por Mariano Yakimavicius

La masacre cometida contra el semanario francés Charlie Hebdo y el atentado contra una sinagoga, también en Francia, tuvieron como terrible significación el intento de doblegar la libertad de prensa y el recrudecimiento del antisemitismo, a manos de terroristas fundamentalistas de origen Islámico. Está claro desde el principio quiénes han sido las víctimas directas: los muertos y heridos, sus familiares y seres queridos. Pero una vez superado el aturdimiento y el impacto inmobilizador del terror, se abre el camino de los múltiples análisis que la situación requiere.

En distintos círculos analíticos del mundo parecen emanar dos corrientes de pensamiento preponderantes, con evidentes consecuencias políticas. A grandes trazos, una que sostiene que el fundamentalismo, el  terrorismo y la violencia desatada, son consecuencia directa de la práctica del Islam. Son quienes instan a combatir esa religión e impulsan una ola “islamofóbica” en los países occidentales, especialmente en Europa y Estados Unidos. Tras los acontecimientos de Francia, ya hay varios países que están implementando restricciones a los inmigrantes y se reservan el derecho de detener personas por su apariencia árabe o por ser portadores de atuendos o símbolos relacionados al Islam. En definitiva, son impulsores de la “islamofobia”.

La segunda corriente, más familiarizada con los textos sagrados y las tradiciones musulmanas, sostiene que se trata de una religión de amor, cuyos desvíos terroristas y fundamentalistas -entre los que se inscriben Al Qaeda, Boko Haram, el Estado Islámico y otros grupos menores- constituyen los últimos coletazos violentos de una religión en proceso de adaptación a los parámetros de la democracia occidental moderna.

La primera corriente no hace más que demostrar que millones de musulmanes en todo el mundo serán víctimas secundarias de lo acontecido en Francia, país en el cual, además, la ultraderecha reaccionaria parece encaminarse hacia un próximo triunfo electoral. Aquí se encuentran suscriptos también gobiernos y funcionarios que, mientras se rasgan las vestiduras por el atentado contra la libertad de prensa, preparan distintas formas de mutilar libertades civiles con el objetivo de garantizar seguridad, algo que hasta ahora -curiosamente- no supieron hacer. De esta manera se corre el serio riesgo de incrementar los márgenes de represión y violencia, a partir del establecimiento de una relación binaria, fanática, entre los defensores del Islam y los islamofóbicos. Y ya se sabe, fanáticos son aquellos que no pueden cambiar de opinión y no quieren cambiar de tema.

Tampoco es del todo convincente la primera corriente. El fundamentalismo y el terrorismo no van a extinguirse por si solos. Pero habrá que ejercitar la prudencia para separar la paja del trigo. Porque si se ataca al Islam en su conjunto, lo único que habrá, es más víctimas, más muerte, más rencor y más terreno fértil para el crecimiento posterior del fundamentalismo.

Es por eso que, como sostenía el filósofo Friedrich Nietzsche, “no hay hechos, hay interpretaciones”. De lo ocurrido en Francia, hay múltiples interpretaciones, pero aquella que comienza a imponerse como verdad, es invariablemente la que respalda el poder. Y actualmente el poder, en los países más influyentes del planeta, parece impulsar la vieja interpretación del “choque de las civilizaciones”: por un lado, el Occidente, blanco y judeocristiano y por el otro el Islam. Deliberadamente no se tiene en cuenta que, una cosa es la necesidad de reconocerse a uno mismo ante un otro distinto y otra muy diferente es reconocerse a uno mismo ante un otro distinto, enemigo, malvado. Lo distinto es solo eso, distinto.

Lo cierto es que no puede combatirse la intolerencia con la intolerancia y el odio cerril con el odio cerril. Así lo advirtieron los sobrevivientes de Charlie Hebdo, quien en su última tapa expresaron “todo está perdonado” con una caricatura de Mahoma llorando mientras sostiene un cartel que dice en francés “yo soy Charlie”.