Durante un largo período de la historia de la humanidad, la mujer fue considerada como un mal necesario, un ser inferior, sistemáticamente despreciado por los hombres. Tanto griegos como romanos y, luego, predicadores cristianos la estigmatizaron como un ser tramposo y funesto. En la antigua Roma, por ejemplo, era una posesión del marido y no podía ser dueña de propiedades ni de ella misma. A principios de la era cristiana eran contados los pueblos en que las mujeres accedían al poder, como Cleopatra, reina de Egipto.

 

Un cambio cultural e histórico muy importante empezó a producirse después de la segunda Edad Media a partir del código del amor cortesano que rendía culto a la dama amada y exacerbaba sus perfecciones morales y estéticas.

 

En los siglos XVIII y XIX es reivindicada como madre y educadora de los niños y la  ponen en un pedestal filósofos, pedagogos y poetas, en el marco de esa figura. Sin embargo, esta mujer, no es reconocida aún como sujeto igualitario y autónomo. No obstante, en la época victoriana la escritora Mary Wollstonecraft publicó el libro Reivindicación de los derechos de la mujer, en la que sostenía que el ideal de matrimonio residía en la afinidad intelectual y en la igualdad educativa para ambos, pero su lugar se limitaba al ámbito privado y al de esposa obediente.

 

A estos dos momentos históricos señalados, Gilles Lipovetsky, filósofo francés, los decribe y los llama la Primera y la Segunda mujer. Sin embargo, señala, que está surgiendo una "Tercera mujer", que se mueve en la escena del mundo occidental y que conquistó el poder de disponer de sí misma, de decidir sobre su cuerpo y su fecundidad, el derecho al conocimiento y a desempeñar cualquier actividad.

 

 

Aunque, dice el filósofo francés, que este cambio no significa una mutación histórica absoluta que hace tabla rasa del pasado. "Nos equivocamos, yo incluido,  cuando creímos que se había instalado un modelo de similitud de los sexos, es decir, un proceso de intercambiabilidad o de indistinción de los roles masculino y femenino".

 

Hoy, según el pensador, la libertad de gobernarse a sí misma/o, que ahora se aplica indistintamente a hombres y mujeres, es una libertad que se construye siempre a partir de normas y de roles que permanecen diferenciados. Un ejemplo es la relación prioritaria de la mujer con el mundo privado, la afectividad y los sentimientos, así como la permanencia de su rol al interior de la familia.

 

En el terreno del amor y la seducción, y a pesar de la revolución sexual, esta época no logró cambiar la posición tradicional de las mujeres en sus aspiraciones amorosas. No obstante la caída de innumerables tabúes, sostiene el autor, el sentimiento sigue siendo el fundamento privilegiado del erotismo femenino. Y, si bien en las maniobras de acercamiento entre los dos sexos las mujeres empezaron a tomar la iniciativa, es mucho más discreta y selectiva que la que practican los hombres.

 

Incluso, el lugar predominante de la mujer en el rol familiar se mantiene, según Lipovetsky, no solamente a causa del peso cultural y de las actitudes egoístas de los hombres, argumenta, sino porque estas tareas enriquecen sus vidas emocionales y relacionales, y dejan en su existencia una dimensión de sentido.

 

La mujer y el trabajo

 

Sin embargo, y a pesar de la feminización de las carreras y del empleo, el poder económico y político permanece mayoritariamente en manos masculinas. Las mujeres están asociadas prioritariamente al polo privado de la vida y los hombres al público, por ende, esto tiene consecuencias inevitables en la cuestión del poder.

 

Si bien estamos lejos todavía de una sociedad que de las mismas posibilidades a hombres y mujeres en el acceso a éste, no se debe solamente a los obstáculos masculinos sino a la priorización que dan las mujeres a los valores privados que las vuelve refractarias a la lucha del poder por el poder.

 

La nueva mujer, sugiere Lipovetsky, manifestará mayor inclinación por puestos de responsabilidad política que comprometerse en luchas por grandes puestos de poder en las empresas. Aceptarán mejor sacrificar una parte importante de sus vidas privadas por causas que vehiculicen un sentido de progreso para los otros, que expresen un ideal común, que sacrificarse por funciones económicas marcadas sobre todo por el gusto del poder por el poder mismo.
               

Esta Tercera Mujer, señala el pensador, rechaza el modelo de vida masculino, el dejarse tragar por el trabajo y la atrofia sentimental y comunicativa. Ya no envidia el lugar de los hombres ni está dominada como diría el psicoanálisis por el deseo inconsciente de poseer el falo. Representa una suerte de reconciliación de las mujeres con el rol tradicional, el reconocimiento de una positividad en la diferencia hombre-mujer. La persistencia de lo femenino no sería ya un aplastamiento de la mujer y un obstáculo a su voluntad de autonomía, sino un enriquecimiento de sí misma.

 

La larga marcha por la autonomía de las mujeres no está terminada. Lipovetsky considera que en el futuro será más importante la movilización y responsabilidad individual que las movilizaciones colectivas. Será un feminismo más individualizado, menos militante, que no parte en guerra contra la femineidad y que no diaboliza al hombre.

 

El autor de La era del vacío no niega que el feminismo de los 60 y los 70 haya puesto sobre el tapete temas importantes, pero considera que estas mujeres defienden un ideal arcaico. En este feminismo, asegura, no se ha entendido la transformación de lo femenino, que es lo que llama la tercera mujer.

 

El reto femenino de hoy consiste en tratar de ser mujer sin querer llegar a ser hombre, eligiendo la vida familiar o profesional, o ambas a la vez, sin renunciar a sus deseos personales. El costo deberá redituarse en beneficio subjetivo para cada una que derivará en una mejor calidad en la relación con los hijos y con la pareja, en la satisfacción de formar parte de un presente y un futuro y sentirse indispensable en esta tarea. Ser parte activa de la sociedad es una elección diaria que implica un gran esfuerzo y compromiso de quién la realiza. Sólo hay que querer formar parte.