Ya se sabe que uno de los negocios más prósperos de la actualidad es la importación/exportación de pelo. Containers rebosantes de pelos crudos –principalmente hindúes, pero también chinos (ambos, parece, de altísima calidad)- cruzan los océanos para una industria de la cual tal vez ni Donald ni Hillary se hayan enterado del todo, preocupados como están por la segunda enmienda, por el aborto, por los migrantes y los muros más o menos perforados, entre otros temas, todos ellos, seguramente, vitalmente estratégicos para la principal nación del mundo.

Podría suponerse que las miradas de los millones de espectadores de las coberturas mediáticas globales de los debates abandonaron, quizá, su clásico eje -profusamente estudiado por los semiólogos- y se convirtieron, ellas mismas, en un rulo de ida y vuelta por esos pelos de unos candidatos de los cuales próximamente, uno de ellos, representará al poder global. Los pelos fueron, así, el gran interpretante de estos debates.

En el caso de Trump, su peinado matizado revela la cabeza de una historia oscura que no se puede tapar del todo, porque no alcanza. Apenas unos finísimos cabellos cuasi rubios acuden a las artes de la peluquería para intentar un simulacro del patetismo del poder salvaje de las corporaciones. En el caso de Hillary, su peinado endurecido, inconmovible, no deja escapar ninguna rebelión de algún cabello que quisiera, ahí, sacudirse por un rato del poder.

Más cerca de la imaginería bienpensante de Betty Crocker que de los habituales pelos volados de una Ángela Merkel, por ejemplo, el peinado de Hillary se coloca en una buscada afinidad con las prolijas señoras del mito del american way of life, que desde por lo menos la década del 50 viene traccionando al sueño americano.

En ambos, el viejo spray, el fijador, fue protagonista: pelos duros, inconmovibles, fijados a una estética kitsch que se moduló de manera diferenciada en cada caso, pero, en ambos, develando un fijismo innegociable de las posturas del gran país del norte. El peluquín natural de Trump enmarcó una gestualidad historietística que Alec Baldwin aprovechó con maestría en su interpretación de Saturday Night Live luego del segundo debate.

Kate McKinnon también supo captar el espesor significante de esa prolija media sonrisa en carmesí de Hillary -pocas veces atrapada por la carcajada-, la cual hizo con su peinado un sintagma que no podía ocultar su profundo malestar en una contienda indecible. Es que lo de Trump es lo que conviene a una mediatización mundial cuya espectacularización discurrió entre la televisión y twitter, ambos develando, con una instantaneidad inusitada, el simulacro de los rituales de la representación.

La cobertura del ceremonial de los debates presidenciales del imperio se jugó entre la burla y la ridiculización del cinismo blando y kitsch del conservador, y del conservadurismo rígido de la demócrata. La paradoja democrática circuló como parodia por los medios y las redes, en un loop sinestésico con los espectadores globales.

Las frases delirantes de Trump y la corrección planificada de Hillary, con sus peinados y su spray, fueron tema de los innumerables memes de la BBC, del Washington Post, del New York Times, entre otros. El salto a la fama y la viralización de Ken Bone como nuestro representante del pueblo en el segundo debate, con su bigote y su pullover colorado, entró en sintonía con el personaje de Putin haciendo cola para votar en un capítulo de Los Simpson.

Así de amenizada se jugó esta campaña. Pero lo cierto es que para las nasty-women y los bad-hombres del planeta no parece ser, lo que se viene, muy divertido. Seguramente se nos seguirán volando los pelos.