“¿Ves esta foto? Dejame que te cuente la historia”, me dice el artista Dante Taparelli señalando uno de los cientos de retratos estampados sobre el ultimo paredón del Cementerio El Salvador, un mural construido por él, con fotos que halladas en los viejos archivos de la necrópolis, y descartadas a falta de una tumba que pudiera sostenerlas. Cualquiera que esté allí sabe que esos ojos que miran desde la pared alguna vez miraron de verdad y es imposible no sentirse observado.

Dante prosigue con su historia: “Un día llego y encuentro a un hombre agachado junto al mural, y envuelto en olor a jazmines. Cuando le pregunto qué estaba haciendo señala una de las fotos y me cuenta  que ella era su mujer y se había sorprendido al encontrarla en el mural mientras visitaba la tumba de otro familiar. Como si de una señal se tratara recordó que antes de morir  la mujer había dejado un perfume sin usar, y desde entonces viene casi a diario, y con ternura perfuma su foto”, cuenta Dante. La anécdota se cuela en medio de una artística visita guiada, que impulsa el Municipio y donde Taparelli, con impronta propia, oficia de gurú.

Lo cierto es que eso que transcurre semana a semana en uno de los cementerios de Rosario, es una historia entre miles que protagonizan quienes le rinden culto a los que ya no están, los agasajan, construyen extraños caminos para esquivarle al olvido, del que caeremos todos presos algún día.  A propósito de eso, para quien se atreva a recorrerlo, El Salvador está lleno de enormes mausoleos en los que se intenta inmortalizar a hombres mujeres y niños, fantásticas esculturas que se posan inmaculadamente blancas sobre panteones y tumbas, algunas con simbolismos y significaciones intrincadas.

 

 

En ocasiones la veneración no es tan tangible. A veces, sencillamente, los que ya nos están dejan de ser quienes eran, quien los recuerda muta su identidad, endiosa fragmentos de su existencia y desconoce a propósito aquellos en los que no quiere reparar. Sucede en las mejores familias. Pero en ocasiones esos olvidos colectivos e intencionales se vuelven mordaces y peligrosos.

Pienso por ejemplo, en lo que ocurre en un potrero de barrio La Granada, donde se encienden velas a los pies del mural construido en honor a Claudio “Pájaro” Cantero. Hablamos claro de quien fue uno de los mayores organizadores del narcotráfico de Rosario, integrante de la banda Los Monos, directamente vinculada a la narcocriminalidad, un grupo mafioso que desde hace décadas perpetra en la ciudad una seguidilla de homicidios.

 

Sin embargo, entre algunos pibes que habitan ese barrio emplazado en el extremo sur de la ciudad, la historia que se escucha es muy distinta.  Esta semana se cumplieron dos años de  su desaparición, y algunos periodistas volvimos al lugar y nos encontramos con la figura de un hombre venerado, idolatrado, casi indiscutido.

“Él nos ayudaba, si no teníamos zapatillas o ropa, el Pájaro nos cuidaba a todos”, contó un grupo de chicos de entre 15 y 18 años. Son adolescentes, pibes que nacieron y crecieron en ese lugar, hijos de familias numerosas de escasos recursos y nulas oportunidades.

“A mi familia se le quemó la casa, perdimos todo… pero el Pájaro llegó y le dio alta guita a mi viejo para que construyéramos otra casa y nos compráramos ropa”, rememoró Damián, emocionado, mientras sus pares asentían. Con otros pibes reunió el dinero necesario para pintar el mural que lo retrata sobre calle Kanthuta.

¿De dónde sacaba la plata Cantero? Según investigaciones judiciales y periodísticas la venta de drogas, la usura y otros negocios ilegales merodean la fortuna que se le atribuye a la banda. Negocios que se cobraron vidas. En ese barrio, más que en cualquier otro sitio, es imposible desconocerlo. “A nosotros no nos importa, señora, nadie nos ayudó como él, ¿Entiende?”, me espetaron con desprecio, destacando con especial énfasis la palabra “nadie”.

Allí, donde todos parecen destinados al desamparo, la figura del líder de Los Monos se desdibuja hasta convertirse en un benefactor. Tan paradójico como real, el Pájaro para ellos no es quien fue para la mayoría de la ciudad ajena a ese barrio. Y la veneración llega hasta el extremo de los rezos, una beatificación pagana e inaudita para cualquier iglesia, que poco importa en este barrio donde el olvido y la miseria laceran.

El culto a los muertos es tan antiguo como la gente misma. Y entre las tumbas, o entre los murales, los vivos construyen el pasado que eligen recordar, a veces tan disparatadamente lejos de la realidad, que resulta inverosímil y escandaloso. Porque cuando los mercenarios se transforman en héroes, algo anda muy mal.

 

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