Un pizarrón con rebordes de colores, de esos que usan los chicos cuando juegan, cuelga sobre la pared de chapa de una casa precaria. Permanece abandonado sobre una calle a la que se han olvidado de ponerle nombre. El dato no aportaría nada sino fuera porque está a solo 10 metros de la escena del crimen. Policías de la Brigada de Investigaciones, con sus chalecos antibalas, van y vienen por esa callecita sinuosa. Esperan a que llegue el fiscal mientras peritan el lugar, todo lo que rodea a ese cuerpo inerte envuelto en una sábana que era hasta hace una hora un chico de 20 años. Fue asesinado a balazos en el amanecer del jueves 11 de febrero, en un pasillo cercano a Avellaneda al 4200, de barrio Acindar, Rosario.

Los periodistas  que arribamos al lugar aguardamos precisiones sobre ese nuevo crimen, en medio del espeso calor del verano, que se torna insoportable. Detrás de la pared de chapa sobre la que cuelga el pizarrón se oyen dibujos animados, algún chico mira tele, que es mejor que mirar lo que hay para ver afuera. De pronto un Fiat Duna llega a rauda velocidad, estaciona frente a la casa y empiezan los gritos de la madre del muchacho, desgarrador como los de cualquier madre que pierde a su hijo violentamente. Los dibujos animados siguen oyéndose. Otros chicos en cambio, caminan en medio de las fajas de seguridad y son apartados bruscamente por la policía.

Un crimen no es tanta novedad como debiera en un barrio donde las balaceras son frecuentes y los ajustes de cuenta una causa de muerte naturalizada. Cuarenta y ocho horas antes, a cinco cuadras de allí un bebe de dos años había sido herido en medio de un tiroteo. La infancia transcurre dolorosa en algunos lugares.

Después de dos horas de espera bajo un sol abrasador en la que los cronistas recogimos datos, visualizamos la escena del crimen, elucubramos hipótesis y comenzamos a hablar del calor, del recital de los Rolling Stones, de los aumentos de sueldo… el fiscal se digna a contar qué paso. La víctima murió en el patio de su casa, que funcionaba como bunker de venta de drogas, a juzgar por la cantidad de estupefacientes fraccionados hallados allí, lo ajusticiaron por una deuda narco. Veinte años tenía. Dos hijos huérfanos dejó.

Contestadas las preguntas los cronistas comenzamos a caminar hacia calle Avellaneda. Detrás nuestro se escucha el murmullo altisonante de los dibujos animados en la casilla de chapa. Que ese chico tenga otro destino, pienso. Me respondo que es difícil. Y entiendo que la verdadera noticia allí no es el crimen, sino ese pizarrón olvidado sobre una pared de lata.