La jueza federal Gabriela Hardt condenó a Luiz Inacio Lula Da Silva a 12 años y 11 meses de prisión por entender que se benefició de las obras por cerca de 271 mil dólares que tres empresas, a saber, Odebrecht, OAS y Schain, hicieron en una residencia situada en la localidad de Atibaia, en el estado de Sao Paulo.

Pese a que Lula no es el propietario dela casa -de hecho, la propiedad está a nombre de un amigo suyo, el empresario Fernando Bittar-, la jueza dictaminó que el exmandatario se benefició ilegalmente de las remodelaciones por parte de empresas que fueron favorecidas durante su mandato.

Lula ya cumple otra sentencia a 12 años y un mes de prisión ratificada en segunda instancia desde abril de 2018. Se trata de la condena por corrupción y lavado de dinero que le impidió participar de las elecciones presidenciales del año pasado pese a que contaba con la mayor intención de voto registrada en ese entonces.

En esa oportunidad, la acusación sobre el expresidente fue por recibir un departamento tríplex en la localidad balnearia de Guarujá como soborno de la empresa constructora OAS, la cual habría sido favorecida por el exmandatario en la contratación de obras públicas.

Sin embargo, no existe ningún documento que vincule a Lula con ese departamento, el cual aún figura en el catastro como propiedad de OAS. Solamente existe el testimonio del propio exmandatario de haber visitado en una oportunidad el inmueble con intención de adquirirlo. Es decir que tanto el juez que lo condenó en primera instancia, Sergio Moro, como los tres jueces del tribunal que ratificaron la condena en segunda instancia, lo hicieron sobre la base de inferencias.

Lula siempre negó los cargos en su contra y se considera víctima de una caza de brujas. El Partido de los Trabajadores (PT) también asegura que su líder sufre una persecución judicial sin paralelo.

Lo cierto es que la investigación Lava Jato y sus derivaciones parecen tener consecuencias más contundentes solamente sobre un sector y una figura política en particular.

Petrolao y Lava Jato

La sentencia del pasado miércoles es la última de las múltiples emitidas en el marco del escándalo del Petrolao desatado por la investigación Lava Jato en torno a la petrolera estatal Petrobras y que comenzó casi por casualidad en una gasolinera de Brasilia.

En marzo de 2014 la Policía Federal descubrió que, además de las bombas de combustible, el minimercado y la cafetería, en la estación había una casa de cambio que se usaba para lavar dinero. Poco después se descubrió la relación de la trama con Petrobras. Más tarde, a cambio de beneficios penales producto de la utilización de la figura de la delación premiada, algunos de los funcionarios y empresarios que ya estaban siendo acusados empezaron a delatar a otros implicados.

Las investigaciones escalaron hasta alcanzar a autoridades y empresarios de máximo nivel. Los fiscales denunciaron que las principales empresas constructoras de Brasil, incluidas multinacionales como Odebrecht, Camargo Corrêa y Techint, habían formado un cartel para repartirse contratos multimillonarios de Petrobras. A cambio pagaban sobornos a directores de la petrolera y a políticos de diferentes agrupaciones, incluido el PT entonces gobernante, partidos aliados y también opositores, que utilizaron el dinero, ya fuera para enriquecimiento personal como para el financiamiento ilegal de campañas electorales.

Se estima que el dinero desviado osciló entre el 1 y el 3 por ciento del valor de los contratos con Petrobras, e iba a parar a compañías utilizadas como fachada, que disfrazaban los sobornos como pagos por servicios de consultoría.

De esta manera, a partir de una operación iniciada contra el lavado de dinero que derivó en el destape del entramado de corrupción transversal a las dirigencias política y empresarial brasileñas, se llegó en solamente cuatro años a la segunda condena de quien fuera uno de los políticos más populares del mundo. Y pese a que son numerosos los políticos que cumplen condenas de prisión en Brasil, ninguno es de la envergadura de Lula. Por eso cabe preguntar qué sucedió con quienes ocuparon la presidencia después de él, es decir, desde 2010 hasta ahora.

Dilma, Temer y Bolsonaro

La sucesora de Lula fue desplazada de la presidencia en 2016 mediante un impeachment que aún se discute. Pese a que enfrenta acusaciones en el marco de la investigación Lava Jato, Dilma no tuvo hasta el momento ninguna condena. Lo que resulta indiscutible es que la popularidad de Dilma Rousseff se evaporó durante su segunda presidencia y durante las elecciones generales de octubre de 2018 no obtuvo siquiera los votos necesarios para alcanzar una banca como senadora. Cabe concluir que Dilma, no representa entonces una amenaza electoral tangible. Lula si.

En el caso de Michel Temer, exvicepresidente de Dilma y quien ocupó la primera magistratura del país desde 2016 hasta el 1º de enero de este año, el Supremo Tribunal Federal (STF), máximo organismo judicial del país, envió hace poco días cuatro procesos en su contra a juzgados de primera instancia. El STF llevó adelante las investigaciones mientras Temer era presidente y hasta intentó avanzar dos veces en un impeachment que fue bloqueado en ambas oportunidades por el mismo Congreso que expulsó a Dilma. Varios de sus exfuncionarios son investigados y otros se encuentran presos, pero la soga nunca le llegó al cuello al propio Temer. Debe destacarse que durante todo su mandato Temer nunca logró superar el 10 por ciento de aceptación popular. Tampoco él representó nunca una amenaza electoral.

En el caso de Jair Bolsonaro, quien asumió la presidencia el 1º de enero pasado, tiene acusaciones en su contra por financiamiento ilegal de la campaña que lo llevó a la presidencia y su entorno familiar inmediato -su esposa y Flavio, uno de sus hijos- están siendo investigados por movimientos  financieros sospechosos. Sin embargo, Bolsonaro goza aun de una popularidad notoria y de una pátina de honestidad que supo construir su equipo de campaña, sobre los cuales las investigaciones en curso aún no hicieron mella.

El ascenso de Bolsonaro está directamente relacionado con la imposibilidad de Lula para presentarse a las elecciones presidenciales del año pasado. Fue desde que se confirmó que el líder del PT estaba impedido de participar que Bolsonaro se afianzó como favorito y comenzó a trepar en las encuestas. Se le agregó el desmoronamiento de la derecha tradicional, el apoyo de un sector del poder judicial, de las iglesias evangélicas, del ejército y de un grupo de empresarios autodenominados anticomunistas, principalmente ligados a la producción agropecuaria y a la producción de armas, que catapultaron el fenómeno Bolsonaro. Pero el mayor éxito comunicacional de su campaña estuvo relacionado indudablemente con la asociación de su figura a la seguridad y a la honestidad. Asociación que aunque cuestionable, aún se mantiene.

También debe recordarse en este punto el rol definitorio de Sergio Moro, el juez que puso a Lula tras las rejas y lo dejó fuera de competencia para convertirse luego en ministro de Justicia de Jair Bolsonaro. Moro se ha convertido para un importante sector de la opinión pública brasileña en una suerte de garante de la honestidad del bolsonarismo.

Pero todo este esquema no funcionaría eficientemente sin una derrota definitiva sobre quien fuera identificado puntillosamente como el enemigo interno y como la raíz de todos los males.

El chivo expiatorio

Esta figura bíblica se refiere al sacrificio que hacían los antiguos judíos de un chivo para purificar sus culpas ante Dios. En el ritual, el Sumo Sacerdote cargaba sobre el chivo con todas las culpas del pueblo judío y lo enviaba al desierto para así expiar pecados y responsabilidades, como paso previo a la veneración de Dios.

En las sociedades modernas, la idea se aplica a una persona o grupo de personas a las que se quiere hacer cargar con la culpa de algo de manera exclusiva, sirviendo así de excusa a los fines del inculpador, pero especialmente como vehículo para liberar a la sociedad en su conjunto de su propia cuota de responsabilidad. El chivo expiatorio en las sociedades actuales es funcional para quienes se ven afectados por la frustración, puesto que les permite redirigirla y concentrar su agrsividad sobre él.

Lula se convirtió en el chivo expiatorio brasileño. Todo lo que él representa, el obrero nacido en la pobreza, con ideología progresista, ascendido a sindicalista primero y a presidente después, fue cargado de todas las frustraciones y las culpas de una sociedad que de un modo u otro fue partícipe necesaria de su encumbramiento, beneficiaria de sus aciertos, y víctima de sus desvíos. Identificar el problema real significaría que la sociedad brasileña debería mirarse en el espejo de su dirigencia política, social, empresarial y religiosa, y tomar nota de que esa élite que conduce y llevó al país al actual estado de cosas, no es más que un apéndice de sí misma.

Cuando el espejo devuelve una imagen desagradable, es mejor apelar a la figura -hábilmente explotada por algunos sectores- del chivo expiatorio. Es mejor que sea solamente Lula quien vaya a morir al desierto para expiar los pecados del conjunto.