El Senado brasileño cuenta con un plazo de hasta 180 días para juzgar a Dilma Rousseff, luego de una semana en la que las dos cámaras del Congreso protagonizaron una verdadera comedia de enredos. En sólo siete días, el otrora todopoderoso presidente de la cámara de diputados, Roberto Cunha, fue apartado de su cargo debido al proceso por corrupción abierto en su contra y que lo vincula directamente con el escándalo del petrolao. Su sucesor interino, Waldir Maranhao, pretendió anular la patética sesión mediante la cual los diputados aprobaron el juicio político contra la presidente. Cuando el Senado lo notificó de que seguiría adelante con el proceso de juicio político y él se dio cuenta de que no tendría aval del Supremo Tribunal Federal en su repentina cruzada a favor de Dilma, se echó atrás y anuló su decisión anterior. Y lo peor no fue eso, sino el hecho de que más de 300 de los 513 diputados y más de 45 de los 81 senadores enfrentan procesos por hechos de corrupción. El poder legislativo muestra así su propia crisis institucional, que se agrega a la que padece el poder ejecutivo. Solamente el poder judicial emerge legitimado y digno de confianza ante la opinión pública brasileña.

¿Cómo se llegó a esto?

Volviendo al impeachment, debe recordarse que Dilma Rousseff será juzgada por la presunta adulteración de las cuentas públicas sobre el final de su primer mandato y en plena época de campaña electoral. El objetivo de esas maniobras habría sido disfrazar el déficit fiscal y mostrar de esa manera una economía más saludable de lo que realmente estaba. Vale decir que si todos los jefes de Estado y de gobierno del planeta fueran sometidos a juicio político por ese mismo motivo, posiblemente el mundo quedaría acéfalo. En definitiva, Rousseff no será juzgada por haber cometido ningún delito penal ni por haberse enriquecido ilícitamente.

Dilma está pagando -quizás demasiado caro- sus propios errores. Ganó las elecciones a finales de 2014 con la promesa de no hacer ajustes en una economía que ya daba señales de fatiga. Pero lo primero que hizo fue cederle parte del gobierno a tecnócratas neoliberales que comenzaron a implementar un ajuste que, en los hechos, no terminó por ser “ni chicha ni limonada”. De esa manera, alejó de la mayoría de quienes la habían votado por incumplir su promesa. También se enemistó con los sectores de poder económico y financiero, para los cuales el ajuste fue insuficiente e inútil. El déficit fiscal apenas se pudo contener, las variables económicas se desplomaron, la inflación subió y el desempleo también. En ese contexto, Dilma Rousseff se convirtió a si misma en el chivo expiatorio ideal para que la mayoría de los brasileños depositaran en ella todos sus males, sus miedos, su frustración y su enojo.

Será difícil -no imposible- que Dilma reasuma la presidencia, porque las cifras en el Senado fueron contundentes. 55 votos a favor del juicio sobre un total de 81 senadores, significa un voto más de los dos tercios necesarios para que la cámara apruebe su expulsión definitiva del poder. Ahora resta que la comisión de juicio político sesione y ella ejerza su derecho de defensa. Posteriormente, el Senado deberá decidir la culpabilidad o inocencia de la presidente suspendida.

Temer al gobierno, el establishment al poder

El vicepresidente Michel Temer asumió interinamente la presidencia del país y solamente podría quedarse en el cargo de manera definitiva si el Senado finalmente juzga culpable a Dilma.

Lo cierto es que Temer no goza de la mejor imagen ante la opinión pública. Solamente el 2% de los brasileños lo votaría para ejercer la presidencia y más del 60 por ciento hubiera preferido que él y Dilma renunciaran. El 58 por ciento piensa que él también debería ser sometido a juicio político.

Sobre el ahora presidente interino recaen sospechas de enriquecimiento ilícito vinculado con el petrolao, dado que fue mencionado por diversos involucrados amparados en la figura de la delación premiada. Sin embargo, hasta el momento la fiscalía evitó iniciar investigaciones en su contra, como sí lo hizo contra otros funcionarios. Sin embargo, Temer fue condenado este mes por una corte electoral de Sao Paulo por exceder el límite de donaciones electorales. Esa acusación podría impedirle presentarse como candidato en las elecciones presidenciales de 2018, pero no lo imposibilita para ejercer el gobierno hasta esa fecha

No obstante lo dicho, Temer es considerado por la dirigencia política brasileña como un constructor de acuerdos y un hombre de diálogo. Y como buena parte de la dirigencia política brasileña está procesada o sospechada por corrupción, Temer aparece como un interlocutor válido y preferible a Dilma Rousseff. Muchos dirigentes esperan encontrar en él la protección presidencial que Dilma les negó. Temer necesita el respaldo de los dirigentes políticos opositores a Dilma para construir una legitimidad en el ejercicio de la presidencia de la cual no goza. Todos se necesitan. Por tales motivos, el mandatario interino construyó un gabinete eminentemente político, entregándole ministerios a cada uno de los partidos que respaldaron el impeachment contra Dilma.

Lo que se espera que haga a partir de ahora, es aplicar un ajuste fiscal radical que satisfaga a los mercados y a los sectores más concentrados del poder económico y financiero del país. Difícilmente Temer consiga legitimarse nutriéndose del apoyo popular. Intentará legitimarse mediante el apoyo del establishment político y económico. Más aún, después del ajuste que se aplicará en Brasil, quizás muchos de los que enarbolaron la consigna de “fora Dilma” revean su actitud.

Repercusiones regionales

La mayor parte de los gobiernos sudamericanos que pertenecen a la misma vertiente ideológica de centroizquierda reaccionaron condenando el juicio político en curso contra Dilma Rousseff. Algunos líderes regionales temen un efecto contagio que los arranque del poder por vías institucionales. Por eso se hace una permanente referencia a la expresión “golpe institucional”. Sin embargo, la expresión “golpe” especialmente en Latinoamérica, está indisolublemente asociada al concepto de “golpe de Estado”. En Brasil hubo traición, conspiración política, oportunismo y muchas otras cosas más, pero no un golpe de Estado. Bien o mal, se utilizó un mecanismo constitucional para apartar del poder a la presidente. Si el mecanismo del impeachment es considerado inoportuno, perverso o tendencioso, habrá que modificarlo o suprimirlo mediante las reglas de juego democráticas.

Pero no se trata solamente de una cuestión ideológica y política. Latinoamérica se estremece porque Brasil es el principal mercado regional y está ensimismado, empequeñecido y en crisis. Quienes piensen que la desgracia brasileña es una buena noticia porque atraería mayores inversiones a los demás países de la región, deberían contemplar que, si bien eso es probable, se trata del síndrome de la frazada corta. Pueden ingresar mayores inversiones -las cuales no llegarán inmediatamente- pero será muy difícil colocar productos en el mercado brasileño. Esto debe contemplarlo especialmente Argentina, socio mayor de Brasil.

El gobierno de Mauricio Macri se fue alejando de Dilma Rousseff de manera directamente proporcional a su caída en desgracia. Macri busca el liderazgo regional de la nueva ola de centroderecha que va cubriendo el cono sur del continente. El mensaje de respeto hacia el desenlace institucional en Brasil no es más que un apoyo indirecto a Michel Temer, gestado seguramente con suficiente anticipación. El gobierno argentino parece intentar sumar voluntades de respaldo a ese liderazgo, que seguramente propondrá una reorientación del Mercosur, quizás mirando con mayor simpatía el Tratado Trans Pacífico.

Pero cuidado, cuando Brasil estornuda, la región tiembla. Por ahora, lo único cierto es que Dilma luchará y tratará de recuperar la legitimidad perdida en las calles. Pero será una pugna difícil. Por ahora, el gobierno es de Temer.