Hace unos días se viralizó la carta de un profesor uruguayo que renunciaba a dar clases, al menos por un semestre, en la carrera de periodismo. “Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook”, rezaba su misiva.  “Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla. Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono”

Creo que la idea de licenciar sus horas de clases fue una acertada decisión, los estudiantes no merecen tener un profesor que no valore las condiciones de época. Un docente  formado, que se precie de tal, reconoce que los sujetos de hoy, insertos en la posmodernidad, en la era de las comunicaciones, no pueden ni deben permanecer ajenos a la tecnología. Él tampoco debería aislarse y pensar a la clase como aséptica, como un espacio artificial aislado del resto del mundo.

Tiene razón cuando dice que hasta hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de lado durante 90 minutos todavía tenía algún efecto. Ya no. “Puede ser que sea yo, que me haya desgastado demasiado en el combate. O que esté haciendo algo mal”, sostiene con un enojo, el cual, a esta altura, parece infantil.

Este profesor uruguayo no podría trabajar en Argentina, donde los docentes deben hacerse cargo de comedores escolares o de contener a padres y niños con problemáticas muy graves; tampoco podría enfrentar a un grupo de estudiantes que prefiere permanecer en la esquina antes de entrar a clases. Sin embargo, para el común del colectivo docente argentino el “dar clases” va mucho más allá del aula, implica un posicionamiento y una fortaleza a veces inalcanzables.

No caben dudas que las instituciones no son lo que eran, con límites sólidos y autoridades sostenidas, pero es en esos espacios donde tenemos que trabajar. Por tanto, es necesario, en primera instancia, superar la visión de los jóvenes a través de  estereotipos rígidos, rompiendo con la mirada cristalizada de ellos dentro de las instituciones, pero, por sobretodo, reformular qué significa aprender y enseñar en un aula con contextos variados y complejos.

A los jóvenes de hoy aprender de manera tradicional les resulta tediosa y monótona, mucho más que a los jóvenes de otras épocas. Por ende, lejos de culpabilizar a los estudiantes, habría que tomar conciencia de las responsabilidades de los adultos, dar lugar a la reflexión del propio accionar docente e institucional como fuente de mejora en el comportamiento estudiantil. De lo contrario, habrá que seguir dando clases desde la vigilancia y el control, donde la autoridad oficia de observador con un poder que actúa sobre el cuerpo de los sujetos, sus gestos, sus discursos y su aprendizaje. Y mientras en el nivel superior sigamos trabajando cada materia durante una hora, cambiando de profesor o de aula constantemente en tiempos breves, no podremos pensar, en trabajar con otras estrategias, en el marco de un aprendizaje social y colaborativo.

Hoy en día los hábitos de lectura y de aprendizaje han ido virando hacia las TIC; por lo cual es necesario que la educación se haga cargo de este movimiento. Y un estudiante de periodismo no puede permanecer ajeno a ello, a una realidad donde los dispositivos digitales son protagonistas. Twitter, Facebook o Instagram podrán ser parte de las clases de los futuros periodistas, con un uso pedagógico adecuado, en pos de pensar los medios a futuro.

Es deseable pensar que otra educación es posible, más libre, más inteligente y más creativa. Al menos, debería ser un compromiso individual y social de todos y cada uno de los que transitamos las instituciones.