En septiembre Angela Merkel concluirá su cuarto y último mandato como canciller alemana y dejará un vacío difícil de llenar para las democracias actuales.

En el ocaso de su gobierno, Barack Obama ungió públicamente a Angela Merkel como su sucesora en el rol de defensora del mundo libre. Preveía entonces que Donald Trump no cumpliría ese papel y Emannuel Macron no era una opción puesto que aún no había sido elegido presidente de Francia. El denominado mundo libre no contaba con otro liderazgo entonces que el de la canciller germana.

Merkel, austera en sus modos, en su aspecto, en su conducta y coherente con su ética protestante, nunca tuvo un perfil rutilante en la marquesina política. Eso no solamente no fue un obstáculo para gobernar sino que, actualmente, constituye un capital político que muchos políticos occidentales deberían observar. Angela Merkel dejará el poder en septiembre tras 16 años como canciller, y en su haber habrá dejado a una Alemania transformada, un modelo de democracia representativa moderna que funciona y que despierta confianza. Todo eso con un 75 por ciento de popularidad y la sensación de que ningún liderazgo occidental está a su altura.

Sin timón

En los últimos años hemos asistido a la emergencia de liderazgos que podrían calificarse al menos como polémicos. Donald Trump, Jair Bolsonaro y Boris Johnson, entre otros, son producto de sociedades y momentos históricos que instan a cuestionar la orientación social, política y cultural occidental.

Como contraparte, la estabilidad prudente encarnada por Merkel ha sido objeto de burlas y desprecios en varias ocasiones, pero hoy es vista como una referencia por quienes quieren vivir en democracia y en paz. Empezando por casa. Hace pocos días, el partido político de Merkel, la Unión Cristiano Demócrata (CDU), tradicionalmente más conservador y polarizado que su jefa a la que nunca se privó de criticar, optó por la continuidad al elegir como sucesor a su leal partidario Armin Laschet, del Estado más poblado de Alemania, Renania-Westfalia del Norte. La CDU podría haber optado por la ruptura y elegir a Friedrich Merz, antiguo adversario de Merkel, un conservador puro y duro, patriarcal y representante de la defensa de la ley y el orden. La derrota de este peso pesado del partido puso de manifiesto que Merkel deja una huella indeleble en la historia, comenzando por su propio partido político. Una huella progresista, proeuropea, flexible e inclusiva.

Es demasiado temprano todavía para determinar si Armin Laschet será finalmente el candidato de la derecha alemana para suceder a Merkel como canciller en las elecciones federales del 26 septiembre porque Markus Söder, jefe del principal aliado del gobierno -la también conservadora Unión Social Cristiana (CSU) de Bavária- goza de una popularidad que podría impulsarlo a presentarse antes de que se adopte la decisión final.

Tampoco hay garantías de que la CDU logre imponerse en las elecciones pese a que actualmente lidera los sondeos de opinión frente al Partido Socialdemócrata y Los Verdes. No obstante, sea cual fuera la procedencia partidaria del sucesor de Merkel, cabe esperar que se inspirará en la forma de gobernar con la que la canciller ha tenido tanto éxito y cuya clave está en una notable capacidad integradora.

El secreto del éxito

Actualmente 3 de cada 4 alemanes apoyan a Angela Merkel. Eso significa que la inmensa mayoría de los votantes, independientemente del espectro ideológico al que pertenezcan, se reconoce en los valores y en el tipo de sociedad que propone la canciller y en su manera de ejercer el poder. Se trata de un logro especialmente relevante en una época en la cual el individualismo y la polarización idiotizante fragmentan a las sociedades occidentales, cuando cada vez más personas reivindican el derecho a que sus opiniones y sus deseos individuales se trasladen a la política, con desdén por la opiniones y deseos de los demás. Este estado de situación -al cual contribuyeron decididamente las redes sociales- es preocupante puesto que conspira contra el surgimiento de cualquier proyecto colectivo y favorece la confrontación de una multitud de opiniones sectarias e intransigentes. La democracia representativa se encuentra en un grave peligro si la ciudadanía no logra comprender que no siempre es posible satisfacer la voluntad particular y que una opinión no es una verdad universal, sino una expresión subjetiva, muchas veces construida sobre prejuicios y desconocimiento. El buen funcionamiento de la democracia depende en gran medida de la capacidad ciudadana de comprender las reglas del juego, a saber: el principio de representación, el respeto por las minorías, la libertad de opinión e información, el diálogo, y la construcción de acuerdos y consensos. Con esos presupuestos, el ejemplo de los gobernantes no deja de ser importante, pero deja de ser decisivo. La realidad es que Merkel abonó este modelo de convivencia con su forma de restarse protagonismo, de ceder el primer plano a su función, con responsabilidad y humildad. De esa manera consiguió mantener unida a la sociedad alemana a pesar de dificultades de magnitud como la crisis financiera de 2008, la crisis de la eurozona, la llegada masiva de refugiados en 2015 y la pandemia de coronavirus.

Su liderazgo fue más allá las fronteras de su país y, tomando el desafío de Obama, ofreció confianza en un modelo de democracia representativa que estaba siendo cada vez más cuestionado. El centralismo inclusivo de Merkel es hoy un modelo en el que podrían inspirarse muchos dirigentes tentados por la polarización. No porque resulte sencillo de seguir sino porque rinde sus frutos aunque éstos sólo puedan verse con el tiempo.

La propia canciller estuvo cerca de crear un cisma en Alemania cuando en 2015 abrió las puertas a cientos de miles de refugiados, en su mayoría sirios, sin consultar realmente a su partido, al Parlamento ni a los Estados. Recibió críticas de todas partes, su popularidad se desplomó, su partido se escindió en dos y se levantó una ola de odio contra ella en el Este del país, la antigua Alemania comunista. El partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD) recogió esos frutos. La política de inmigración de Merkel fue una de las razones de que, por primera vez desde 1945, un partido de extrema derecha lograra representación parlamentaria. Ante ese nuevo panorama, algunos dirigentes de la CDU se vieron tentados a formar coaliciones locales con la extrema derecha, pero Merkel expresó categóricamente su veto. Para Merkel y ahora para su sucesor Armin Laschet, la CDU no tiene absolutamente nada que compartir con los extremistas. El descenso en la intención de voto por AfD -en buena medida producto de la buena gestión de la crisis de la pandemia por parte del gobierno- parece darle a Merkel la razón.

Si consiguió cambios en la mentalidad alemana es porque ella misma también ha sabido cambiar. Renunció a la energía nuclear tras la catástrofe de Fukushima, se abrió a recibir a los refugiados y dejó a un lado el dogma presupuestario alemán en nombre de la solidaridad europea, renegando así de buena parte del credo de la CDU que defendía cuando llegó al poder en 2005.

Por supuesto que hay claroscuros. La gestión de la economía y de la pandemia han recibido críticas incluso dentro de su propio partido. En el ámbito diplomático, desde la izquierda le reprochan haber dado más importancia a los intereses económicos que a los derechos humanos, sobre todo frente a los avances de regímenes como los de Rusia y China.

El futuro

Por ahora se ha definido solamente la sucesión de Merkel al frente de su partido. El 26 de septiembre comenzará a definirse el futuro de Alemania y, con él, también el destino de la Unión Europea (UE), por tratarse de la principal economía del bloque comunitario. La UE es el mayor actor comercial global, por lo tanto su incidencia planetaria es evidente.

En esta actualidad global caótica e imprevisible, la única certeza futura en torno a Angela Merkel es que en septiembre dejará atrás la política alemana y entrará por la puerta grande a la historia.