Las elecciones presidenciales en Paraguay mostraron una realidad que atraviesa a las democracias de la región.

El último domingo el Partido Colorado, que domina la política paraguaya desde hace 70 años, ratificó su hegemonía política con el triunfo de Mario Abdo Benítez (46,5 por ciento de los votos) sobre el opositor liberal Efraín Alegre (42,7 por ciento), quien hacía su segundo intento de acceder al poder junto al Frente Guazú del expresidente Fernando Lugo, en el marco de la Alianza Ganar.

En Paraguay no hay segunda vuelta electoral, motivo por el cual un sólo voto de diferencia podía definir quién sería el sucesor del -también colorado- Horacio Cartes, el controvertido empresario que gobernó durante los últimos cuatro años. Quizás eso explique en alguna medida como, ante un final tan reñido, los opositores denunciaran fraude. Independientemente de que haya o no existido, las posibilidades de que el resultado se diera vuelta a favor de la Alianza Ganar eran magras. Ya se sabe que, como reza un viejo dicho no hay oposiciones que ganen elecciones, sino oficialismos que las pierden, y el Partido Colorado tiene una larga tradición de no perderlas.

El ganador

Mario Abdo Benítez tiene 46 años y es hijo de un exsecretario del dictador Alfredo Stroessner. Es Licenciado en Marketing Político y también propietario de dos empresas del rubro de la construcción, Almacenamiento y Distribución de Asfalto (Aldía SA) creada en 1997, con la cual entre los años 2010 y 2014 obtuvo contratos con el Ministerio de Obras Públicas y la Municipalidad de Asunción por valor de unos 18,5 millones de dólares, y Creando Tecnología SA (Createc SA),  fundada en 1998, con la cual facturó en el mismo periodo, también al Estado, 3,8 millones de dólares. Las adjudicaciones del Ministerio de Obras Públicas bajaron a cero tras su alejamiento del entorno del presidente Horacio Cartes para liderar la disidencia. Su único paso por la función pública fue como senador y presidente de la cámara alta.

Paraguay y Latinoamérica, una parte y el todo

El país tiene una democracia desde 1989 que, con altibajos, se fue consolidando. Actualmente, la economía paraguaya se muestra dinámica y ofrece datos alentadores. Tiene un crecimiento sostenido de más del 4 por ciento anual durante la última década -el Fondo Monetario Internacional (FMI) anticipa un 4,5 por ciento para este año-, la inflación es estable y ronda entre el 4 y el 5 por ciento anual y, pese a que se incrementó en los últimos años, la deuda pública es la menor de Latinoamérica.

Sin embargo, los paraguayos no están contentos y el domingo pasado fueron a votar en un clima de indiferencia hacia su dirigencia política. Lo que perciben es que en tantos años de elecciones y democracia y, a pesar de contar con variables económicas promisorias, en el país sigue habiendo un reparto inequitativo de la pobreza. En otras palabras, la economía prospera pero solamente para el sector acomodado de la sociedad, mientras la pobreza decanta y se reparte siempre hacia el mismo sitio. El malestar es particular entre la juventud, que ve aumentar la tasa de desocupación sin prisa pero sin pausa hasta alcanzar actualmente el 8,4 por ciento.

Actualmente, la pobreza alcanza al 26,4 por ciento de la población -de acuerdo a datos oficiales-, pero ante los organismos internacionales Paraguay aparece como uno de los países con peor distribución de la riqueza, donde el 20 por ciento de los habitantes concentra el 62,4 por ciento de la riqueza y el 10 por ciento más pobre apenas el 0,7.

La inequidad paraguaya aparece entonces como un fiel reflejo de la inequidad latinoamericana. Ya se sabe que la región es la más desigual del planeta, pero lo que no parece quedar tan claro es que las consecuencias de ello y la relación entre pobreza y democracia en la percepción de las sociedades latinoamericanas se está convirtiendo en un factor preocupante.

Democracia desvirtuada

La indiferencia de los paraguayos al momento de votar no es más que la demostración de un fenómeno que se extiende por toda la región. No debe confundirse con la despreocupación indiferente de aquellas sociedades prósperas en las cuales no interesa el debate político o ideológico debido a que el bienestar ya está garantizado.

Se trata de una indiferencia más parecida a la que se vivió tras la caída del paradigma comunista, cuando el liberalismo reinaba como pensamiento único y parecía ser inútil oponer resistencia. En este caso, es producto en buena medida del desencanto y la frustración con la democracia como vía política para administrar los conflictos humanos. Para amplios sectores de la población latinoamericana, la democracia no es más que una cortina de humo o un malabarismo que oculta una triste realidad, que nada cambiará nunca, y que los ricos y poderosos seguirán siendo los mismos. Para muchas personas la democracia es solamente la aceptación mansa del orden constituido. Sin embargo, la realidad de otras regiones donde la democracia y la prosperidad van de la mano, demuestran que las cosas no son siempre de la misma manera.

La democracia empresarial

Otro dato interesante aportado por las elecciones paraguayas gira en torno a que el presidente electo es empresario y deberá suceder a otro empresario en el cargo. Durante la semana que pasó, el presidente -empresario- Mauricio Macri, recibió la visita de su par chileno Sebastián Piñera, empresario también. Hace menos de un mes, en Perú renunció otro presidente empresario, Pedro Pablo Kukzynski. Ni hablar siquiera del presidente empresario más famoso: Donald Trump, quien gobierna en la cuna de la democracia occidental moderna.SebastiániPñer  y Mauricio Macri (EFE)

Parece haber surgido una suerte de democracia empresarial que propone una ética del éxito y la ganacia distinta a la ética altruista propuesta por los gobiernos progresistas que fueron mayoritarios en la región durante los últimos 15 años.

En el fondo parece haber una asociación entre democracia progresista y corrupción, que resulta muy ofensiva para grandes sectores de la población, justamente por la promesa de progreso social incumplida o subcumplida, producto de la caída en la tentación del latrocinio. Por el contrario, la expectativa puesta en los valores de esa democracia empresaria son mucho más modestos. Solamente se espera de un empresario que haga lo imposible por alcanzar el éxito y el mayor margen de ganancia posible. No se le exige -porque tampoco lo ofrece- ningún mensaje altruista.

A ello se le agrega la confusión cada vez mayor entre la discusión política y la discusión ética, sin aclarar nunca de que se trata de dos esferas diferentes, algo que ya había advertido Nicolás Maquiavelo hace cinco siglos.

Pero lo peor de todo es que existe una tendencia cada vez más preocupante a percibir a la dirigencia política como toda igual. Si toda la dirigencia política es igual, entonces es indistinto votar a un candidato o a otro, puesto que cualquiera de ellos hará más o menos lo mismo y ninguno resolverá los problemas que atraviesan a la mayoría, como la pobreza. Esa ausencia para percibir matices, también observable en distintos rincones de Latinoamérica, alberga numerosos peligros. Cuando una sociedad no es capaz de distinguir los matices políticos, el problema se concentra en la sociedad y no en la dirigencia política que, en ultima instancia, emerge de ella. Si se carece de la capacidad de advertir las diferencias -por sutiles que éstas fueran- entre un candidato y otro, se está en la antesala de un problema grave. Hitler no era lo mismo que Hindenburg y Stalin no era lo mismo que Lenin.

Las democracias actuales, especialmente las latinoamericanas, tienen numerosas asignaturas pendientes y deben ser escrutadas y cuestionadas por los electores. Pero pensar que cualquier sistema de gobierno que mejore mi posición relativa dentro de la sociedad es mejor que la democracia, puede ser el comienzo del fin. Ya lo dijo Winston Churchill “La democracia es el peor de todos los sistemas políticos, con excepción de todos los demás”.