El caso recorrió las tapas de los diarios y los títulos de todos los noticieros. El 24 de mayo, Carlos Godoy caminaba por uno de los costados del puente de avenida Sorrento, a la altura de calle Cavia. En el momento que descendía por la escalera que los vecinos del barrio utilizan para cruzar de un lado al otro del viaducto, escuchó unos gritos y varios disparos. Asustado, intentó bajar los escalones a toda velocidad. Fue en vano. Una de las balas impactó en su estómago. Rodó varios metros, pero logró reincorporarse. Malherido, empezó a correr para refugiarse. Una segunda lluvia de balas terminó con su vida.

El desenlace del fatídico relato tiene dos versiones. La de la policía, que justifica su accionar. Los dos efectivos involucrados en el hecho (un agente del Comando Radioeléctrico y otro de la Policía de Seguridad) le explicaron al Fiscal Miguel Moreno, a cargo de la investigación, que la víctima era uno de los ladrones que en ese momento estaba robando a los automovilistas que pasaban. Y la de la familia de Carlos, que sostiene que lo ejecutaron por error. 

Denuncian que lo remataron "sin piedad" y que los policías "le plantaron un arma" para poder sustentar la teoría del enfrentamiento. Los vecinos de la zona declararon que el joven gritó “no me maten, tengo familia”, pero que uno de los “milicos sacó el arma y lo remató”. A dos meses del crimen, la causa tuvo pocos avances. Por el momento, los dos policías siguen en libertad. "Se tomaron varios testimonios y se espera el resultado de nuevas pericias. No se descarta ninguna hipótesis", le detalló a Rosarioplus.com una fuente de la fiscalía. 

Godoy tenía 25 años, una pareja, un hijo de tres años y una numerosa familia (siete hermanos) a la que se aferró siempre para salir adelante. Trabajaba en dos lugares, en una distribuidora a la mañana y en un taller mecánico por la tarde. Jamás había estado en una comisaría. No tenía ningún antecedente penal.  

A Carlos lo velaron en un templo evangélico de Empalme Graneros, uno de los pocos refugios del barrio que, desde la fe y la religión, contiene y "salva" a aquellos pibes que acuden por ayuda. Piden empezar una vida nueva, quieren alejarse de los estupefacientes, la violencia y el delito. Esta sala de oración es una de las 600 que hay en Rosario. Este martes, Rosarioplus.com contó detalles de un fenómeno que creció en los últimos años: el decisivo rol que hoy en día tienen los pastores en la lucha contra la droga.

El encargado de este templo es Vicente, el papá de Carlos. El hombre nació en el norte de la provincia. En su adolescencia conoció a Deolinda, el amor de su vida. Juntos decidieron trasladarse a Rosario en busca de un futuro mejor. Se instalaron en Garzón al 1200 bis, a pocas cuadras donde asesinaron a su hijo. Toda su vida se dedicó a escuchar los padecimientos del prójimo, a rescatar a la gente "de la mala vida". 

Vicente no tolera que tilden a su hijo de "chorro o delincuente". Ese falaz mote hace imposible su duelo. "Lo quisieron ensuciar, eso es lo que más nos duele. Jamás tiró un cohete, jamás cayó preso, era un chico muy sano. No tenía tatuajes, no usaba gorra. El mote de delincuente es el más grande que tenemos", admite el pastor.  

La palabra, a su juicio, es sagrada. De ahí su tristeza por la “falsedad” del relato oficial, el primero que se replicó en todos los medios de comunicación. "Soy un pastor evangélico. La palabra delincuencia es muy dura para nosotros porque luchamos con mucha fuerza por sacar a los pibes del barrio de ese oscuro mundo. No sólo mataron a mi hijo, un chico inocente, sin maldad alguna. Sino que también lo acusaron de delincuente. No lo puedo tolerar", agrega el hombre. 

Vicente, Deolinda y los Godoy piden a gritos que se haga justicia. Por un duelo que todavía ninguno pudo hacer. Y porque saben, al cabo, que es la única manera de poder honrar y limpiar la memoria de Carlos.