En la década del 20, Victoria Ocampo fue a la playa con un traje de baño hasta las rodillas y fue tapa del diario La Nación por tal osadía en Mar del Plata.

En estos días la noticia del topless de tres mujeres en las playas de Necochea encendió los debates en los medios y promovieron encuestas locales a fin de acordar o no con semejante intrepidez. Rápidamente, y a continuación, resurgieron discursos rígidos y patriarcales.

Un conocido periodista deportivo, al ser consultado por sus compañeros sobre qué le parecía que tres mujeres mostraran sus pechos en un balneario, dijo que no estaba de acuerdo porque si se acercaba a ellas y las tocaba, se enojarían.

Obviamente que lo harían, al igual que si un hombre caminara con el torso desnudo por la playa y una mujer se abalanzara sobre él. No obstante, nadie se asombró ante tal comentario ni respondió; sin embargo, hubiese sido censurado si una mujer dijera que hubiera deseado tocar al hombre y, seguramente, le hubieran dicho que eran actitudes que no corresponden a una dama.

La diferencia entre hombres y mujeres no deriva de la distinciones biológicas del sexo, sino, por el contrario, refiere a los roles, los derechos, los recursos e intereses de ellos; son construcciones culturales y sociales y, como tales, pueden cambiar con el tiempo. Hoy por hoy, nos molesta el topless, pero no el colaless, debate de hace unas décadas atrás.

Los tiempos cambian y las cosmovisiones del mundo también. De lo contrario, podría seguir vigente el hoy irrisorio Reglamento de baño dictado por el Municipio de Mar del Plata en 1888, donde se señala en algunos artículos que el traje de baño admitido es todo aquel que cubra desde el cuello hasta la rodilla; que no podrán bañarse los hombres mezclados con las señoras, a no ser que tuvieran familia o lo hicieran acompañados de ellas; que es prohibido a los hombres solos aproximarse durante el baño a las señoras que estuviesen en él, debiendo mantenerse por lo menos a una distancia de 30 metros o que se prohíbe en las horas del baño el uso de anteojos de teatro u otro instrumento de larga vista, así como situarse en la orilla del agua cuando se bañen las señoras.

A pesar de los cambios en las condiciones de época, sigue presente una violencia simbólica que sostenemos desde formatos culturales que creemos válidos, la cual repercute en una violencia psicológica y verbal, ya establecidas en nuestra forma de relacionarnos.

Creerse con el derecho de tocar al otro, ser su dueño, por el solo hecho que sea mujer, es lamentable; tal como se escucha asiduamente que algunos se preguntan: ¿cómo no la van a tocar por la calle si usa minifalda?, o señalan que “sus modos son provocadores” o que “su escote no es adecuado”

Cierta ideología, afianzada y arraigada en las creencias, en las prácticas sociales y en el lenguaje, promueve estructuras familiares patriarcales y relaciones verticalistas que, generalmente, son sostenidas por todos y se repiten de generación en generación.

Es común escuchar: “los hombres no lloran”, “las nenas deben ser delicadas”, “Los varones no juegan con muñecas”, entre tantas frases que marcan una mirada un tanto rígida acerca del género.

Desenmascarar las palabras podrá ayudarnos a empezar a tomar conciencia de la gravedad de nuestros pensamientos. Sólo si desnaturalizamos el lenguaje y si reformulamos ciertas prácticas, podremos cambiar la mirada por sobre la mujer, hoy protagonista de ámbitos públicos y privados.

Los roles de género, creados por la sociedad y aprendidos de una generación a otra, son constructos sociales y se pueden cambiar para alcanzar la igualdad y la equidad tan deseada.

Ya no caben dudas que las desigualdades socavan la capacidad de las niñas y mujeres de ejercer sus derechos. Por tanto, asegurar la igualdad en este sentido entre niños y niñas significa que ambos tienen las mismas oportunidades o, al menos, deberían tenerlas.

Respecto de ello, el Observatorio de igualdad de género de América latina y el Caribe (OIG/ CEPAL), sostiene que la autonomía de las mujeres es un factor fundamental para garantizar el ejercicio de sus derechos humanos en un contexto de plena igualdad.

El control sobre su cuerpo, la capacidad de generar ingresos y recursos propios y la plena participación en la toma de decisiones que afectan su vida y su colectividad, constituyen tres pilares para lograr una mayor igualdad de género en la región.

Hablar de autonomía, en relación con el género, es pensar en el grado de libertad que una mujer tiene para poder actuar de acuerdo con su elección y no con la de otros. En tal sentido, hay una estrecha relación entre la adquisición de autonomía de las mujeres y los espacios de poder que puedan instituir, tanto individual como colectivamente.

La dimensión de reconocimiento se vincula directamente a la subordinación cultural y social de ciertos grupos debido a su posición o estatus. En el marco de la supremacía del patrón androcentrista dominante, lo femenino es despreciado y se privilegian y valoran los rasgos asociados a la masculinidad. Este modelo es más común de lo que creemos y se repite diariamente en la televisión que miramos casi sin darnos cuenta.

Planificar avanzar hacia un nuevo parámetro cultural, que permita un nuevo contrato social, es plantear el desplazamiento de la violencia simbólica presente en lo cotidiano y sustituirla con este otro modelo estratégico que tenga un impacto real sobre la realidad; es promover líneas para profundizar sobre la naturaleza, causas y consecuencias de la violencia y en nuevas propuestas de intervención que permitan avanzar en su erradicación; asimismo en una nueva mirada.

Estas líneas de trabajo, responsabilidad del Estado, sin dudas, también necesita de la toma de conciencia de la sociedad civil a fin de romper con una visión cristalizada en una sociedad que replica estereotipos definidos de antemano. Los medios de comunicación no son asépticos; sus interlocutores, consciente o inconscientemente, vierten opiniones con un desparpajo descomunal ratificando y afianzando patrones de conducta absolutamente obsoletos.

Asegurar la igualdad de género entre niños y niñas, significa educar en las mismas oportunidades, los mismos derechos y deberes, desafío para continuar en la senda de los derechos humanos, con plena inserción en la sociedad en igualdad de condiciones entre hombres y mujeres.