Jair Bolsonaro avaló -aunque fuera en privado- una marcha contra los organismos que representan a los poderes Legislativo y Judicial, organizada por grupos de derecha y en particular por su hijo, Eduardo, quien ocupa una banca como diputado federal. La intención es hacer una demostración de fuerza el 15 de marzo, pero ¿con qué objetivo?

Golpe a golpe

Las reacciones no tardaron en aparecer y buena parte de la dirigencia política brasileña de distintos extractos ideológicos se expresó contra un acto que cuestiona la legitimidad de dos de las tres funciones en las que se divide el ejercicio del poder en una República democrática. 

No es una novedad el desprecio de Bolsonaro por la Democracia y por la República. El mandatario reivindica la dictadura que gobernó Brasil entre 1964 y 1985 incluyendo a sus torturadores. Pobló su gobierno con funcionarios que son exmilitares y exmiembros de fuerzas de seguridad. Su entorno cercano está sospechado de avalar a grupos paramilitares en Río de Janeiro. La novedad radica en que algunos de los políticos que acompañaron por acción u omisión su candidatura presidencial para evitar a cualquier precio una eventual victoria del Partido de los Trabajadores (PT), se percataron tardíamente del error cometido. Entre ellos, el expresidente Fernando Henrique Cardoso.

Las reacciones pueden dividirse a grandes rasgos en dos. Por un lado están quienes ven en la manifestación una maniobra del Poder Ejecutivo tendiente a crear un clima proclive al autogolpe de Estado, algo que tiene antecedentes en la región (Uruguay en 1972 y Perú en 1992). Por otra parte, se encuentran quienes observan que el Poder Ejecutivo adopta un camino extremo, pero pensando en las elecciones municipales del 4 de octubre próximo.

Esta última opción parece más realista, aunque no por ello es menos peligrosa.
Bolsonaro sabe que en solamente un año y dos meses perdió casi la mitad del apoyo popular que tenía al iniciar su mandato. Este año enfrentará elecciones y para colmo tiene una pesadilla recurrente: Luis Inazio Lula Da Silva está suelto y podría soliviantar la calle. La libertad recuperada circunstancialmente por el expresidente hasta tanto no tenga una condena firme, explica en buena medida el enojo presidencial con el Supremo Tribunal Federal. 

El malestar con el Congreso es aún más sencillo de entender. Ambas cámaras se encuentran atomizadas y los partidos políticos que apoyan al mandatario no alcanzan mayorías sustentables para votar sus proyectos. El sistema de partidos brasileño cuenta con 33 partidos y podría expandirse hasta límites inverosímiles. En la base de datos del Tribunal Superior Electoral existen 77 nuevas organizaciones en pleno proceso de formación. 

Además, Bolsonaro abandonó hace dos meses el Partido Social Liberal que le sirvió como escudería para llegar a la presidencia, tras una ardua disputa interna y acusaciones de fraude electoral aún por resolver. Es por eso que el presidente se encuentra en pleno proceso de formación de una agrupación propia denominada Aliança Pelo Brasil. Sin embargo, lo más probable es que su nuevo partido no llegue a estar constituido a tiempo para los comicios municipales, es decir, que no contaría con candidatos propios. Debería recolectar medio millón de apoyos antes de que finalice  marzo en -al menos- nueve estados del país, que a continuación deberían ser validados uno por uno por la Justicia Electoral. Hasta ahora ha reunido las firmas de cien mil personas. 

La verdadera pugna

La pulseada de fondo es entre Jair Bolsonaro y Luiz Inácio Lula da Silva con rumbo a las elecciones municipales, pero con la mirada puesta en las presidenciales de 2022. Si bien en octubre de este año los votantes no tendrán que decidirse directamente por ninguno de ellos, ambos aspiran a movilizar a su electorado para que sus candidatos sean elegidos. Se encuentran en juego los gobiernos de las principales ciudades del país, especialmente São Paulo, Río de Janeiro, Belo Horizonte, Brasília, Porto Alegre y Salvador de Bahía.

Lula parece obcecado en algo que ya le provocó problemas en las pasadas elecciones presidenciales y es no permitir que nadie se acerque o supere por la izquierda al PT. Busca candidaturas propias en los municipios más importantes, preferentemente sin alianzas y sin darle espacio a otros partidos progresistas con aspiraciones de inquietar su liderazgo. Si el progresismo quisiera unirse para vencer a la ultraderecha, deberá ser en torno a proyectos comandados por el PT, dado que Lula no permite emerger liderazgos alternativos.

En este contexto Bolsonaro busca polarizar al electorado y evitar todo lo posible una confrontación directa con Lula, puesto que sabe que carece de la experiencia del líder del PT. Y al quedarse sin respaldo de ningún partido, Bolsonaro se ve en la necesidad de elaborar nuevos discursos. Sin la seguridad de contar con partido propio, el presidente intentará rebajar ante la opinión pública el impacto de una eventual derrota en las elecciones municipales. 

También es probable que el mandatario opte por apoyar a candidatos de distintos partidos, siempre que se encuentren alineados dentro de su mismo espectro ideológico, con la esperanza de llegar a construir hacia 2022 su Aliança Pelo Brasil. Pero por sobre todas las cosas, Bolsonaro intentará mellar la figura de la única persona que aparece por ahora como eventual contendiente con miras a las aún lejanas elecciones presidenciales. Intentará truncar definitivamente el futuro político de Fernando Haddad, quien sustituyó a Lula en las presidenciales de 2018, y que podría competir nuevamente por la alcaldía de São Paulo en octubre, la principal ciudad del país y a la que ya gobernó entre 2013 y 2017. La figura de Haddad cobra tanto protagonismo debido a que pese a que haya salido de prisión, Lula permanecerá inhabilitado para presentarse como candidato debido a la denominada ley de ficha limpia, que le impide a cualquier persona competir por un cargo electivo si tiene una condena en segunda instancia judicial. 

Jugar con fuego

Sea cual fuere la circunstancia o las motivaciones, Bolsonaro juega peligrosamente con fuego, tal como lo hacen numerosos líderes y agrupaciones políticas en todo Occidente.

Cada vez en más países y especialmente en Latinoamérica, se registra una preocupante tendencia de la opinión pública a relacionar democracia con fracaso económico. Sobre esa idea -e independientemente de que sea o no cierta- muchos políticos inescrupulosos han desplegado campañas electorales que no dudan en incinerar instituciones y valores, en insuflar odio y polarización con tal de ganar elecciones.

El inconveniente de jugar con fuego no radica en la posibilidad eventual de que el jugador se queme a sí mismo, sino en la posibilidad mucho más trágica de que incendie todo a su alrededor. 

¿Y si acaso la relación entre democracia y fracaso económico fuera inducida? ¿Y si el todopoderoso sistema económico capitalista requiriera crecientes grados de represión que una democracia no puede garantizar? Después de todo, China, Rusia o Irán son regímenes que coexisten perfectamente con el capitalismo. También lo fueron el fascismo, el nazismo, el franquismo o cualquiera de las numerosas dictaduras latinoamericanas. Si el sistema político democrático exige humanidad al capitalismo, quizás haya llegado el momento del divorcio. En fin, son solamente digresiones. Sin embargo, es inevitable en este contexto evocar las sabias palabras de Winston Churchill: La democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre. Con excepción de todos los demás.