Las esperas interminables en los pasillos de dependencias públicas se pueblan de historias impensadas. Entre la gente que pulula ofuscada y hace catarsis por tramites que rara vez llegan a término, secretarios que disfrutan su café con parsimonia y lacónica mirada, fotocopiadoras que rara vez funcionan, guardias de seguridad absortos en los videojuegos de sus celulares, algunos reclamos se vuelven llanto. Emergen del dolor y la derrota.

Hablo, por ejemplo, de María, una embarazada que esperó por más de dos horas una respuesta favorable para ser inscripta en un registro de beneficiarios de viviendas sociales el martes pasado. Permaneció a la intemperie pese al frio de la tarde, hasta que algunas contracciones inesperadas la empujaron a pasos cortos hacia el hall de entrada del CEC, el edificio en el que estaban reunidos los damnificados por una estafa, el fiscal de la causa y algunos funcionarios que intentaban dar respuesta al reclamo habitacional. María, es una de las personas estafadas, que juntó peso por peso para pagar una casa que no existía, o al menos nunca iban a adjudicarle.

Pese al avanzado estado de gravidez, la mujer no quería irse hasta saber los resultados de la reunión. Le acercaron una silla compañeras sumidas en la misma desgracia, que la asistían apantallándola mientras una abogada intentaba convencerla de que se fuera a su casa o buscara asistencia médica. Se negó por un rato largo, hasta que algunas lágrimas rodaron por sus mejillas. No supimos si era por las contracciones, la impotencia, o ambas. María se levantó de la silla y pidió que la llevaran al Hospital. “Avísenme por favor”, le pidió al resto.

Ella como tantos otros, pelea por una vivienda en Zona Cero, una barriada pobre ubicada detrás de Nuevo Alberdi  donde emergen casas construidas por el Estado para familias trabajadoras. Zona Cero linda con Ciudad Oculta, un asentamiento irregular sumido en la miseria, sin servicio de ninguna clase, poblado por un caserío precario y en crecimiento. Allí no llega el transporte. Hay un descampado, tapado de yuyales, que las personas atraviesan a diario para llegar a Barrio Rucci y tomar un colectivo o llevar a sus hijos al colegio. En ese descampado, hace menos de un año abusaron sexualmente de una mujer que regresaba de trabajar como empleada doméstica.

Siendo honestos, el barrio al que quisiera ir a vivir María con su panza a cuestas es inseguro y de difícil acceso, pero ella siente que no tiene opciones. Quizás sea el mismo sentimiento, el que impulsó a otra mujer también embarazada, en marzo de este año a enfrentarse con la policía para usurpar una casa en Zona Cero. Resistió dentro de una construcción de material sin terminar, sosteniendo de la mano a su hijo de seis años enfermo de cáncer, hasta que las balas de goma le golpearon las piernas y tuvo que salir, trastabillando y vencida. Otras mujeres rodeaban la vivienda con la misma intención: conseguir un lugar para vivir.

“Tengo otros hijos, él está enfermo, mi suegra me presta una piecita, pero no tengo a donde ir, nosotros somos de Ciudad Oculta”, se lamentó la mujer tras los incidentes, con la voz temblorosa y exhibiendo las marcas que le habían dejado en el cuerpo las perdigonadas. Mientras algunos vecinos agradecían la intervención policial, para desalentar ocupantes ilegales en el barrio, un ilícito que se repite con frecuencia.

La angustia de María, estafada junto a 300 familias que habían pagado mes a mes a unos tramposos con la esperanza de conseguir una vivienda social, se replica en cientos de rostros. Personas que viven en condiciones miserables y sienten que las oportunidades les son negadas sistemáticamente a ellos y a sus hijos. A veces el dolor estalla en la puerta de una institución, frente a un escritorio o en un pasillo cualquiera donde algunos micrófonos periodísticos también aguardan una respuesta, sin siquiera sospechar lo que significa esa espera, infinita e injusta para quienes padecen la más dolorosa indiferencia.