Tal vez porque lo primero que se observa es la corrección de los empleados de la cigarrería más tradicional de Rosario, la escena parece en algún punto desequilibrada: la joven pareja llega en dos viejas bicicletas hasta la puerta del local de la peatonal –una de las bicis tiene incluso una sillita para llevar un bebé atada a una parrilla gruesa y oxidada en un cuadro de mujer de hace unos 30 años– y, mientras él se queda afuera sosteniendo y cuidando los vehículos, ella ingresa haciendo flamear su pollera hindú por el salón y se para detrás del cincuentón que pidió que le desplegaran una colección de navajas Victorinox en el mostrador.

Nuestro muchachón de la Victorinox tiene una campera con elástico a la cintura, verde militar, que le sostiene un sólido abdomen. Una nuca prominente, rolliza, le abulta la parte posterior del cuello, como si tuviera dos nucas: estudia las posibilidades que le ofrece cada modelo de navaja mientras el vendedor le explica las bondades del acero que las hace irreemplazables, únicas. Arriba de las dos nucas, el muchachón procesa esos datos ensimismado en las finas hojas plateadas.

El vendedor alza la vista y saluda a nuestra muchacha de la bicicleta. Por el nombre la saluda; y le sonríe con una mueca que quiere decir “ya estoy con vos”. Ella incluso, pese a la gravedad de la elección de navajas suizas, también hace un gesto de “no hay apuro”; pero tiene un truco. Como si lo que dice perteneciera a otra escena suelta: “Está bien, es lo de siempre”.

Entonces nuestro correcto empleado dice “Disculpe” al comprador de Victorinox, va hasta la sala humidora, separada del salón por un vidrio, y vuelve con un paquete de tabaco Free Jack natural, que entrega con papel para armar de baja combustión y un sobre de filtros OCB sin blanquear (no contienen cloro). La muchacha paga, se apura hasta su bicicleta y desaparece tras una nube hindú que huele a pachuli.

Nuestro vendedor, siempre de rigurosa camisa a bastones oscuros y ligeramente risueño tras unos anteojos rectangulares, dice que la clientela de la tabaquería cambió hace unos años, acaso por el aumento en el precio de los cigarrillos comunes. Entonces se incrementó la venta de tabaco, sobre todo del importado, aunque últimamente aparecieron tabacos nacionales secados y tratados bajo estándares respetables, como el Sayri y el Puro Argentino (porque los importados ya alcanzan precios importantes en sus paquetes de 50 gramos).

Nuestro vendedor tiene incluso una teoría que se acomoda muy bien con los tiempos que corren: los tabacos sueltos no aumentaron a la par del precio de los cigarrillos, dice, para fomentar las economías regionales.

La tabaquería –al menos ésa, la más tradicional de Rosario, con sus locales en Maipú y Rioja y en la peatonal Córdoba casi Paraguay– es un lugar extraño que reune el exotismo del mercado y el de los viejos negocios con atención personalizada. Las veces que llevamos a nuestros jóvenes hijos descubrimos que no tenían ningún punto de referencia con el que sopesar ese exotismo: la familiaridad extrañada con que nos deleitamos al ingresar al lugar les resultaba un dato por completo ajeno.

Sin embargo, alguna vez vimos a jóvenes de veinte y pico, coronados por unas rastas rubias y vigorosas hacer reír a nuestro empleado y al resto de sus compañeros al contar sus peripecias para hacerse de una pipa de agua o un narguile como el que ofrecen las vitrinas del local.

También hay clientes que, a diferencia de la discreción de los fumadores –quienes suelen admitir casi con vergüenza el desconocimiento de algún tipo de tabaco–, ingresan con un estridente vozarrón declarando su preferencia por un reloj del tamaño de una palangana y se sorprenden de la cantidad de tabacos que se ofrecen. “¿Todo eso hay para fumar?”, exclaman con escándalo como si desafiaran al resto de la clientela espetándole: “¿¡Qué hacen que no están comprando relojes japoneses!?”

Hay un cierto anacronismo militante en el perfil de clientes que ingresan a nuestra tabaquería más tradicional, desde la mujer de treinta y pico que acude a comprar una radio portátil para su padre al matrimonio ya adulto que quiere un buen juego de dados o ajedrez. O quienes demoran la cola de los que van a comprar tabaco mientras eligen unos gemelos o un trabacorbata: la mercancía imperecedera se mezcla con aquella que se consume hasta hacerse cenizas en el lapso de horas.

Si no se es un “doctor” que va a comprar habanos o cigarros holandeses –el tabaco es americano, pero las grandes potencias del siglo XIX explotaron su producción en países semitropicales, por eso hay afamadas marcas francesas, holandesas o inglesas–, es difícil que Beatriz, esposa de uno de los dueños de la tradicional tabaquería rosarina, repare en uno; y caer en sus manos puede resultar una experiencia desagradable y, sobre todo, demorada. Si la octogenaria dama está presente, todo el universo de su negocio depende de su pericia y su memoria: “Atendé al doctor”, le grazna al empleado que pronto iba a despacharnos un Unitas y un Red Field saborizado, y ahí quedamos, en el éter de esa memoria comercial extemporánea. El doctor, a todo esto, es un señor mayor de saco espigado y pegado a su esposa; no dice mucho, pero se toma todo el tiempo del mundo para hacerlo.

Hay otra clásica tabaquería céntrica en Rosario, por supuesto –además de las que funcionan en galerías y otros locales como el de San Martín al 2300 o el de Mendoza al 6000–, y está a la vuelta de la sucursal de la más tradicional, por Paraguay casi enfrente de pasaje Álvarez. Allí no hay estridentes mercancías electrónicas, pero sí toda una artillería de cuchillos, sevillanas y navajas cuyos precios superan por mucho los pantalones vaqueros más exigidos de la moda. También tómbolas, juegos de naipe, encendedores –y sus derivados: piedras, mechas, bencina– y la habitual retahíla de fetiches de los que se nutre la mente meticulosa del fumador y el obsesivo.

Pero sus dueños, ante la frecuente consulta del fumador desinhibido: “¿Cuál es el tabaco más sabroso?”, responden con un tibio: “No sé, no fumo”. 

Fetiches

Beatriz, esposa del dueño de El Clásico (en su tradicional esquina de Rioja y Maipú desde hace casi 80 años), detrás del mostrador de la tabaquería más antigua de Rosario, habla con elocuencia cuando hace un listado de sus clientes: desde célebres periodistas ya difuntos hasta artistas porteños que se llegaron hasta el local sólo para conocer ese punto G del fumador –según el testimonio de Beatriz, que no usó jamás esa metáfora, claro–. “Vienen señores de 90 años o más que han fumado toda la vida buen tabaco, que es mucho menos nocivo que el de los cigarrillos comunes”, se explica la mujer, mientras busca una lata de tabaco para pipa que una clienta quiere regalarle a su esposo en recuerdo del que compraba su padre en ese mismo lugar hace treinta años, tal vez más.

La elocuencia de Beatriz no sólo está hecha del sosiego de sus palabras. También habla con los productos que tiene en sus estanterías. De una de las repisas menos iluminadas extrae un estuche que lleva el nombre y el perfil del escritor sueco Hans Christian Andersen y, de ahí, saca una pipa cuyas partes metálicas son de plata. Su precio, 3.000 pesos –hace trece años costaba 400 y era una ganga para los turistas europeos y norteamericanos que suelen visitar el negocio. Luego, de un rincón más penumbroso aún (las pipas no soportan bien la luz), Beatriz destapa un nuevo estuche y allí refulge una pipa turca de espuma de mar con su hornilla blanca labrada (unos dos mil pesos). “No la toque”, advierte. La mujer calla las posibles fuerzas del Más Allá que podría despertar el mínimo roce.

Sergio Villarroel (aquél conductor de Telenoche de principios de la democracia cuya voz lijada con tabaco recuerda toda una generación), el difunto Horacio Ferrer (el tanguero que vivía en una suite del Alvear Palace Hotel) o Pepito Cibrián son algunos de los clientes que circularon y circulan por la tabaquería. Otros mortales pueden iniciarse en el refinado arte del buen tabaco si disponen de unos 400 pesos para pagar un Cohiba Robusto o, con cien veces menos dinero, puede llevarse un purito correntino y esconderse en algún baño a fumarlo.

Regalones

Tal vez porque Eduardo VII y Bismarck en su tiempo impusieron la delicada costumbre de regalar habanos, las tabaquerías son también tiendas de regalos, aunque no de cualquier clase. Juegos de mesa, lapiceras, encendedores, linternitas, valijitas con utensilios para acicalarse, cortarse y levantarse el sarro debajo de las uñas. Tanto la de Rioja y Maipú como la de Paraguay al 700, exhiben toda una parafernalia de herramientas para esa virilidad puntillosa que frecuenta estos reductos. Amén de las navajitas del tipo Victorinox y sus clones, que con su aura de Rambo doméstico ofrecen al pulcro profesional una vida secreta en la intimidad de su despacho.