Provincias de los Andes del Perú, acompañadas esta vez por algunas de la costa, son las protagonistas de las movilizaciones que se registran en los últimos días en demanda del cierre del Congreso, de nuevas elecciones y de nueva Constitución tras la destitución del presidente Pedro Castillo, mientras Lima permanece casi impávida ante la crisis, en lo que parece un nuevo capítulo de la histórica fractura sociopolítica y geográfica del país.

"Hoy el país arde. Un pueblo cansado del maltrato y la desidia de un Estado centralista, de la indiferencia de las élites, de los congresistas, de los medios y de los políticos, ha decidido incendiar la pradera", comentó el analista Alberto Adrianzén, en medio de las movilizaciones que dejan nueve muertos en una semana.

"Sin embargo, la pregunta es si ello resuelve la crisis que vivimos. La experiencia pasada diría que no. Para eso se requiere de una transición pactada y pausada", añadió de inmediato Adrianzén, un sociólogo de izquierda, en una columna del diario La República.

En diálogo con Télam desde dos ciudades del interior, Trujillo y Chiclayo, los politólogos Martín Ueda y Roger Santa Cruz coincidieron en que las respuestas populares tras los hechos de la semana pasada, cuando Castillo fue destituido por el Congreso, reflejan esa ruptura histórica en las visiones de país.

Aunque en Lima hubo movilizaciones focalizadas en el centro de la ciudad, las que en algunos casos se tornaron violentas, su impacto ha sido incomparable con las registradas en departamentos andinos como Apurímac y Arequipa, entre otros, prácticamente paralizados y en pie de guerra.

Hoy todo el país está bajo estado de emergencia, lo que supone restricciones a los derechos constitucionales.

El esperado diálogo aún no arranca, en medio de falta de liderazgos visibles entre los manifestantes y en una respuesta fundamentalmente represiva y despectiva del Gobierno, según Ueda y Santa Cruz.

Los manifestantes tratan ahora de coordinar acciones para avanzar hacia Lima, lo que para Ueda genera incertidumbre por las dificultades de las Fuerzas Armadas para implementar mecanismos de contención que generen poco daño.

En tanto, para Santa Cruz, abre el riesgo de un encuentro "no necesariamente amigable" entre los "dos mundos".

Para el doctor en Ciencia Política José Alejandro Godoy, lo que tendría que hacer la presidenta Dina Boluarte es encarar un diálogo no a través de los congresistas, como hace hasta ahora, sino de los gobiernos regionales, que pueden interpretar mejor a sus propias poblaciones.

Según encuestas previas a la destitución de Castillo y su reemplazo por Boluarte, una amplia mayoría en todo el país se decantaba por unas nuevas elecciones que le pusieran fin anticipado tanto al Ejecutivo como el Legislativo, ambos duramente rechazados por la ciudadanía, para salir de la crisis.

La declarada intención inicial de la nueva mandataria de quedarse hasta el fin del quinquenio, en 2026, acompañada por el mismo Congreso manejado por fuerzas de derecha dura, atizó una molestia popular que no se moderó siquiera cuando la gobernante prometió después elecciones para 2024 o incluso para diciembre de 2023.

En el interior se levantaron voces para exigir la renuncia de Boluarte, lo que implicaría el ascenso a la jefatura del Estado en interinato del presidente del Congreso, José Williams, obligado él sí a realizar nuevas elecciones inmediatas.

Sin embargo, para analistas es difícil pensar en ese escenario. Williams, del partido de derecha Avanza País, no solo sería el representante directo de un Congreso que no llega a 10% de aprobación popular, sino que es un general en retiro del Ejército, lo que podría identificarlo en el imaginario popular con las prácticas represivas.

Los manifestantes han añadido a su agenda, en un lugar prioritario, la exigencia de una nueva Constitución que reemplace a la de 1993, redactada bajo el influjo del Gobierno de derecha autoritaria de Alberto Fujimori (1990-2000), lo que aumenta los puntos de desencuentro.

El cambio de Constitución es una bandera de la izquierda que se agita con especial fuerza en provincias y que choca con la posición de una derecha que tiene su bastión en Lima y que considera que esa Carta Magna contiene las herramientas para el avance del país y debe por tanto mantenerse.

Para los analistas, es necio pensar en Lima y su "aliada", la costa norte, como un bloque monolítico de pensamiento conservador, como también sería necio concebir a los Andes como un bloque monolítico de posiciones socialistas.

No obstante, el mapa electoral demuestra claramente que existe esa tendencia, que responde además a razones históricas.

"Desde el siglo XIX, las élites se fueron apartando de los indígenas, pues consideraban que ellas sí hablaban el lenguaje de la civilización. Lima se fue modernizando pensando en París", le dijo a Télam el antropólogo y doctor en Filosofía Juan Carlos Callirgos, sobre el origen de esas distancias.

El distanciamiento se fue expresando en muchas áreas. Hoy, según datos del Instituto Nacional de Estadística e Informática, el ingreso promedio en Lima, donde habitan casi 10 millones de personas, casi duplica al del resto del país, donde hay 22 millones.

Esa situación quedó aún más a la vista en 2021 con la llegada a la presidencia de Castillo, un maestro rural que lucía, para esos sectores relegados, como uno de los suyos.

Las cosas fueron difíciles desde el comienzo. La oposición no le dio respiro a un presidente al que veía como forastero, mientras que el propio mandatario fue erosionando su terreno de acogida con decisiones consideradas erráticas y con prácticas que sembraron sospechas de corrupción.

Hoy, en medio de los llamados a cierre del Congreso, a nuevas elecciones, a Asamblea Constituyente y a renuncia de Boluarte, no se escuchan mayores reivindicaciones a la figura de Castillo, pero sí a la promesa de cambio y de inclusión que encarnó en su momento.

En noviembre de 2020, a los peruanos les bastaron cinco días de revuelta -y dos muertos- para sacar de la presidencia a Manuel Merino, el jefe del Congreso que pretendía instalarse en el poder tras la cuestionada destitución de Martín Vizcarra. De la reacción, nació el gobierno interino de Francisco Sagasti, que le puso fin al quinquenio.

Pero la dinámica fue diferente, pues el liderazgo estuvo en manos de capas medias limeñas, en especial universitarios, que ahora guardan distancias por razones que en las especulaciones de los expertos podrían estar relacionadas con falta de identificación con las agendas andinas.

En ese marco, solo hay incertidumbre. Sigue pendiente el abrazo entre Lima, otrora sede de un virreinato poderoso que controló no solo a lo que hoy es el Perú sino a territorios circundantes, y los Andes, que albergaron a la mayor civilización precolombina en Sudamérica.