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Se llaman “sharing economies” (economías compartidas o colaborativas). ¿Quién podría estar en contra?: tengo un auto, un teléfono inteligente y una cuenta bancaria y me dispongo a compartir mis viajes, mi casa cuando no la uso. Me convierto en un pequeño empresario con los pocos bienes que he adquirido.

La tecnología es buena, ¿quién puede oponérsele? Nos ayuda a conectarnos con amigos de la primaria a los que hacíamos bullying, o con los que nos lo hacían. Podemos dejar ahí las fotos de nuestros niños y hasta nuestras opiniones. Podemos montar pequeños negocios: desde vender tazas con la foto del bebé hasta ofrecer el auto en Uber. En realidad, la tecnología no es buena ni mala, pero tampoco es inocente.

Cuando el 23 de marzo pasado el presidente Barack Obama descendió en Ezeiza trajo en su comitiva a un ex asesor y director de campaña presidencial de 2008, David Plouffe –según nos lo cuenta una nota de TN–, quien hoy día está al frente de la expansión de Uber, una de las empresas estadounidenses que más creció en el mundo en los últimos meses.  

En febrero de 2016 Tom Slee, un  tecnólogo canadiense, publicó What’s Yours Is Mine (“Lo que es tuyo es mío”), un libro que se define “en contra de la economía colaborativa”. El mundo de Uber (alquiler de automóviles particulares como taxis o remises) y Airbnb (reserva y alquiler de departamentos), arguye Slee, prometía representar una alternativa sostenible a los excesos del capitalismo contemporáneo a través de consignas muy nobles como ”apertura”, “conexión”, “participación”, menos jerarquías y más respeto por el medio ambiente, como si el objetivo declarado fuese “lo que es mío es tuyo”. En cambio, como en la canción “Pato trabaja en una carnicería” (Moris), la consigna fue mutando hacia “lo tuyo es mío y lo mío es mío”. Dice Slee: “Lo que nació como un llamamiento al sentido de comunidad, a la interacción entre personas, a la sostenibilidad y el compartir, se ha convertido en campo de juego de los multimillonarios, de Wall Street, de los capitalistas aventureros que impulsan sus convicciones sobre el libre mercado cada vez más a fondo en nuestras vidas personales”.

Tal como analiza Fabio Chiusi (su blog sobre tecnología y política en el Espresso es imperdible) el libro de Slee, “el acta de acusación está clara: si hay que hablar precisamente de la economía colaborativa como de un ‘movimiento’, se trata en ese caso de una fuerza que presiona para realizar ‘una forma de capitalismo todavía más rígida’, compuesta de desregulación, nuevas formas de consumismo y de precarización.”

El director ejecutivo de Airbnb, Brian Chesky, como lo reseña Slee en su libro, tiene una utopía –sí, también el capitalismo se erige sobre utopías cada vez más inalcanzables–: “Construir una ciudad compartida, en la que las personas son microempresarios”, y también: “El espacio no se pierde sino que se comparte con los demás”. “Compartida”, recuerda Slee, es hasta la identidad, según otro líder empresarial, Douglas Atkin. Se trata de una identidad conformada mediante sistemas para valorar la reputación de un usuario que se aplica en toda la economía colaborativa.

“Poco importa –reseña Chiusi– que la literatura científica coincida en considerar a las personas irreductibles a una suma de juicios de entre una y cinco estrellas: es la excusa, escribe Slee, para sostener que las tecnologías del compartir cualquier cosa –del sofá de casa al coche propio– son verdaderamente la forma de reestablecer una ‘confianza’ recíproca. Por el contrario, se lee, el resultado es una sociedad de vigilancia constante, donde cada vez más trabajos que cuentan con salvaguardas y derechos precisos se ven reemplazados por una forma endémica de precarización en la que ‘cualquiera puede verse cubierto públicamente de oprobio en cualquier momento y, en el caso de las plataformas de economía colaborativa, castigado’”.

Chiusi, que lleva largos años escribiendo sobre política y tecnología, lo resume: “Pero la mentira sirve para hacer avanzar la idea de que no hay necesidad de reglas a escala ciudadana o estatal para proteger nuestras ciudades o nuestras vidas de los efectos indeseados de compartir: serán los usuarios los que se vigilen unos a otros.”

Y agrega: “En cuanto a los efectos agregados, será una smithiana “mano invisibile” la que distribuya finalmente de modo óptimo –gracias a Internet– préstamos personales (Lending Club), limpieza doméstica (Homejoy), transporte (Lyft) o alquileres. Donde no basta con la ideología, llegan los cabilderos. Pero para recuperarnos está la democracia: ‘La sharing economy –ataca Slee– se ha convertido una oportunidad para sacar el poder de decisión del alcance de órganos electivos’. Oponerse, por tanto, no es nostalgia de un pasado pretecnológico. Significa más bien renegar de una visión del mundo en el que ‘las personas son empresas’, el yo una ‘marca personal’ y ‘la forma de vida, un servicio’.”

Las economías compartidas o colaborativas, de la mano de CEOs que viajan con el presidente de Estados Unidos, parecen privatizar ciertas formas de compartir que conocimos con los torrents en sus formas más globales, según Slee, nos priva de otro jirón de humanidad a la vez que nos promete exactamente todo lo contrario.