Lo pidió una, dos, tres, cuatro veces. La primera en 1998 y la última en febrero de 2005. Había cumplido la condena de prisión que le impuso la Justicia y estaba en condiciones legales de ejercer la profesión. Pero el Colegio de Abogados de Rosario y el de Santa Fe rechazaron su rematriculación. Sus antecedentes contradecían “el decoro profesional”, o bien no cumplía con exigencias estatutarias, o no tenía domicilio fijado en la jurisdicción. Las razones del rechazo parecían estar más allá de los argumentos burocráticos: el nombre del abogado Juan Carlos Masciaro evocaba uno de los crímenes más impactantes en el pasado criminal de Rosario.
La historia comenzó a transcurrir en septiembre de 1980, cuando Masciaro salió en libertad condicional después de pasar cinco años en las cárceles de Coronda y de Ricchieri y Zeballos. Su delito, haber vendido cinco veces un campo en el partido bonaerense de Pergamino. Una propiedad ubicada en una zona inmejorable para la explotación, pero que en realidad no existía.
Preso de muy buena conducta, Masciaro trabajó en la biblioteca del penal y le escribía los discursos de las fechas patrias al director del establecimiento. A la vez, como abogado, asesoraba a los otros internos sobre sus causas penales. Las cárceles suelen ser formadoras de delincuentes y, en las horas muertas del encierro, Masciaro participaba en conversaciones con otros internos -entre ellos los condenados por el secuestro y asesinato de Emilio Vaschetti- que habrían tenido efecto más tarde. Según la posterior investigación judicial, había dos ideas que sobrevolaban aquellas tertulias, como lugares comunes del abecé delictivo: en primer lugar, un secuestro extorsivo exige la muerte de la víctima; luego, en un asesinato, lo esencial es hacer desaparecer el cadáver. Un razonamiento cuya conclusión era la impunidad.
 

Departamento de la calle Montevideo.

La sociedad espera que un ex detenido se reinserte pacíficamente en su seno. En ese sentido, Masciaro tenía un proyecto sorprendente: montar una fábrica de pelotas de fútbol. Con ese pretexto consiguió que un médico amigo y un reciente liberado de Coronda le prestaran plata, la suma de ocho millones de pesos. En octubre de 1980 alquiló un departamento en el primer piso de Montevideo 1651 y firmó el contrato con un nombre falso: Juan Carlos Macías Medrano. El documento de identidad -fabricado por ex compañeros de la cárcel- lo acreditaba como de nacionalidad francesa y ante la dueña y el operador inmobiliario dijo ser piloto de pruebas de Air France.
Mientras se instalaba, compró dos damajuanas de ácido sulfúrico. El motivo, tratar los cueros de las pelotas de fútbol. Se proveyó además de un tanque de fibrocemento de un metro de alto, necesario para conservar el líquido. Tenía 35 años y le gustaba salir de noche, recuperar el tiempo que había pasado entre rejas. Tal vez en alguna de esas salidas fue que conoció a Jorge Salomón Sauan, de 45 años, miembro de una familia tradicional de la colectividad sirio-libanesa y dueño de tres negocios en Italia al 1000.
Sauan acababa de regresar de un viaje a Oriente -después de separarse de su novia- y gestionaba un préstamo bancario de cuatrocientos millones de pesos. En pocos días, Masciaro se convirtió en su amigo inseparable. Tanto que el empresario se lo presentó a su padre, y le hizo conocer sus negocios.
El lunes 15 de diciembre de 1980 Sauan y Masciaro cenaron en el comedor del club Argentino-Sirio de la calle Italia. De ahí se fueron en las primeras horas de la madrugada al departamento de calle Montevideo para tomar algo antes de salir.
 

 

Sauan no alcanzó a tomar más que un par de sorbos antes de quedar dormido. Masciaro había diluido en su vaso una dosis de Rohypnol tan fuerte que durmió durante casi un día. En la noche del martes 16, la propietaria ingresó al departamento sin avisar y antes de que su inquilino la contuviera alcanzó a distinguir la silueta de un hombre, descalzo y reclinado sobre el sofá del living.
-Estoy con gente -dijo Masciaro-. Un asunto de negocios.
Al día siguiente le contó a la mujer que el visitante era un gerente de Air France. Una vez que la hizo salir, según la reconstrucción judicial, Masciaro desnudó a Sauan y lo introdujo en el tanque de fibrocemento. Vació sobre el cuerpo las damajuanas con ácido sulfúrico y lo cubrió con un tapiz. Acto seguido se comunicó dos veces con la familia del comerciante, primero para avisar que el señor Sauan llegaría más tarde, que nadie se preocupara, y después en la tarde del 17 de diciembre, para decir que estaba secuestrado y sería liberado a cambio de un millón de dólares.
La persecución

Pablo Francescutti.

La primera investigación periodística sobre el secuestro de Jorge Salomón Sauan se publicó casi una década después de los hechos. Fue en Sisi, una revista que editaban estudiantes de la Facultad de Humanidades y Artes y la escribió, bajo seudónimo, Pablo Francescutti, que entonces cursaba Antropología y más tarde se radicó en Madrid, donde todavía vive. La crónica, bajo el título “Un cadáver en la maceta”, salió en dos entregas, entre 1989 y 1990.
“Yo trabajaba de escribiente en el Juzgado de Instruccion de la 13ª nominación, tribunales provinciales de Santa Fe -recuerda Francescutti-. Un día, hablando de literatura policial, el secretario del juzgado, el doctor Carlos Triglia, sacó a colación el secuestro de Sauan. Me hizo un breve resumen del caso y viendo mi interés por su potencial literario, prometió mostrarme el expediente para que le echara un vistazo”.
El expediente ya estaba archivado. “Triglia consiguió permiso para subirlo al juzgado, lo que me permitió estudiarlo y tomar notas que servirían de base de mi texto -dice Francescutti-. Quizás tanto o más importante era el testimonio del propio Triglia, que fue uno de los protagonistas de la investigación, y de hecho el responsable de haber localizado los restos de Sauan”.
El secuestro recayó en el Juzgado de Instrucción de la 4a. Nominación, a cargo de Jorge Eldo Juárez. Bajo sus directivas, la policía -el jefe era el teniente coronel Rodolfo Riegé, denunciado más tarde por delitos de lesa humanidad- intervino el teléfono de la familia Sauan. El 18 de diciembre grabaron la llamada donde una voz distorsionada indicaba que las instrucciones para el pago estaban en el baño del Laurak Bat, el bar de Entre Ríos y Santa Fe.
La policía montó un operativo alrededor del bar, pero se fue con las manos vacías, sin instrucciones para el pago ni detenidos. Masciaro había advertido sus movimientos. Ese día cubrió con tierra el tanque de fibrocemento y plantó un ficus. A primera vista, aquello parecía una especie de cantero.
El auto de Sauan -una cupé Taunus color naranja- había aparecido en Pellegrini y Presidente Roca, sin huellas delatoras. Los familiares y visitantes del club Argentino-Sirio describían a un hombre de 1,65 m., de cabellos castaños, algo calvo y de aspecto simpático, entrador. Se presentaba como doctor. Pero nadie recordaba el apellido Macías Medrano, como decía llamarse. La identidad sería aportada por un testigo inesperado de la última cena de Sauan: un juez que conocía a Masciaro porque habían sido compañeros en la facultad y que demoró unos días en presentarse porque, según relató Francescutti en su crónica, había estado esa noche en el lugar con una mujer que no era su esposa.
Masciaro seguía en libertad condicional y tenía que someterse periódicamente al control de la Cámara de Apelaciones en lo Penal. El lunes 22 de diciembre se presentó para cumplir ese trámite en Tribunales y a la salida fue detenido por la policía.
“Al ser interrogado, Masciaro confiesa; pero ¿qué confiesa? Un autosecuestro, planeado por Sauan para extraerles un millón de dólares a sus familiares. Masciaro, convencido por el comerciante, habría sido cómplice de esa maniobra y ahora, al verse detenido, desiste de toda resistencia y manifiesta su supuesta voluntad de colaborar para que todo se aclare”, escribió Francescutti en “Un cadáver en la maceta”.
 

 

Los investigadores desconfiaban de la historia del autosecuestro, pero suponían que Sauan estaba vivo, oculto en algún lugar. Un rabdomante contratado por la familia aseguró que se encontraba cerca de Salta y Oroño. Masciaro consiguió que le permitieran instalarse en el departamento de la calle Montevideo, bajo vigilancia, a la espera de una llamada de la víctima. El allanamiento del departamento de la calle Montevideo no deparó novedades, ni siquiera cuando los policías introdujeron varillas de hierro en el tanque de fibrocemento.
“Masciaro basó su estrategia en la ausencia de cadáver, confiando en que, de no aparecer, sería sobreseído por falta de la prueba principal del crimen, pese a los indicios incriminatorios en su contra. De ahí el empeño del juzgado en buscar el cadáver, porque no creían la versión del autosecuestro, según la cual Sauan estaba escondido en Brasil a la espera de cobrar el rescate”, recuerda Francescutti.
La historia de Masciaro empezó a desmoronarse en enero de 1981, cuando una pericia del Servicio de Inteligencia Naval identificó su voz en la llamada telefónica por el pedido de rescate. En febrero, los empleados del Juzgado descubrieron por casualidad dos botellones entre diarios viejos y bolsas vacías. El análisis detectó restos de ácido sulfúrico.
 

 

El secretario y el sumariante, Carlos Triglia y Alberto González Rímini, elaboraron entonces un cuestionario de cien preguntas. Solo una, en realidad, les importaba: a saber, cómo explicaba la presencia de los botellones con ácido sulfúrico; el resto era parte de un intento de distraer a Masciaro y doblegar su discurso, locuaz y cargado de digresiones. Cuando la hicieron, el sospechoso se negó a contestar.
Los investigadores judiciales tenían ya varios indicios. Pero les faltaba lo principal.
“El empeño se vio recompensado por el azar -cuenta Francescutti-. Cuando Triglia y otro escribiente se hallaban poniendo patas arriba el departamento de Masciaro, comenzaron a transpirar del calor y fue entonces cuando Triglia por casualidad apoyó la mano en el macetón que adornaba el living y sintió la superficie caliente. Ese dato les movió a vaciar el macetón y a encontrar, bajo las raíces de la planta y la tierra, la melaza formada por el acido sulfúrico y los restos disueltos del secuestrado”
 

La prisión y después
El hallazgo se produjo el viernes 13 de marzo de 1981. Los restos de Sauan eran un pie -con el mismo grupo sanguíneo de la víctima-, una prótesis dental -reconocida por su odontólogo- y una cadena de oro que su ex novia señaló como la que le había regalado. Los investigadores judiciales, no obstante, tuvieron que enfrentarse con el empecinamiento de un médico policial, que negaba que el ácido pudiera disolver un cadáver.
Masciaro fue condenado a prisión perpetua por privación ilegítima de la libertad seguida de muerte. “Su inteligencia sorprende en la trama del secuestro, en la forma de deshacerse del cadáver y borrar rastros y en las mentiras que iba urdiendo después de su detención para zafar de la justicia, para cuyos interrogatorios se preparaba en su celda como un ajedrecista se entrena para un gran campeonato. En la cárcel siguió defendiendo su coartada hasta el final, pese a que todos los cabos sueltos se habían atado y lo condenaban”, dice Francescutti.
 

 

El secuestro de Sauan ilumina un aspecto de su época. “Cuando se narran crímenes desde una perspectiva de crítica social es fuerte la tentación a relacionarlos con el estado general de la sociedad, a ver en el delito el reflejo condensado de un malestar global -advierte Francescutti-. El riesgo es fuerte y el peligro de hacer generalizaciones salvajes es elevado. En el caso Sauan, lo más sugerente radica en el esfuerzo de la Justicia provincial santafesina en llegar al fondo de un secuestro después de haber hecho la vista gorda ante las desapariciones realizadas por el aparato represivo. Dejaban pasar los secuestros masivos ejecutados por las instituciones, pero no podían admitir a un cuentapropista”.
En agosto de 1990, durante una salida transitoria por buena conducta, Masciaro volvió a las crónicas policiales al ser detenido por un intento de robo en una farmacia de Moreno y 3 de Febrero. Se había llevado desodorantes y perfumes. En 1994 salió en libertad, pero tuvo otras complicaciones: en mayo de 1997 su hermana y su ex pareja lo acusaron por amenazas y en 2003, en la ciudad de Santa Fe, le iniciaron una causa por “uso de instrumento público falsificado”, por la adulteración de la firma de la secretaria del Juzgado de Circuito N° 17, de Coronda.
Radicado en Coronda, Masciaro volvió a trabajar como abogado, condujo un programa en la radio local -“La mañana del sábado”- y hasta hace unos años fue un comentarista frecuente en el portal Diario Judicial. En su opinión, la justicia de Santa Fe es lenta e ineficaz; el maltrato es habitual en las mesas de entrada; y está apartada totalmente de la ley en función “del amiguismo y los intereses”.