Lo que pasó fue esto: en agosto pasado, la consultora Gallup hizo una encuesta entre los jóvenes de Estados Unidos (luego de que representantes de lo que podría llamarse “la colectora Demócrata”, es decir dirigentes que no son del riñón del Partido Demócrata pero que participan en sus listas, como Alexandria Ocassio-Cortez, identificada con las ideas socialistas como Bernie Sanders, arrasaran en las elecciones de medio término) en la que el 51 por ciento de los consultados –de entre 18 y 29 años– declararon que tenían una opinión favorable del socialismo, mientras que sólo un 45 por ciento dijo que veían positivamente al capitalismo. Un relevamiento de Gallup de 2010 sobre el mismo tema aseguraba que el 68 por ciento de los jóvenes consultados entonces tenían una visión favorable del capitalismo. En sólo ocho años un 33 por ciento cambió de parecer.

La reacción no se hizo esperar, la semana pasada la cadena Fox publicó una guía que proponía a los buenos padres “americanos” cómo hacer para que “sus hijos le dijeran no al socialismo”. En su programa “Ingraham Angle”, Laura Ingraham, una periodista militante del republicanismo más burdo, entrevistó al gerente de una casa de comidas –autor a su vez de un libro intrascendente– para discutir los peligros de que los jóvenes admirasen a regímenes como el de Corea del Norte, China o Venezuela. Sí, “quieren convertirnos en Venezuela” es también un eslogan popular allá.

El martes pasado, en su discurso ante el Estado de la Unión (acaso el momento político e institucional del presidente más importante del año), Donald Trump, compelido por las respuestas de la opinión pública, los resultados electorales, el desmedido cierre del gobierno –el más prolongado de la historia– porque el Congreso no le aprobó el presupuesto para el muro contra los inmigrantes y la triunfante huelga de maestros de Los Ángeles (que ya se extendió a otros estados), dio una respuesta que fue, ante todo, una confesión de sus mayores preocupaciones: “Tonight, we renew our resolve that America will never be a socialist country” (“Esta noche renovamos nuestro compromiso de que Estados Unidos nunca será un país socialista”), dijo Trump.

Entre la concurrencia, según el relato de John Nichols –uno de los principales columnistas de The Nation, el más tradicional de los medios de la izquierda estadounidenses– estaba Alexandria Ocasio-Cortez “diputada” (es en español el término que mejor se adapta a su cargo) por Nueva York, quien hizo su campaña como “educadora, agitadora, socialista democrática, y nacida y criada en Nueva York para representar a las familias trabajadoras en el Congreso”; también estaba Rashida Tlaib, quien ganó las primarias y las elecciones generales de 2018 como miembro de los Socialistas Democráticos de Estados Unidos (DSA) de Detroit. Incluso estaba el veterano senador de Vermont Bernie Sanders, a quien suelen llamar “el socialista más conocido de Estados Unidos” y a quien muchos desean ver como el retador de de Trump en las elecciones presidenciales de 2020.

A fines de enero pasado, una encuesta de Public Policy Polling (PPP) le daba a Sanders 51 puntos de intención de votos contra unos 41 para Trump. En junio de 2018, la misma consultora le había dado a Sanders 9 puntos por encima del presidente. La CNN también hizo una encuesta prospectiva de votos el año pasado que le daba a Sanders 55 puntos contra 42 de Trump. Mientras que en el estado de Michigan, donde Trump apenas salió airoso en 2016, un relevamiento de la cadena WDIV-TV mostró al senador de Vermont victorioso con once puntos por encima del actual mandatario.

Pero cuidado, Estados Unidos no es la panacea democrática que conocemos en Argentina, si se nos permite la ironía. La mayoría de los votos de la elección presidencial de 2016, que llevó a Trump a la Casa Blanca, no las obtuvo el magnate inmobiliario, sino Hillary Clinton –responsable ella, como funcionaria del gobierno de Barack Obama, de la desintegración siria y otras catástrofes cuyas consecuencias repercutirán en el mundo durante las próximas décadas. Sin embargo, existe allá una suerte de consejo electoral que decide en última instancia, por encima de los números, y le dio la victoria a Donald Trump.

Bernie Sanders no es el primero en la lista de la colectora Demócrata, que tiene a la cabeza al ex vicepresidente Joe Biden.

Pero a diferencia de Biden y otros demócratas, Sanders dice no temerle a la palabra con “s”, la misma que Trump –como otros demócratas– dice que es un término que asusta. El mismo martes, luego de que el presidente diera su discurso ante el Estado de la Unión, en el que rescató los ideales de “nacer libres y permanecer a resguardo”, Sanders respondió: “Las personas no son de verdad libres cuando no pueden pagar su sistema de salud ni los medicamentos que deben tomar, o un lugar donde vivir. Las personas no son libres cuando no pueden jubilarse dignamente o alimentar a sus familias”.

John Nichols recuerda otras charlas con Sanders, por ejemplo una en la que le dijo: “¿Saben los estadounidenses que somos el único de los países más industrializados de Occidente que no garantiza un sistema de salud pública para todos? La mayoría no lo sabe. ¿Saben los estadounidenses que en muchos de los países europeos los secundarios y las universidades son públicas y gratuitas o muy accesibles?”

Si bien la mayoría de los jóvenes simpatizan con las ideas socialdemócratas, de acuerdo con la encuesta de Gallup, sólo un 37 por ciento del total de estadounidenses comenzaron a ver con buenos ojos un sistema que ofrezca más amparo social. No es poco y explica las alarmas de Donald Trump y la ultraderecha que lo sostiene en el poder. Viejos buitres como Mike Pompeo, Marco Rubio (senador por Florida), John Bolton o el criminal de guerra Elliott Abrams empujan a una intervención militar de Venezuela que significaría para Trump lo que la invasión de Panamá significó para Bush padre, según el análisis ejemplar de Grag Grandin, también en The Nation: una reconfiguración de la política doméstica gracias a un logro militar.

Ninguno de los dirigentes de izquierda estadounidenses (Sanders, Ocassio-Cortez, Tlaib) apoya el régimen de Nicolás Maduro, simplemente señalan que la primera medida para ayudar al “pueblo” venezolano debería ser la de levantar las sanciones económicas que no permiten el acceso a alimentos y medicamentos, además de evitar una confrontación armada que multiplicaría sus penurias.

La semana pasada el analista Juan Tokatlian –uno de los más reconocidos profesores en la Universidad Di Tella– señalaba en una entrevista publicada en Nueva Sociedad que América latina está cada vez más desintegrada en la toma de decisiones a nivel global y regional. Su visión no era optimista, como tampoco la del brillante columnista Chris Hedges, quien sostiene que el derrumbe de Estados Unidos y el dólar es algo seguro, sólo falta saber cuándo ocurrirá la caída del imperio que Trump está acelerando.

Como a principios de los 70, el núcleo del poder estadounidense siempre supo reponerse a las disputas hegemónicas internas: aceptados los reclamos de ciertas minorías –desde afroamericanos hasta gays–, lo que operó fue un retorno a la normalidad, cada cual en su lugar, haciendo los méritos necesarios para conservar su puesto.

Como en los 80, con el ascenso de la ola democrática en América latina, la región observa la dispersión y división del pueblo y la política estadounidense en un mismo grado de desintegración. Como en el cuento de nuestro gran autor nacional, las posibilidades políticas habitan el “jardín de los senderos que se bifurcan”.