El 6 de enero, día en el que debe certificarse en el Congreso la victoria de Joe Biden como nuevo presidente de los Estados Unidos, el mundo mi estupefacto como una  turba de fanáticos admiradores de Donald Trump ingresaron -muchos de ellos armados- a la sede del Poder Legislativo. Su objetivo era, precisamente, evitar la certificación, último acto ritual tendiente a habilitar la asunción del nuevo mandatario el día 20 de este mes.

El asalto al Capitolio fue digno de una de esas republiquetas tropicales de las que los estadounidenses siempre se vanagloriaron de distinguirse. El ataque fue a cara descubierta, con selfies y videos en streaming. Síntoma no solamente de impunidad sino de la convicción de sus protagonistas de que estaban haciendo lo correcto. La policía se vio desbordada y murieron cinco personas, entre ellas un agente golpeado con un extintor. Los asaltantes se pasearon por el Capitolio, saquearon despachos, gritaron consignas patrióticas, justificaron la necesidad de la violencia para salvar América, ignoraron la realidad impuesta por la derrota electoral y rindieron culto a Trump. Coincidieron con la conceptualización teórica del fascismo. Pero falta el dato principal, que es el rol del líder. 

Trump radical

El presidente siguió el asalto desde la Casa Blanca. Lejos de instar a sus seguidores a deponer su actitud, los arengó. Los llamó patriotas, les manifestó su cariño y les dijo que eran especiales. Lo contrario hizo con Mike Pence, el vicepresidente que lo acompañó durante estos cuatro años y al que le ordenó evitar la certificación de la victoria de Biden. Cuando Pence anunció que no seguiría la orden presidencial -a todas luces ridícula e injustificable- Trump lo tildó de cobarde.

Los partidarios del presidente saliente usaron las redes sociales para coordinar el asalto al Congreso, medio del cual el propio Trump se valió antes, durante y seguramente lo hará después de su presidencia. Trump se convirtió en un eficaz influencer político y las redes sociales constituyeron el vehículo directo, sin mediadores, simple para transmitir mensajes y efectivo para exaltar pasiones. En la polarización permanente que se vive en las redes sociales, donde un fragmento de la realidad se dimensiona y manipula a gusto del usuario y permite a los dueños de las redes engrosar sus cuentas bancarias, se sobredimensiona aquello de que las discusiones nos las gana quien tiene razón sino quien aguanta más tiempo o quien agrede más duramente. Me resulta inevitable comparar las redes sociales y los antiguos conventillos. Lo que sucedía en el conventillo era un micromundo, pero para quienes lo habitaban, lo que allí sucedía cobraba una dimensión mayúscula en la cual lo cotidiano de una convivencia reñida hacía perder de vista lo que sucedía afuera. Los gritos eran el medio de comunicación y por ende, el
mensaje.

Tanto en un mitin realizado horas antes del ataque como a través de su red social favorita, Twitter, Trump arengó a sus seguidores a adoptar medidas extremas ya radicalizarse. El magnate se niega a retirarse de la escena política tras la derrota del pasado 3 de noviembre, en la que recibió un revés tanto en el voto popular como en el colegio electoral. Se niega a cumplir un rol ceremonial ya convertirse en un fragmento de la historia de los Estados Unidos. Quiere seguir escribiendo la historia. No le importa a qué precio, si debe vulnerar la institucionalidad democrática y republicana, o si debe valerse de la violencia simbólica o física.

Tan cierto como perdió las elecciones, lo es el hecho de que Trump aglutinó a 74 millones
de estadounidenses que votaron por él. Muchos de ellos son simples ciudadanos conservadores y apegados a los valores tradicionales de los Estados Unidos. Pero gran parte de ese electorado ve en Trump al garante de la subsistencia de un país atravesado aún por una división que data por lo menos de la época de la Guerra Civil (1860-1865), ese país tradicionalista y dominado por el hombre blanco, anglosajón y protestante. Como si eso fuera poco, los Estados Unidos están atravesados ​​por la existencia de grupos radicalizados de distinta índole, desde los antiguos Ku Klux Klan o el Club del Rifle, hasta los más recientes Proud Boys o Qanon, que sostienen desde el supremacismo blanco hasta la idea de que el partido demócrata no es más que una red de pedófilos.

Angeli es un aspirante a actor que en las redes se hace llamar Yellowstone Wolf (El lobo de Yellostone)
Angeli es un aspirante a actor que en las redes se hace llamar Yellowstone Wolf (El lobo de Yellostone)

¿Qué busca Trump?

A mi juicio Trump persigue un objetivo relativamente simple y que obedece a una estrategia ya trazada por quien fuera el artífice de su llegada a la presidencia, Steve Bannon. Dividir, radicalizar y capitalizar un polo a su favor, de manera tal de forzar a todo el arco de la derecha ideológica a tener que negociar con él. Desde la campaña electoral de 2016 la estrategia de Trump fue dividir y polarizar. Desde las denuncias de fraude previas a las elecciones del 3 de noviembre último, -previendo ya la derrota- Trump se dedicó a radicalizar. No necesita el apoyo de todo el partido republicano ni de los 74 millones de personas que votaron por él. Le alcanza con un núcleo duro lo suficientemente consistente que le otorgue potencial de chantaje, es decir, la capacidad de negociar o descartar alianzas políticas que le o no al espectro político
ideológico de derecha ganar elecciones en el futuro.

Si se observa la historia, el fascismo de Benito Mussolini y el nazismo de Adolfo Hitler, no fueron
movimientos mayoritarios en su origen. Lo que lograron fue construir justamente ese núcleo duro que forzó al resto de los partidos, agrupaciones o tendencias de la derecha moderada a negociar con ellos ya pensar que a fuerza de prebendas y concesiones podrían domesticarlos. Y ya lo dijo Karl Dietrich Bracher: La historia del ascenso de Hitler, es la historia de su subestimación.

No hay que dejarse engañar. Bannon tiene una estrategia. Trump la sigue. Hasta la victimización de Trump está diseñado para lograr un efecto. La suspensión de su cuenta de Twitter, el aparente aislamiento que vive en la Casa Blanca, el nuevo juicio político en su contra -es el único presidente en la historia de los Estados Unidos con dos procesos de impeachment- fortalecen la percepción de sus seguidores de que es atacado por estar en lo cierto, por defender sus posturas y por revelarse como el único que defiende auténticamente los intereses americanos.

Joe Biden y el partido demócrata tienen por delante la delicada y compleja misión de no caer presa de esa telaraña, que no es patrimonio exclusivo de los Estados Unidos, sino que se expande por todas las demócratas modernas.