultado del plebiscito que en 1988 sentenció el final de la dictadura. Cabe pensar entonces que hay en última instancia dos núcleos bien definidos en Chile y que pueden identificarse de alguna manera en los términos que lo hizo el presidente electo: miedo versus esperanza. 

Puede conjeturarse que, si Boric no comete grandes errores o si no es emboscado de manera desleal, esas cifras podrían repetirse en agosto o septiembre del año entrante, cuando el nuevo texto constitucional sea sometido a plebiscito para su aprobación definitiva por la ciudadanía. 

El nuevo presidente tendrá además una oportunidad única ante sí. Pese a que no dispondrá de mayoría legislativa, podrá usar como una bala de plata el rediseño institucional que el país demanda y que está aún en proceso. Los éxitos podrá atribuirlos a su pericia. Los errores a la sujeción a un andamiaje institucional vetusto y autoritario que todavía no fue reemplazado. 

Nadie tiene el don de la clarividencia para saber si Chile, de la mano de Boric tendrá o no éxito. Lo que si puede afirmarse sin temor a equivocarse, es que las chilenas y los chilenos decidieron por propia voluntad mirar hacia adelante y dejar atrás un pasado lleno de certezas para avanzar hacia un futuro pleno de esperanza.