La extrema derecha no es nueva. Especialmente en Europa, donde el fascismo y su versión más radicalizada, el nazismo, causaron estragos. Tampoco el ascenso de la ultraderecha sin uniforme, mimetizada con las formas y las apariencias democráticas es un fenómeno nuevo. Hace veinte años llegaba mediante una coalición al gobierno de Austria un político carismático, seductor, filonazi y xenófobo: Jörg Haider. El líder del Partido de la Libertad de Austria (FPÖ) no tenía inconvenientes en decir lo que pensaba. Por ejemplo, que un antiguo combatiente de las SS no era un criminal, sino un soldado que cumplió con su deber por su patria durante la guerra.

La llegada de Haider al poder produjo en aquel entonces un temblor político y diplomático. La Unión Europea (UE) impuso sanciones a Austria por las posiciones de extrema derecha de su gobierno, contrarias a los valores fundamentales del bloque comunitario. El Estado de Israel, ante el tono antisemita de las declaraciones del entonces líder del FPÖ, cerró su embajada en Viena. Haider, que consideraba todas esas reacciones como una conspiración contra las ideas que defendía, terminó por perder el favor de los austríacos. Lo que cambió es que hace veinte años, ciudadanos, países y bloques regionales, reaccionaban con indignación ante los brotes del extremismo.

Austria, un caso testigo

Desde entonces corrió mucha agua bajo el puente. Sin embargo, Austria, un pequeño país en el centro de Europa, actúa como caso testigo. Quizás porque fue la cuna de Adolf Hitler. Quizás porque en 1938 se unió pacífica y voluntariamente al Reich y al nazismo. Quizás por el regreso al extremismo de la mano de Haider. Quizás porque nunca pagó un precio sustancial por todo lo anterior.

El actual vicecanciller austríaco, Heinz-Christian Strache, ha logrado devolver al FPÖ al gobierno tras lograr un 26 por ciento de los votos en las elecciones de octubre de 2017. Todo, pese a unas fotos de su juventud vistiendo un uniforme de una asociación neonazi. Las imágenes no sólo no le hicieron mella a su carrera, sino que ni siquiera fueron un tema de campaña. Lo que en otro contexto hubiera supuesto el fin de su vida política, se toleró. Esa fue la novedad.

Strache no es -como tal vez se pensó en su momento de Haider- un accidente o una particularidad de la política austríaca. Actualmente, la extrema derecha gana terreno y se afianza y no solamente en la UE. Holanda, el Reino Unido, Alemania, Italia, Francia, Polonia, Hungría, son países con presencia creciente de partidos de extrema derecha. España, pese a la dureza de la crisis económica y la llegada de migrantes se mantenía como una de las excepciones a la regla hasta el arribo -mediante una coalición- de la agrupación ultraderechista Vox al gobierno de Andalucía.

La extrema derecha se nutre del miedo

La crisis de los refugiados que estalló en 2015 aumentó el rechazo de la población de los países de acogida hacia los migrantes y, muy especialmente, hacia los musulmanes. La crisis económica provocó una pérdida de la calidad de vida, el aumento de las desigualdades y una profunda desconfianza hacia los poderes tradicionales, que en términos electorales se tradujo en una pérdida de apoyo a fuerzas asentadas durante décadas de bipartidismo o de coaliciones de partidos que alternaban en el ejercicio del poder, para abrir paso a partidos radicalizados y con un discurso antisistema. Miedo al inmigrante, miedo a la crisis económica, miedo a la corrupción. Siempre miedo.

Ante ese panorama, los partidos políticos tradicionales, lejos de condenar los discursos radicalizados, intolerantes y paranoicos, optan por copiarlos para no perder votos. De esa manera, los sistemas políticos giran hacia el extremismo de una manera inexorable. Lo que olvidan quienes integran los partidos políticos tradicionales mimetizados con discursos extremistas, es que al favorecer la política del miedo y al no encontrar luego respuestas, el electorado concluye más tarde o más temprano por optar por el producto original en vez de hacerlo por la copia. En esa instancia ya resulta tarde insuflarle valor a los electores para combatir sus miedos.

La extrema derecha está presente en toda la geografía europea. En el sur de Europa, donde Matteo Salvini (La Liga) se ha convertido en viceprimer ministro de Italia y responsable de la cartera de Interior. En el norte, con los Verdaderos Fineses o los Suecos Demócratas. En el este, con Viktor Orban reelegido en Hungría. En el oeste, con Marine Le Pen, quien cada elección se acerca un paso más al gobierno. En el centro, con Alternativa para Alemania (AfD) en el parlamento, primera presencia tangible del sector en la política de ese país desde la Segunda Guerra Mundial.

Una curiosidad al respecto está relacionada con la forma en que los partidos extremistas se apropiaron de denominaciones de la tradición republicana y democrática. Conceptos como demócrata, liberal, social, alternativo, etc., aparecen en los nombres de esas agrupaciones. A modo de ejemplo, la estructura con la que Jair Bolsonaro llegó al poder en Brasil se llama Partido social Liberal.

Otra curiosidad se refiere a la confianza casi estúpida de los sectores políticos más tradicionales en que los ultras se moderarán una vez que alcancen el poder. El camino autoritario emprendido por Hungría y Polonia, en un permanente contrapunto con la UE a costa de la degradación de ambas democracias, la influencia del presidente ruso, Vladimir Putin, en el este de Europa o la inspiración que supone Donald Trump desde el otro lado del Atlántico, deberían servir de contraejemplo. La persecución ideológica desatada por Jair Bolsonaro a pocos días de asumir la presidencia de Brasil también. Pero por sobre todas las cosas, debería servir la relectura de los libros de historia. Los políticos tradicionales supusieron que podrían domesticar a Mussolini y a Hitler.

El despertar

Hay quienes creen que Occidente asiste a un despertar de una mayoría silenciosa que rechaza a las élites políticas tradicionales. Es esa la postura que abona el gobierno de Donald Trump, que no esconde su respaldo al auge de una derecha dura en Europa. El propio presidente no oculta su simpatía por Salvini, Le Pen, el holandés Geert Wilders y otros liderazgos similares. Cultiva a escondidas una llamativa afinidad con Vladimir Putin. Desea en su fuero íntimo fragmentar la UE a la que considera un rival comercial y no un socio de los Estados Unidos. Es posible que Trump sueñe con ejercer un poder ilimitado al mejor estilo de Frank Underwood.

Lo que está claro es que el peligro no es sólo que la extrema derecha llegue al poder y emprenda caminos tan contrarios a los fundamentos democráticos como los que sigue Orban en Hungría o el Partido Ley y Justicia de Jarosław Kaczyński en Polonia. El riesgo, que ya se deja sentir Europa y, de manera más incipiente, en Latinoamérica, es que las fuerzas conservadoras se dejan arrastrar a posiciones cada vez más extremas para tratar de parar el ascenso de sus competidores ultras, que apelan a los sentimientos xenófobos, antiislámicos y nacionalistas.

En palabras de la canciller alemana, Angela Merkel, la migración es y será central en la política europea. Las fuerzas tradicionales y los europeístas ya esperan con temor las próximas elecciones europeas que se celebrarán este año. Actualmente, las fuerzas eurófobas y extremistas se reparten en dos grupos en el Parlamento Europeo. Parece una paradoja, pero la Eurocámara se convirtió en un ámbito en el cual se tejen estrechas alianzas entre eurófobos de distintos países.

Si todo esto parece muy lejano para estas latitudes, malas noticias. La migración venezolana, la crisis económica y la asociación forzada y maniquea entre corrupción e ideologías de izquierda o progresistas, ya puso en el gobierno de Brasil a Jair Bolsonaro. La extrema derecha recién se está desperezando.