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Otro 17 de agosto nos vuelve a encontrar para recordar a José de San Martín. Hace dos años hablamos de las veces que el Libertador le pintó la cara a la muerte y hace uno de su testamento. Hoy hablemos de esa etapa alejada de proezas militares, de su exilio, su vejez cómoda, europea y  melancólica, recordando siempre a la Argentina.

El desencanto

San Martín tenía un brillante currículum. Sin sonrojarse podía decir que había sido Comandante del Regimiento de Granaderos a Caballo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, General del Ejército del Norte, Gobernador de Cuyo (las actuales provincias de Mendoza, San Juan y San Luis), Comandante del Ejército de Chile y Jefe Militar y Protector del Perú. Bonus: en todos esos ítems, un logro fundamental: verdugo de españoles.

Con este gordo currículum decidió volverse a Argentina en 1823. Se instaló en Mendoza, con la idea de buscar una vida más tranquila. Su esposa, Remedios de Escalada, agonizaba en Buenos Aires y José pidió permiso a Bernardino Rivadavia –quien no era más que un ministro pero que manejaba absolutamente todo en la Gobernación de Buenos Aires de Martín Rodríguez- para viajar a la ciudad y estar con ella.

Rivadavia y San Martín nunca se habían llevado bien y don Bernardino, excusándose en que no podía garantizarle la seguridad de su persona, le negó el permiso para dirigirse a Buenos Aires.

Pero habría más injusticias para el Libertador: con la rosca de Rivadavia, el gobierno central de Buenos Aires pensó someterlo a juicio por haberse negado en 1819 a cumplir una orden de reprimir las tropas del santafesino Estanislao López y el uruguayo José Gervasio Artigas en su ataque a Buenos Aires.

Esto hubiera significado meterse en peleas internas y manchar el sable con sangre de hermanos americanos, algo que siempre prometió no hacer porque el enemigo, él lo tenía claro, era la corona española y su opresión.

Igualmente, a pesar de todas las piedras en el camino, salió para Buenos Aires, para ver a Remedios, para buscar a su hija Mercedes, para enfrentar este juicio insólito, y para hacer cualquier cosa que tuviera que hacerse. No era cualquiera, era San Martín. Y además de mucha experiencia, tenía aguante para bancar lo que fuera.

Al llegar a Buenos Aires la escena fue calamitosa: Remedios llevaba meses muerta, la familia de los Escalada no quería saber nada con él imputándole el abandono de Remedios y su hija Mercedes, y mientras libertaba el sur del continente en Chile y Perú, en Buenos Aires se cansaron de calumniarlo.

Federales y unitarios lo miraban de reojo, justamente porque San Martín, aunque tuviera simpatías con el federalismo, no era ni unitario ni federal , era americanista, no andaba en chiquitadas internas, tenía una visión integral y continental, y esa endilgada tibieza en los asuntos internos, no le fue perdonada. En medio de la ingratitud, una total indiferencia sobre su persona y con una relación cada vez más insoportable con el gobierno central de Buenos Aires, decidió irse del país.

Un correntino errante en Europa

En 1824, San Martín y su hija Mercedes llegaron a Francia. En suelo francés no lo querían. La monarquía absolutista que reinaba en Francia por ese entonces se alarmó por la presencia del “rebelde” que años antes había combatido a la corona española en América. Recaló entonces en Inglaterra, donde estuvo algún tiempo y siguió peleando –esta vez desde la diplomacia- por la causa independentista, consiguiendo el reconocimiento británico de la independencia americana.

José siguió deambulando por Europa, trató de volver a Francia pero seguía levantando sospechas de subversión a las ideas monárquicas y tras un breve paso por Escocia, se instaló en 1824 en Bélgica, más particularmente en Bruselas. Mercedes quedó en Londres como pupila de una de las más prestigiosas escuelas británicas.

Los viajes de Bruselas a Londres por parte de San Martín se hicieron frecuentes para visitar a su hija. En una de sus visitas londinenses, San Martín coincidió en una reunión con Rivadavia. Todo mal. San Martín lo retó a duelo, pero algunos conocidos en común calmaron las aguas.

El Libertador extrañaba el Río de la Plata. En 1829 decidió volver, una vez más, para instalarse tranquilamente y sin rencores contra aquellos que le habían hecho la vida imposible. Le escribió a su amigo militar chileno O’Higgins: “Si mi alma fuese tan despreciable como las suyas, yo aprovecharía esta ocasión para vengarme de las persecuciones que mi honor ha sufrido de estos hombres; pero es necesario enseñarles la diferencia que hay de un hombre de bien a un malvado”.

Sin embargo, la Buenos Aires que lo esperaba era tan o aún más calamitosa que la Buenos Aires con la que se encontró aquella vez que venía de Mendoza. El unitario Juan Lavalle había fusilado al gobernador federal de Buenos Aires, Manuel Dorrego. Todo era caos, desorden y San Martín, quizás pensando que algunas cosas nunca iban a cambiar, ni se bajó en el puerto de Buenos Aires.

Pasó algunos meses en Uruguay y decidió volverse a Europa, con un nudo en la garganta. “Nos dijo que deseaba vivir y morir en el país, porque encontraba un gran vacío en Europa (…) pero que había resuelto expatriarse y no volver (…) mientras asomase la guerra civil y la anarquía”, escribió Tomas de Iriarte, quien lo acompañó hasta el barco de su exilio definitivo. San Martín pensaría mil veces en volver, pero no volvió nunca más.

Se instaló nuevamente en Bélgica pero su cabeza seguía en Argentina. Desde Bruselas le escribió a un amigo peruano: “cada vez que pienso que a mi regreso de Buenos Aires puedo ser envuelto en una guerra civil (…) mi bilis se exalta y me pongo de un humor insoportable”

El cuerpo en Francia, la cabeza en Argentina

En 1831, disipados ciertos recelos que el gobierno francés tenía para con él, se instaló finalmente en Francia, más precisamente en el pueblito de Grand Bourg con su hija Mercedes, su esposo Mariano Balcarce, y las hijas del matrimonio Balcarce-San Martín, en una amplísima casa que compró con la ayuda de un rico comerciante español amigo suyo que lo sacó de apuros en tiempos en los cuales San Martín no recibía el pago de sus sueldos por sus servicios en Perú y Argentina y mucho menos le llegaban las rentas de sus propiedades mendocinas.

En suelo galo pasaría el resto de su vida. Un conocido chileno detalló la rutina sanmartiniana: “se levantaba al alba” dedicándose a la lectura y a jugar con su perro al que pasaba horas “enseñando pruebas”. Un detalle que destaca el visitante trasandino: “siendo argentino, el general no hacía uso del mate en Europa, (…) se servía el té o el café en aquel utensilio y lo bebía con la bombilla de caña”.

San Martín mismo agrega datos en una carta sobre su bucólica vida en Francia: “ocupo mis mañanas en la cultura de un pequeño jardín y en mi pequeño taller de carpintería. Por la tarde salgo a paseo, y en las noches, en la lectura de algunos libros y papeles públicos. He aquí mi vida. Usted dirá que soy feliz; sí, mi amigo, verdaderamente lo soy”.

Pensará usted que el Libertador finalmente había conseguido la felicidad. No, Argentina seguía resonando en su cabeza. Inmediatamente después de eso escribió: “a pesar de esto, ¿creerá usted si le aseguro que mi alma encuentra un vacío (…)? Y, ¿sabe usted cuál es? El no estar en Mendoza. Prefiero la vida que hacía en mi chacra a todas las ventajas que presenta la culta Europa”.

A partir de 1845, su salud empezó a resquebrajarse. En 1846 tuvo fuertes convulsiones en un viaje a Roma, en 1848 empezó a perder la visión y entre 1849 y 1850 fue atacado por úlceras crónicas que lo aquejaban cada vez más. El 17 de agosto de 1850 murió en Boulogne-Sur-Mer, Francia, sin poder cumplir con su anhelo: “si, como espero, la tranquilidad de nuestra patria se consolida en términos que me aseguren poder pasar mi vejez en reposo, regresaré a ella con el mayor placer, pues no deseo otra cosa que morir en su seno”.

(*) Abogado. Profesor de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR. @dehistoriasomos