El 23 de agosto el vuelo privado en el que viajaba el jefe del grupo Wagner, Yevgeny Prigozhin,
sufrió un accidente en la región de Tver, Rusia, cuyas causas aún se investigan. Murieron 10 personas, entre las que se encontraba también Dimitri Utkin, a cargo de las operaciones militares del grupo. Los análisis genéticos realizados a los cuerpos hallados confirmaron todas las identidades, incluida la de Prigozhin.

Todas las miradas apuntan al gobierno ruso, dado que el grupo Wagner protagonizó la sublevación ocurrida entre el 23 y el 24 de junio pasados, que dejó expuestas las contradicciones y debilidades del régimen de Vladimir Putin y toda la operación militar de la invasión rusa sobre Ucrania.

Independientemente del resultado de las investigaciones que lleva adelante el gobierno ruso -de legitimidad cuestionable- y de la negativa del Kremlin respecto de cualquier tipo de responsabilidad sobre el accidente, lo cierto es que todas las miradas están puestas sobre los hombros de Putin y sobre un concepto largamente trabajado en Rusia: la “purga”.

Una muerte anunciada

Para observar el hecho con perspectiva, es menester comprender que la sublevación de Prigozhin y sus mercenarios puso en tela de juicio el proceso de toma de decisiones y la estrategia bélica empleada en Ucrania. Peor aún, cuestionó la autoridad del régimen de Putin a un año de las elecciones presidenciales.

El alzamiento de Prigozhin mostró que el régimen ruso no es invulnerable y es por estos motivos que, desde entonces, analistas políticos dentro y fuera de Rusia comenzaron a calificar al líder del grupo Wagner como “muerto andante”. Hasta el director de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos (CIA), Willam Burns, se permitió bromear antes del accidente aéreo sobre la expectativa de vida del jefe mercenario: “si yo fuera Prigozhin, no despediría a la persona que
prueba mi comida”, dijo.

Pero lo más llamativo es que si algún día se comprueba que la destrucción del avión en el que Prigozhin viajaba fue un acto de venganza procedente de Putin y su entorno, pasará a la historia como un episodio más que corrobora una larga tradición. Rusia atravesó distintas formas de organización política. Gobernaron déspotas ilustrados durante la monarquía, líderes totalitarios durante la etapa soviética y autócratas de saco y corbata desde 1991. En todos los casos hay dos constantes: ausencia de democracia y eliminación física de quien es considerado “enemigo
interior”.

Quien esté interesado puede explorar algunos casos emblemáticos como el asesinato de Grigori Rasputín sobre el final de la etapa zarista, la Gran Purga de Stalin en la década de 1930, las sospechas sobre el envenenamiento del propio Stalin y la posterior purga de quien sería su sucesor, Lavrenti Beria. El envenenamiento había sido un modus operandi empleado en el pasado por ambos, Stalin y Beria, para librarse de competidores.

Más cerca en el tiempo, ya en la era Putin, cabe mencionar algunos casos notorios. El asesinato de la periodista Anna Politkovskaya es ilustrativo. La mataron de varios disparos en el ascensor del edificio donde vivía el 7 de octubre de 2006, el mismo día del cumpleaños de Putin.

Politkovskaya había descripto con detalle los crímenes cometidos por las fuerzas rusas conducidas por el propio Putin durante la guerra de Chechenia, en la que miles de personas inocentes fueron torturadas, hechas desaparecer o asesinadas.

El asesinato en Londres del exespía ruso Alexander Litvinenko en 2007, mediante el uso de polonio-210, un químico extremadamente tóxico y radiactivo, fue otro que dejó su marca. El antiguo espía investigaba el asesinato de Politkovskaya.

El magnate ruso Boris Berezovski, ferviente enemigo político de Vladimir Pútin exiliado en el Reino Unido, amigo de Litvinenko, salvó su vida ese mismo año gracias a la intervención de los servicios secretos británicos, que evitaron que un sicario -también ruso- lo asesinara de un disparo en la cabeza en una habitación del hotel Hilton de Londres.

En 2018 otro exespía ruso, Sergéi Skripal, fue envenenado con una sustancia perteneciente al grupo del agente nervioso Novichok en el Reino Unido, donde enseñaba a espías británicos tácticas de contraespionaje contra los servicios secretos rusos.

El opositor ruso Alexei Navalny fue envenenado en 2020, también con una sustancia vinculada al neurotóxico Novichok, aunque fue atendido rápidamente y sobrevivió. 

El dato de los envenenamientos con neurotóxicos de la familia del Novichok no es marginal, porque se trata de una sustancia usada en la producción de armas químicas a la cual es muy difícil acceder, y sobre las que el gobierno de Putin declaró en el pasado que había destruido. Pero principalmente por su efecto. El veneno causa espasmos musculares que pueden detener el corazón, causar una acumulación de fluido en los pulmones, así como daño a otros órganos y células nerviosas. Es por eso que la muerte resultante puede pasar desapercibida al dar la apariencia de un ataque cardíaco u otra afección natural.

El caso de Navalny continúa inquietando al régimen ruso. Construyó su carrera política sobre la base del creciente descontento en torno a la enorme desigualdad en el reparto de la riqueza (alrededor del 60 por ciento se encuentra concentrada en el 1 por ciento de la población) y la corrupción del régimen, quizás el único tema con capacidad de aglutinar a sectores más amplios de la población. Navalny intentó crear un movimiento político sobre la base de esos cuestionamientos.

Tras sortear el intento de asesinato, se mantuvo como la figura opositora más popular en Rusia. Desde 2021 y, bajo acusaciones denunciadas como arbitrarias en la comunidad internacional, se encuentra preso cumpliendo distintas condenas. Denunció a las autoridades penitenciarias por tortura mediante privación del sueño. A comienzos de agosto de este año, fue sentenciado a cumplir otros 19 años de cárcel. Crítico radical de la invasión a Ucrania, Navalny le dice a la población que los gobernantes “quieren asustarlos a ustedes, no a mí, y privarlos de su voluntad de resistir”.

Es en este contexto que la muerte de Yevgeny Prigozhin, puede ser entendida como parte de una metodología largamente aplicada. Solamente hay que seguir la trayectoria de la flecha para saber su dirección.

Yevgeny tenía su propia y peligrosa impronta

Muchos admiraban a Prigozhin, al punto de considerarlo un héroe nacional. Era un exconvicto, que a fuerza de vender panchos en la calle terminó por convertirse en empresario gastronómico. Desde ese lugar estrechó sus vínculos con el gobierno de Putin al que le proveía servicios. Se convirtió en oligarca, apañado por el presidente y se inició en la prestación de servicios de inteligencia extraoficiales para el Estado ruso, hasta que fundó el grupo mercenario Wagner.

Cuando se sublevó hace poco más de dos meses, como represalia contra un ataque de fuego amigo por parte de las fuerzas regulares rusas, en medio de fuertes cuestionamientos a la dirección de la guerra en Ucrania, pudo verse la cálida bienvenida que le dio la población en la ciudad de Rostov-on-Don. Simultáneamente, aumentaba la cantidad de sus enemigos en Moscú, principalmente entre los altos rangos de las fuerzas militares.

Su error fatal fue haberse enfrentado al propio Putin cuando decidió sublevarse y criticar de manera abierta las razones que se dieron para la invasión a Ucrania. Como un zar o un líder soviético, el actual presidente ruso no perdona a quienes lo enfrentan.

Por si caben dudas, vale decir que el mismo día que cayó el avión en el que viajaba Prigozhin, el general Serguéi Surovikin fue destituido. Era el único mando militar ruso en quien el jefe del grupo Wagner había dicho públicamente que confiaba. Mientras el grupo Wagner ve reducido sustancialmente su protagonismo, ya tiene sustituto en puerta. Se trata de “Redut”, otro grupo mercenario creado originalmente para proteger fábricas pertenecientes a Gennady Timchenko, antiguo agente de la KGB convertido en oligarca y cercano a Putin.

En Rusia el tiempo pasa, pero las mañas quedan.