En 1812 todavía era una incertidumbre hacia dónde íbamos como país. Por aquellos años, en los papeles, el poder político residía en el Primer Triunvirato (compuesto por, línea de tres, Chiclana, Sarratea y Paso) pero en la realidad el que movía los hilos era Bernardino Rivadavia, secretario del Triunvirato, un porteño centralista empedernido, tildado más de una vez de "españolista".

Los roces y conflictos con tropas realistas apostadas en Montevideo (ciudad adepta a España y camorrera con Buenos Aires) hicieron que el Triunvirato tomara la decisión de controlar y proteger las vías marítimas internas, entre ellas las de los ríos Uruguay y Paraná. La referencia defensiva del Paraná sería en el pequeño poblado de Rosario y el encargado de organizarla fue el bueno de Manuel Belgrano.

El 10 de febrero, Manuel llegó a Rosario y se encargó de armar baterías y fortificaciones ante una amenaza latente de que algunos barcos españoles vendrían a turbar esas orillas del Paraná a fin de trastornar la comunicación entre Buenos Aires y Entre Ríos. Belgrano consideró que un eventual enfrentamiento debía ser material, pero también simbólico y patriótico, y pensó en forjar un símbolo de unión entre quienes colaboraban y batallaban con él en la defensa del territorio argentino.

Es así que el 13 de febrero propuso al Triunvirato que los soldados argentinos usaran una escarapela nacional, idea aceptada por el poder central que, con fecha 18 de febrero, ordenó oficialmente que "la Escarapela Nacional de las Provincias del Rio de la Plata sería de color blanco y azul celeste".

Dejemos de lado (vamos, ya estamos grandes) la versión de que el celeste y el blanco vienen del cielo y de Belgrano mirando románticamente el firmamento rosarino. Si bien es verdad que explicarlo así es más simple y más ameno para una tierna etapa infantil, la realidad es que los colores vienen ni más ni menos que del rey español Carlos III de Borbón quien, devoto de la Virgen María en su Inmaculada Concepción, tomó el celeste y blanco como el pigmento de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III.

Buenos Aires tenía un serio problema de identidad y a pesar del 25 mayo de 1810, en 1812 se encontraba un poco perdida y con la bandera española aun flameando en los edificios públicos. Ya desde 1810 los criollos se habían dividido en dos grandes bandos: aquellos moderados, de cierta simpatía con España, monárquicos, más bien conservadores, y por el otro lado los radicalizados, extremos, los más fervorosos, que buscaban una República al mejor estilo de la Francia revolucionaria y querían borrar de la faz del sur de América todo vestigio español. El Triunvirato estaba dominado por la postura moderada, no estaban seguros de romper violentamente con España y mucho menos de renunciar a la monarquía como forma de gobierno.

Volvamos a Rosario, a la zona donde hoy se encuentra enclavado el Monumento a la Bandera. Belgrano, envalentonado por el éxito de la escarapela, decidió ir más allá y crear un pabellón patrio. Manuel también notaba la esquizofrenia de Buenos Aires y escribía al gobierno central que “las banderas de nuestros enemigos son las que hasta ahora hemos usado”, lo cual hacía parecer que “aún no hemos roto las cadenas de la esclavitud”. Entonces le metió para adelante y avisó que “siendo preciso enarbolar bandera, y no teniéndola, mandéla hacer blanca y celeste, conforme a los colores de la escarapela nacional. Espero que sea de la aprobación de Vuestras Excelencias”.

Esa bandera celeste y blanca flameó a orillas del Río Paraná, el 27 de febrero de 1812, “reflejo del hermoso cielo de la patria”, escribe poéticamente Bartolomé Mitre en su biografía sobre Manuel Belgrano. Las dos baterías organizadas por el creador de la bandera, “Libertad” e “Independencia” (la primera en tierra rosarina, la segunda en las islas), saludaron a la celeste y blanca con una salva de artillería.

Las dudas de Belgrano

Pero acordémonos que Belgrano, siempre meticuloso, escribió “espero que sea de la aprobación de Vuestras Excelencias”. La duda que invadía a Manuel estaba fundada: cuando llegó a Buenos Aires la noticia era que en Rosario se había echado a flamear una bandera revolucionaria, el desagrado fue grande, y el hecho se calificó como un “grave asunto”.

Empecinados en la política prudente de no “pudrirla” del todo con España, los triunviros (y  Bernardino seguro metió mano también) le escribieron a Belgrano el 3 de marzo de 1812 que lo mejor era conducirse “con la mayor circunspección y medida” y que enarbolar la bandera celeste y blanca podía “destruir (…) nuestras operaciones [y] nuestras comunicaciones exteriores” , por eso, lo mejor era ocultar la bandera “disimuladamente y sustituyéndola con la que se le envía, que es la que hasta ahora se usa en esta Fortaleza [refiriéndose a la Casa de Gobierno en Buenos Aires]”.

Sorpresa… en la encomienda venía una banderita española. Sin embargo, para ese entonces, Belgrano ya había dejado Rosario unos días antes para ir al Norte. En Jujuy volvió a hacer flamear la bandera y esto le valió la amonestación del Triunvirato por “tamaño desorden”. Manuel, quizás herido y desilusionado, contestó que no supo de la primera advertencia por no estar en Rosario y que "la bandera la he recogido, y la desharé para que no haya ni memoria de ella".

Caído el Primer Triunvirato, la idea belgraniana volvió a ocupar la atención de los hombres de la política y así fue que la Asamblea del año XIII y más tarde el Congreso de Tucumán que declaró la independencia en 1816, acogieron los colores celeste y blancos para nuestro pabellón.

Aun así, parece ser que si no hay discordia, no hay argentinidad. Existen discusiones respecto de la primera bandera argentina. Algunos optan por creer que originariamente fue como la que conocemos hoy en día. Otros abonan la teoría de que tenía solo una franja celeste y otra blanca (una bandera del Ejército de Los Andes que, según San Martín, fue inspiración en la de Belgrano, apoyaría esta tesitura), hay quienes dicen que estaba compuesto por dos franjas blancas y una celeste y hasta que las franjas no eran horizontales sino verticales. Del sol, para este entonces, ni noticia, fue incluido por Juan Martín de Pueyrredón en 1818.

De algo podemos estar seguros y sobre eso no hay discusión: nuestros colores son el celeste y el blanco y la primera bandera con esos colores la creó e hizo flamear Manuel Belgrano, un día como hoy, pero de hace 206 años atrás, en Rosario.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR