El triunfo de Luis Lacalle Pou en las presidenciales responde a una demanda social de renovación política. Simultáneamente, representa el triunfo de los sectores sociales conservadores.

No hay explicaciones monocausales ni para las victorias ni para las derrotas políticas. Es por eso que aquí se ensayan algunas explicaciones que no pretenden ser las únicas.

El Frente Amplio (FA) y su candidato, Daniel Martínez ofrecieron una pelea hasta el último minuto e incluso más allá. Pareció inclusive poco recomendable para la preservación de la institucionalidad democrática la demora en admitir la derrota para esperar el resultado del escrutinio definitivo.

Martínez se negó a reconocer como vencedor a su rival hasta que no fuera debidamente escrutado el último sufragio, amparado en que la diferencia era mínima. De hecho esa diferencia fue en el escrutinio provisorio de 1 punto porcentual -menos de 30 mil votos- mientras que los sufragios observados ascendían a casi 35 mil. Aunque las matemáticas le daban la razón a Martínez, las probabilidades políticas indicaban que, para revertir el resultado, el FA necesitaba quedarse -por lo menos- con el 90 por ciento de los votos observados.

La decisión de Martínez acabó por darle un tinte gris a unas elecciones que debían ser una celebración de la democracia en la que además su propio partido había logrado dar una batalla épica, al demostrar a todo el arco político que el FA podía perder ocasionalmente una elección pero estaba entero y listo para volver a competir.

El FA encontró una derrota electoral íntimamente relacionada con la necesidad de recambio político que existe en cualquier democracia, con las dificultades internas para ofrecer mayor protagonismo a una dirigencia joven y renovadora, y con la fatiga que producen en la sociedad tres mandatos consecutivos.

Por su parte, el Partido Nacional o Partido Blanco, de la mano de Luis Lacalle Pou, supo interpretar mejor que el resto la demanda social de renovación y recambio generacional, desde el sector conservador del espectro ideológico.

El recambio generacional no fue un tema menor. En la primera vuelta electoral Lacalle Pou se enfrentó a cuatro sexagenarios -incluido Martínez de 62 años- y supo explotar este factor diferencial luciendo una imagen juvenil y moderna, lejos del político tradicional de traje y corbata. Para muchos uruguayos, Lacalle Pou logró representar lo nuevo, pese a provenir de lo más tradicional y hasta conservador de la política uruguaya.

¿Un Macri uruguayo?

Luis Lacalle Pou es miembro de una tradicional familia política y, al mismo tiempo, una figura refrescante por su juventud. Con sólo 46 años, este abogado que nunca ejerció como tal, diputado entre 2000 y 2015, y senador desde 2015 hasta que renunció a su banca para dedicarse a la campaña presidencial, es hijo del ex presidente Luis Alberto Lacalle -quien gobernó desde 1990 hasta 1995- y de la exsenadora Julia Pou. Su bisabuelo fue el histórico dirigente del Partido Nacional, Luis Alberto de Herrera, quien integró del Poder Ejecutivo colegiado entre 1955 y 1959 y que en 1958 logró que que su partido venciera en las elecciones tras 93 años de lucha política contra su tradicional rival, el Partido Colorado.

Lacalle Pou estudió en instituciones privadas y actualmente vive en un lujoso barrio de Montevideo con su mujer y sus dos hijos. Su carrera política, iniciada sólo dos años después de recibirse de abogado, transcurrió en el Congreso. En 2014 tuvo su primera candidatura presidencial. Tras imponerse en las elecciones primarias, pasó a segunda vuelta con una desventaja de 17 puntos porcentuales respecto al candidato del FA, Tabaré Vázquez, una diferencia que solo logró reducir a 13 puntos en el balotaje. El golpe fue duro pero Lacalle Pou comprendió que la estrategia política de alianzas para enfrentar una segunda vuelta electoral había que desarrollarla antes de las elecciones generales. Fue así como consiguió aglutinar los apoyos de la mayoría de los partidos y los candidatos que compitieron en las elecciones del pasado 27 de octubre, en la cual obtuvo el segundo lugar, con un 28 por ciento de los votos, por detrás de Daniel Martínez. Desde entonces, comenzó a hablar de un gobierno multicolor que incluiría a su propia fuerza, al tradicional Partido Colorado y a la nueva agrupación de derecha Cabildo Abierto.

El punto débil del presidente electo uruguayo es justamente su procedencia social acomodada, algo que lo asemeja en algún aspecto a Mauricio Macri. En un país donde cerca del ocho por ciento vive bajo el umbral de la pobreza, su origen se convirtió en un tema de debate político. Nunca sufrió penurias y, aunque él sostiene que su familia siempre estuvo cerca de los que pasaban hambre o de los que no tenían un techo, sus detractores esgrimen que eso no es lo mismo que haber padecido las necesidades en carne propia.

Lacalle Pou es señalado como un símil de Macri en otro aspecto. Convirtió la austeridad de las finanzas públicas en su bandera de campaña y apunta a imponer una regla fiscal que impida al gobierno -sea cual fuere- gastar más de lo que tiene y de lo que debe. En su opinión, el Estado uruguayo es costoso e ineficiente.

Estas comparaciones con Macri que hasta no hace mucho tiempo parecían halagos, se convirtieron en críticas en manos de sus detractores, a la vista de los resultados del gobierno del argentino. Lacalle afirma que en realidad el no adoptará medidas semejantes a las de Macri y que, por ejemplo, él apunta a disminuir los costos del Estado pero también los precios de las tarifas de los servicios públicos.

En realidad, el discurso del combate al gasto público parecía un tema saldado en Latinoamérica, pero no lo es. El conservadurismo insiste en la idea de aplicar la lógica privada a la administración de los recursos públicos. Las famosas Tres E -Eficacia, eficiencia y economía- en el gasto, aplican para el sector privado, pero no necesariamente para el gasto público, donde lo que tiene que armonizarse no es una planilla contable, sino la vida de millones de seres humanos. El gasto público puede ser bueno o malo de acuerdo a la finalidad para la que fuera empleado y los medios utilizados para alcanzar ese fin.

¿Más austeridad?

El plan urgente de austeridad y las medidas de seguridad para contrarrestar el alto costo de vida y la creciente criminalidad -dos de las cuestiones que más preocupan a los votantes uruguayos- se vieron matizados por un acuerdo programático -Compromiso País- que Lacalle Pou tuvo que firmar con los otros partidos de la denominada coalición multicolor. Debe aclararse que esta supuesta coalición debe atravesar aún su bautismo de fuego en el Congreso. Es decir, que debe funcionar como tal al votar iniciativas como un bloque para poder imponerse a la primera minoría que ostenta en ambas cámaras legislativas el FA.

Respecto del aumento de la criminalidad, a petición de Cabildo Abierto -el nuevo partido de la derecha reaccionaria liderado por el general Guido Manini Ríos- se crearía una cárcel de máxima seguridad y se mejoraría el sueldo a los uniformados. A cambio, el ala moderada de la coalición habría logrado mantener la agenda social para los grupos sociales más vulnerables. Se espera también una ofensiva contra la corrupción que incluiría una auditoría de la administración pública.

En realidad, cuando se escucha hablar a un político uruguayo, la austeridad está implícita en el discurso. No puede decirse que el FA haya gobernando despilfarrando los recursos del Estado. En todo caso, en Uruguay habría que hablar de grados de austeridad. Habrá políticos más austeros que otros. Pero más allá de lo que sucede en el país, en Latinoamérica ese discurso es harto conocido: austeridad es sinónimo de ajuste.

En las últimas décadas Uruguay se convirtió en una suerte de país modelo en Latinoamérica, una región que últimamente ve caer como moscas a los ejemplos de uno y otro extremo del arco político-ideológico. Sería deseable que la renovación conservadora de Lacalle Pou mantuviera el estatus de país modelo para Uruguay.