Murió Stephen Hawking. Tenía 76 años y había alcanzado una fama que sólo otorga el cine o el rock and roll (preferentemente, el rock and roll hasta entrada la década del 90). Desde principios de los 60 padecía una enfermedad neurológica que de a poco lo fue postrando en una silla de ruedas en la que un montón de aparatos computarizados le daban voz, palabras y movimientos. 

En 1989, cuando se conoció en español su irónico libro Breve historia del tiempo, lo descubrimos como un personaje de ciencia ficción: un cerebro, privado de un cuerpo, capaz de develar los misterios más recónditos del universo: los agujeros negros eran una extensión de eso que llamábamos tiempo y de todas las partículas que neutralizaba y absorbía, algunas escapaban con una carga de gravedad negativa, o algo así. Era como encontrarse con una especie de san Agustín –el tiempo fluye desde el futuro (lo que aún no es) hacia el pasado (lo que ya fue)– científico, preciso, que ofrecía números pero, por su condición física, aún espiritual, separado de ese cuerpo que se retorcía en una silla.

Ese universo en el que el tiempo mutaba y adquiría una dimensión vital, animal, que a la vez otorgaba al espacio exterior y al vasto mundo cualidades inclasificables dentro de lo inanimado, nos recordó las ficciones de Cordwainer Smith o Brian Aldiss: zonas cerebrales entre las estrellas lejanas, viajes en el tiempo y el espacio sideral que sólo requerían de una fe recuperada y poderosa.

Leonard Mlodinow, un físico del California Institute of Technology amigo de Hawking declaró en los 90 que la Breve historia del tiempo era tal vez el más vendido pero el menos leído de los libros contemporáneos. Mlodinow había colaborado en una versión menos técnica y más accesible del libro de Hawking.  

Nuestro hombre en la silla de ruedas no sólo fue el alienígena hipercerebral que nos ilustró sobre los misterios del universo, fue también el freak, el fenómeno que hizo legible y puso palabras a nuestras pesadillas sobre lo infinito y lo indecible de las formas de la materia: no importa cuánto hayamos entendido, lo que la Breve historia del tiempo nos contaba era esa traducción de un lenguaje de dioses a uno humano. Hoy, cuando los principales cerebros de la academia se guardan sus lenguas secretas en tiempos de necesidad, el ejemplo de Hawking resulta prometeico.

Mlodinow también dijo alguna vez que Hawking se tomaba varios minutos para responder en una conversación, a fines de los 90, en medio de una discusión académica sobre física teórica. Y que lo que aparecía en la pantalla pegada a su silla de ruedas solía ser un chiste.

Ese sentido del humor, lo mismo que su fama, llevaron a Hawking a escenarios bastante inusuales para un físico. Apareció varias veces en Los Simpson, igual que en otras series de televisión como Futurama y Star Trek, The Next Generation, donde está sentado en una mesa jugando al Bridge junto con el androide Data, Isaac Newton y Einstein.

En Los Simpson, Hawking incluso llegó a burlarse de sí mismo cuando le dice a Homero: “Tu teoría sobre un universo en forma de bizcocho es intrigante. Tal vez tenga que robártela”.

Eso hizo Hawking: nos enseñó el complejo lenguaje de los dioses en la figura de un vulgar bizcocho de desayuno.

Tuvo tres hijos, nietos. Ocupó las más altas posiciones en Cambridge, se enemistó con la Iglesia cuando dijo que acaso el universo no necesita de Dios y luego atemperó sus palabras, como si midiera otra dimensión, una privada y moral, en eso que había llegado a escrutar como nadie. En 2007, una compañía que hace viajes al espacio cercano le dio la oportunidad de experimentar durante s segundos la falta de gravedad. Las fotos lo muestran de cuerpo entero, flotando en una cabina, como si su cuerpo recobrase forma: ya no era sólo un cerebro, sino un hombre sostenido en el vacío, un moderno Prometeo erguido sobre el fuego que nos trajo.

Lo que fascina de hombres como Hawking  no sólo es su capacidad de entendimiento, tan lejos de nuestras aspiraciones, sino la dimensión inabarcable de su mirada, de las pocas que empequeñecen y desestiman las pobres fantasías del capitalismo.