El apellido Guelbort es sinónimo de barrio. Una familia numerosa anclada desde hace más de 40 años en el mismo punto geográfico. Dos calles, Santiago y Amenábar, que con el paso del tiempo se transformaron en las raíces de la última parte del árbol genealógico. Y una casa de puertas abiertas para amigos, vecinos y conocidos. El 8 de marzo, pasadas las 10.30, tres intrusos arribaron hasta el garaje del inmueble. No golpearon ni tocaron timbre. Encañonaron a los albañiles que estaban trabajando e ingresaron al interior de la morada.

Los delincuentes ataron a los operarios en el patio y rápidamente ganaron la propiedad. Una vez dentro, redujeron a los dueños (un matrimonio de ancianos), a la mujer que los cuidaba y a un amigo de la familia que había llegado minutos antes para tomar unos mates. Cerraron las ventanas, bajaron las persianas y empezaron con el robo. La pesadilla duró cerca de una hora.

"Dieron vuelta la casa entera, vaciaron todos los cajones que encontraron. Se llevaron toda la ropa de mi hermano, cuatro televisores, ocho celulares, una moto, dinero en efectivo y hasta una colección de camisetas de fútbol", narra Gustavo, uno de los hijos del matrimonio asaltado, profesor de educación física y periodista de la ciudad. "Trabajaron con total profesionalismo. Una vez que juntaron todo, uno llamó a un cuarto cómplice que llegó con una camioneta, cargaron los bártulos y se fueron", recuerda.

Gustavo y su familia integran el extenso listado de rosarinos víctimas de entraderas en lo que va del 2016. Los registros oficiales marcan nueve denuncias por semana. No hay barrio o zona que se salve. Pasaron los días (más de 75 desde aquella traumática mañana) pero la investigación no avanzó. "Nunca nos llamaron para avisarnos de ningún avance. No creo que pase", comenta con escepticismo. 

Una pregunta que lanzaron los delincuentes en medio del robo sigue dando vueltas en la cabeza de Gustavo. "Una parte de calle Amenábar corresponde a la Comisaría 5° y otra a la Comisaría 15°. Ellos preguntaron varias veces a qué seccional le correspondía la casa. Nos llamó mucho la atención", señala. La sospecha de una complicidad latente (e imposible de comprobar) entre el delito y las fuerzas de seguridad hace que el mal trago sea aún más difícil de digerir.

La entradera pasó. Pero dejó sus secuelas. Desde aquel día los Guelbort conviven con una mezcla de vulnerabilidad y miedo. "Mi papá quedó muy asustado. Cambiamos muchos hábitos. Te deja marcas", admite Gustavo. El encierro, entonces, empezó a formar parte de la rutina familiar. "Nosotros de día no usábamos llave. Solo se ponía de noche. La puerta estaba abierta porque todos los vecinos entraban y salían con total libertad. Ahora vivimos bajo llave", agrega.

Desconfiar de los extraños, mirar siempre atrás o no usar el auto de noche son algunas de las conductas adoptadas a la fuerza. Tanto para los Guelbort como para la mayoría de los vecinos de barrio Villa del Parque. Desde el 8 de marzo a esta parte ocurrieron otras cinco entraderas en un radio de seis manzanas.

Ni las metáforas sobreviven al vértigo arrollador de la inseguridad. Gustavo ya no habla de "lotería". Elige el término "ruleta" para hablar de las chances que tiene uno de transformarse en víctima. Una simple rueda con 37 casilleros en donde la pelota siempre cae en algún hueco. "Antes era una lotería, ahora una simple ruleta. Algún día te toca".