Desde el resultado de las elecciones generales de noviembre de 2015 España está inmersa en una crisis política e institucional. En aquel entonces, el reparto de los 350 diputados encargados de formar gobierno -se trata de un parlamentarismo y no de un presidencialismo- fue tan atomizado, que ningún partido político o eventual coalición de partidos llegó a reunir los 176 legisladores necesarios. Desde entonces, se sucedieron varias rondas de negociaciones pero las divergencias se impusieron entre las cuatro fuerzas políticas más votadas, a saber, el gobernante Partido Popular (PP), el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), Podemos y Ciudadanos.

Fue luego de cinco meses de infructuosas tratativas que intervino el Rey Felipe VI para convocar nuevas elecciones e intentar así zanjar la parálisis institucional. Más de 34 millones de españoles residentes en el país y casi 2 millones de residentes en el exterior -muchos de ellos en Argentina- concurrirán en junio a las urnas para renovar 558 de los 616 escaños que conforman las Cortes Generales: los 350 del Congreso de los Diputados y los 208 de elección directa del Senado. La campaña electoral será corta: se extenderá entre el 10 y el 24 de junio. El 25 será una jornada de reflexión y el 26 se votará en un clima de descreimiento respecto de la dirigencia política.

¿A quién votar?

Esa es la pregunta que muchos españoles se formulan. Una encuesta reciente reveló que casi la mitad de la población piensa que los políticos no tienen real intención de resolver sus problemas. Esta percepción ya se había traducido en las elecciones de noviembre. Los partidos políticos tradicionales alcanzaron el primero y segundo lugar hace seis meses, pero con una merma considerable de sufragios respecto a elecciones anteriores. Además, dos fuerzas política nuevas aumentaron considerablemente su caudal electoral. En definitiva, el PP logró 123 escaños (63 menos que en 2011), el PSOE 90 (20 menos que en 2011), Podemos y sus aliados sumaron 69 bancas y Ciudadanos 40. Formar alianzas entre esas cuatro fuerzas fue imposible y ese hecho profundizó la percepción de los españoles acerca de que sus políticos poco piensan en el bienestar general y mucho en la conveniencia particular.

Lo cierto es que Podemos, agrupación surgida de la expresión popular espontánea conocida como 15-M o “movimiento de los indignados”, reúne a buena parte de los votantes desencantados con los partidos políticos tradicionales o directamente desilusionados con el Sistema Político. Su líder, Pablo Iglesias, consiguió hace pocos días formalizar una alianza electoral nacional con Izquierda Unida (IU) una agrupación de izquierda con menos votantes pero con tendencia al crecimiento. La aspiración de Iglesias es superar al PSOE gracias a la alianza con IU. Si lo logra, la alianza Podemos-IU dejaría en tercer lugar a los socialistas y estaría en condiciones de presionarlos para alcanzar con ellos una coalición parlamentaria de centroizquierda.

No obstante ello, los dirigentes de las cuatro principales fuerzas políticas sufren, aunque en distinta medida, un desgaste de su liderazgo tanto entre el conjunto del electorado como -lo que es aún más significativo- entre los votantes de sus propios partidos. Solo Alberto Garzón, el líder de IU se libra de esta tendencia negativa. Un sondeo realizado por Metroscopía arroja como resultado una intención de voto del 29 por ciento para el Partido Popular, 23,3 por ciento para la alianza Podemos-IU, 20,3 por ciento para el PSOE y  16,9 para Ciudadanos. Pero el final está abierto.

Deuda pendiente

La inestabilidad política e institucional de los últimos meses expone aún más la crisis económica que atraviesa España. 2015 concluyó con un déficit fiscal de 5,1 por ciento del PBI, y se incumplieron una vez más vez las reglas fiscales exigidas por la Unión Europea (UE) a sus miembros. Desde las oficinas de la Comisión Europea en Bruselas entienden que España merece un castigo por sus reiterados incumplimientos, pero la situación política ya relatada hizo difícil la exigencia de esas medidas en los últimos meses. Desde la UE quieren un duro ajuste para un país que acumula el segundo déficit más abultado del bloque comunitario y tiene una deuda pública que ha crecido a toda velocidad durante este período de recesión, hasta superar la barrera del 100 por ciento del PBI. Eso quiere decir lisa y llanamente que el Estado debe más dinero que la riqueza que genera España en un año. Es la primera vez que esto ocurre en más de un siglo, de acuerdo a los datos difundidos por el Banco de España. Entre enero y marzo las administraciones públicas nacional, regionales y locales acumularon una deuda de 1095 billones de euros.

La “desconexión” de Cataluña

Otra crisis que arrastra el país es la del intento secesionista catalán. Distintos grupos políticos secesionistas confluyeron en los últimos años e intentan independizar a Cataluña. Si bien el planteo nacionalista es histórico, en el sustrato del conflicto hay un problema también económico. Distintos sectores nacionalistas se radicalizaron cada vez más por considerar que Cataluña es humillada por el Estado central, que le devuelve mucho menos dinero del que aporta en concepto de impuestos.

El 9 de noviembre de 2015 las principales agrupaciones nacionalistas catalanas votaron una resolución de inicio de un proceso secesionista que apuntaba que, en el plazo de un mes, debía empezar la tramitación de las leyes de proceso constituyente, de seguridad social y de hacienda pública, que serían las bases de una hipotética república catalana. El gobierno español recurrió ante el Tribunal Constitucional, que el 9 de diciembre anuló la resolución rupturista. Pero a comienzos de abril de este año, el parlamento catalán aprobó una moción que ratifica la declaración de ruptura con España del 9 de noviembre. Dicha moción insta al gobierno catalán a presentar en el parlamento en un plazo de 60 días el plan de ejecución de todas las medidas de los anexos de la declaración suspendida y el plan para desplegar el proceso participativo previo a la redacción de una Constitución. La pugna es política y cultural. El gobierno central prohibió el uso de la bandera estelada -emblema del independentismo catalán- en organismos públicos y en los estadios de fútbol. Los secesionistas trabajan en un proyecto de Constitución que excluye al castellano como lengua oficial. Los catalanes parecen avanzar a como dé lugar con lo que denominan “proceso de desconexión” de España. El temor que existe a una salida de Cataluña es el efecto contagio en otras regiones y, principalmente, en el País Vasco. Ese sería el fin de España tal como se la conoce.

Crisis y oportunidad

La posibilidad de aplicar un ajuste severo con aumento de impuestos en un contexto de desocupación alarmante -más del 20 por ciento- amenaza con convertir a España en Grecia. La UE parece insistir con sus recetas sin atender las dificultades y los particularismos. Tampoco se responsabiliza de las deficiencias en el control de las cuentas públicas de los estados miembro.

España padece sus problemas económicos en simultáneo con una crisis cultural y de identidad nacional que podría fragmentar territorialmente al país. Pero no hay nada que sea inevitable. Posiblemente un nuevo gobierno decidido a ceder en su centralismo en beneficio de las comunidades, disminuiría sensiblemente el fervor separatista de catalanes y vascos.

Y con estas crisis como telón de fondo, el fallido proceso negociador entre las distintas fuerzas políticas luego de las elecciones nacionales de noviembre de 2015 dejó claras cicatrices. En el tiempo transcurrido desde entonces, el electorado que en aquel entonces expresaba conformidad con la actuación de sus líderes, se fue convirtiendo en un electorado cada vez más inconforme y crítico con ellos.

Lo cierto es que la fragmentación política representa la propia fragmentación de los españoles, producto de las crisis que padecen. En tal sentido, sólo el propio pueblo español podrá encauzar las cosas y tendrá oportunidad de hacerlo el próximo 26 de junio, recordando que cada crisis lleva en su seno la semilla de una nueva oportunidad.