El tiro no fue el esperado. “Andá a buscarla a la zanja, burro”, se rieron sus compañeros. Fabricio caminó seis pasos, se agachó y levantó la bolita del agua. El juego, olvidado y fuera de moda para los adolescentes del siglo XXI, había vuelto a cautivar a este grupo de amigos de barrio Tablada. Cuando se reincorporó, se encontró de frente con una mujer desencajada que lo increpaba a los gritos. Se había bajado de un auto que circulaba a toda velocidad por calle Garibaldi. Iba acompañada por un hombre y dos niños.

“¿Te gusta tirar tiros?”, repitió con sarcasmo e ironía mientras se acercaba. Al ver que sujetaba un arma, el muchacho atinó a repetir “no sé a quién buscás, pero yo soy Fabricio, yo soy Fabricio”. Fue en vano. La mujer jaló dos veces el gatillo. El primer disparó pegó en la zanja. El segundo impacto en la rodilla del joven. Intentó escapar, pero perdió el equilibrio y cayó al piso.

En ese momento, la pareja de la mujer descendió del auto, agarró el revólver y guiñando un ojo le dijo “al fin lo encontraste”. Estiró su brazo y vació el cargador en el cuerpo de Fabricio. “Cuando corrimos a verlo ya se le cerraban los ojos. A ellos no les arrancaba el auto y sus hijos en el asiento de atrás miraban cómo acribillaban al mío. ¿Cómo esa mujer puede mirar a sus niños a la cara? ¿Cómo puede haber una persona así?", repetía  Andrea, la mamá, sin dejar de llorar, el día que declaró en Fiscalía.

Fabricio recién empezaba a vivir. Sabía lo que quería para su futuro. Terminar el secundario era su primera gran meta. Estaba en 4° año de la Escuela Juan Mantovani. Era aplicado y tenía buenas notas. Como todo chico de su edad, contaba los meses que faltaban para el anhelado el viaje de estudios. Quería conocer la nieve, aunque no sabía si sus padres iban a poder afrontar semejante gasto.

Su joven corazón ya tenía dueño. En el verano había empezado a salir con una chica del barrio que cursaba 2° año en otro turno del colegio. La relación iba viento en popa. Priscila lo acompañaba a todos lados. Cada tanto lo iba a ver al fútbol, un hobby al que Fabricio le dedicaba cada vez más tiempo. Era el arquero titular de la sexta categoría del club Sarmiento y suplente del primer equipo. El esfuerzo de entrenar a destajo empezaba a tener recompensa. Cuatro noches a la semana, armaba el bolso y se iba a practicar. Atajar algún día en Newell´s, lo desvelaba.

La dirigencia de la Asociación Rosarina de Fútbol brindó su pésame a través de un comunicado que publicó en su web. “Este infame homicidio, producto de la inseguridad en la que vivimos, no tiene aún detenidos ni indicios que permitan encontrar a los responsables. Desde la Asociación Rosarina de Fútbol queremos hacer llegar las más sinceras condolencias a todos sus seres queridos, por tan lamentable deceso. Aguardamos que Dios y el tiempo los ayude a sobrellevar este aciago momento”, rezaba el escrito.

El crimen de Fabricio sigue impune. Según pudo averiguar Rosarioplus.com, la causa cambió de fiscal. En un primer momento, la investigación había quedado a cargo de Miguel Moreno. Pero por un tema de “reorganización de los expedientes”, el caso quedó ahora en manos de Marisol Fabbro. Hay dos personas (un hombre y una mujer) con pedido de captura por estar señalados como los autores del homicidio. La policía aún no los pudo encontrar.

La familia de Fabricio asegura que los agresores viven en el barrio. Se los conoce por estar vinculados al mundo del “choreo y la falopa”. Andrea y Jorge, los padres, tienen pensado tocar todas las puertas que sean necesarias hasta que se haga justicia. Ya se concentraron en la vereda de la Fiscalía de Homicidios para exigir un pronto esclarecimiento del caso.

A la marcha asistieron los maestros y los compañeros de colegio de Fabricio. También docentes de Amsafe que forman parte de la comisión “basta de matar a nuestros alumnos”. A los chicos, la tristeza los agobiaba. Sus rostros transmitía miedo. No lo dicen, pero temen ser las nuevas víctimas de la olvidada periferia.