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Osvaldo Miatello, Sebastián Chale y Diego Giuliano ofician de moderadores. Son los anfitriones de una reunión que desde hace dos años se repite todos los lunes a las 13 en el Anexo I del Concejo Municipal, a escasos metros del Monumento a la Bandera. Los ediles apenas intervienen en la charla. Escuchan con atención. Preguntan. Y anotan en un borrador ítems sueltos que luego intentarán unir para solucionar algunas de las problemáticas planteadas. El uso de la palabra le pertenece a las invitadas, cuatro mujeres que viven en la periferia de la ciudad, en los territorios más olvidados de Rosario.

Inés, Laura y Verónica son de Santa Lucía, un barrio que se conformó a fines de los ‘90, cuando la construcción de la autopista a Córdoba obligó al traslado de familias. Soledad vive en barrio Godoy, una enorme cuadrícula de calles atravesadas por Circunvalación, donde la palabra tranquilidad dejó de existir hace un buen rato. Las mujeres llegan con la reunión ya empezada. Golpean la puerta y pasan. Se las nota tímidas, algo inhibidas. Con la cabeza gacha, se sientan en la cabecera de la mesa.

Durante los primeros cinco minutos permanecen en silencio. Escuchan con atención a Salvador Lupo, integrante de la ONG Ciudadanos en Alerta, otro de los invitados al cónclave. A modo de preámbulo, el hombre traza un panorama de la “delicada” situación que atraviesa la ciudad en materia de seguridad. Su preocupación está puesta en el futuro. “Todos los días escuchamos de un crimen, de un robo. Me preocupan mucho los próximos cuatro años de esta misma gestión política ¿Cuántos muertos vamos a contar de acá al 2019?, se pregunta indignado.

Soledad, ya menos retraída, no se puede contener e intenta introducir su primera reflexión. Giuliano le pide unos minutos para poder presentarlas en sociedad. El tiempo corre y las mujeres tienen mucho para decir. Antes de empezar a hablar, aclaran que los vecinos que faltaron a la cita se arrepintieron a último momento. “Les agarró miedo”, explican.   

Lupo concluye su discurso. Es el turno de Inés, quien rompe el hielo con un testimonio muy crudo. Pide por la seguridad de su hermano, quien está “marcado”, según cuenta, por haberse negado a que los narcos del barrio le construyan un búnker frente a su casa. Su calvario empezó hace cinco meses y aún no termina. “Estuvo un tiempo en lo de los suegros por miedo, pero ahora volvió al barrio porque ahí está su casa, no tiene dónde vivir. Los fiscales le han dicho que se mude, que mucho no se puede hacer”, dice Inés.

La mención a la connivencia de los policías de la subcomisaría 22ª con los narcotraficantes encrespa el ánimo de las otras mujeres. “No hacen nada, su tarea es pasar y recoger la plata que les corresponde del negocio, nada más”, denuncia Inés antes de cederle la palabra a Verónica, ubicada en la silla de enfrente.   

Su principal queja apunta a los efectivos de la Policía Comunitaria, una fuerza que “no ayuda en lo más mínimo”. “Son chicos de 19 años que no están capacitados. Se ponen debajo del puente a comer semillitas, a jugar con el celular, es vergonzoso”, señala. A Verónica se le quiebra la voz cuando habla de la estigmatización que sufren en el trato diario con quienes deben velar por su seguridad. “La policía piensa que aquellos que vivimos en los barrios pobres somos delincuentes, nos tratan de la peor manera”, agrega.

Quien habla poco y nada es Laura, una joven mamá que acude a la reunión con su bebé en brazos. Dice que iba a venir acompañada por su madre, pero que no pudo llegar por un turno en el médico. “Sigue renegando por un balazo que le pegaron tiempo atrás en un fuego cruzado. Se salvó de milagro. Las balas son moneda corriente en Santa Lucía, es una lotería. Ese es un problema grave”, acota a la exposición.         

El mando lo toma Soledad, la más combativa de las cuatro mujeres. Describe situaciones “cotidianas” de barrio Godoy. Se queja de los robos, de los atracos a los chicos cuando salen de la escuela, de la impunidad con la que actúan las bandas y de la negligencia de la policía, un tema que no se esfuma nunca del cruce de opiniones. Ahora, la crítica es contra la Comisaría 32ª y contra los operativos de Gendarmería.

“La comisaría es como una verdulería o un kiosco. Muchas veces está cerrada. El otro día unos vecinos se pasaron un buen rato golpeando la puerta para radicar una denuncia. Nunca los atendieron. Es de terror”, comenta la señora. “¿Y con Gendarmería la situación mejoró?”, pregunta uno de los ediles. La respuesta de Soledad es tajante: “Cuando llegaron por primera vez todos estábamos orgullosos de su trabajo. Pero pasó el tiempo y parece que se contagiaron de la policía provincial. Ya no imponen respeto ni trabajan como antes. Este es un tema que también queremos denunciar”.  

La aguja del reloj atraviesa las dos de la tarde y la reunión empieza a llegar a su fin. Giuliano, a modo de resumen, enumera los principales problemas que se pusieron sobre la mesa. 1) La denuncia de una vecina por el hostigamiento que sufre su hermano tras denunciar a los narcos del barrio. 2) La crítica a la Policía Comunitaria. 3) Las irregularidades de la Comisaría 32ª y sub 22ª. Y 4) el rol de Gendarmería en los barrios.

“Vamos a canalizar estos reclamos, a gestionar por soluciones, a hablar con los funcionarios del Poder Ejecutivo que tiene que responder ante estas denuncias”, explica el presidente de la comisión. Inés, Laura, Verónica y Soledad se levantan y agradecen por haber sido escuchadas. Se las nota con algo de alivio.

Entre tanta tristeza, bronca y desesperación, la catarsis colectiva, un remedio efímero y momentáneo, tiene hasta un efecto sanador.