Hoy, más que hablar de Belgrano, hablemos un poco de Manuel, la persona detrás del bronce y la gloria. A Manuel José Joaquín del Corazón de Jesús la vida no le fue nada fácil: imprevistos, injustas acusaciones, destratos, tironeos políticos, enfermedades y pobreza parecen haber marcado su vida al servicio de la patria. Así y todo, el traje de prócer le sienta a la perfección.

Ni siquiera su sufrido cuerpo pudo descansar en paz, porque cuando trasladaron sus restos en 1902 al mausoleo erigido en su honor en la Capilla de Santo Domingo de Buenos Aires, políticos de la época quisieron llevarse un souvenir del acto y se metieron en sus fracs algunos dientes del prócer. El Presidente Julio A. Roca les llamó la atención y las piezas dentarias del creador de la bandera fueron devueltas en medio de un escándalo que tomó estado público.

Fue un abogado formado en Europa, pero las vicisitudes de estos lados del mundo lo empujaron a ser militar. Sus primeras acciones en el campo castrense fueron en la defensa de Buenos Aires frente a las invasiones inglesas en 1806 y 1807, pero en sus memorias dejó bien en claro que aceptó los cargos militares “para tener un vestido más que ponerme, que para tomar conocimientos en semejante carrera”.

Después de mayo de 1810, las incursiones militares siguieron. Enviado por Saavedra (que quería sacarse de encima a los “morenistas” de la Junta) fue puesto al mando en 1811 de una expedición organizada por Buenos Aires al Paraguay y otra a la Banda Oriental (lo que hoy es Uruguay) para conseguir adhesión al gobierno patrio.

Además Jefe del Regimiento de Patricios (1811-1814) y dos veces tuvo a su cargo el pesado Ejército del Norte. “No tendrá los conocimientos de un (...) Bonaparte en punto a milicia, pero es el mejor que tenemos en América del Sur” escribió entusiasmado San Martín, aunque Manuel difería: “Por casualidad, o mejor diré porque Dios ha querido, me hallo de General sin saber en qué esfera estoy”.

Manuel tuvo sus altos y bajos en los campos de batalla. Había logrado mucho para ser alguien que, según sus propias palabras, “ni sabía mandar echar armas al hombro” pero también, producto de su ajenidad a lo militar y porque del otro lado había generales que peleaban, protagonizó algunos fracasos.

En Buenos Aires fue enjuiciado dura e injustamente por sus derrotas y los “saavedristas”, que lo miraban de reojo por su cercanía a Moreno, le armaron un juicio militar para el cual no encontraron personas que atestiguaran contra él. Aun así se lo suspendió en su cargo mientras la opereta seguía su curso. Fue lógicamente absuelto, pero no olvidó el amargor de la pantomima: “los bribones  (...) me perjudicaron  y perjudicaron a la Patria; ¿qué ventaja se saca de mentir?”.

Meses después del absurdo proceso, la clase política volvió a maltratarlo. El 27 de febrero de 1812, Manuel izó por primera vez la bandera argentina en Rosario. Desde el gobierno central en Buenos Aires, el llamado “primer triunvirato”, lo amonestaron. "Haga pasar como un rasgo de entusiasmo el suceso de la bandera blanca y celeste enarbolada, ocultándola disimuladamente", le sugirieron. La carta que contenía tal sugerencia no le llegó a tiempo y volvió a usar la bandera el 25 de mayo de 1812 haciéndola jurar al Ejército del Norte.

Los triunviros, indignados, calificaron al hecho como un “desorden”  que sacrificaba “los respetos de autoridad y los intereses de la nación”.  Según ellos, la bandera que debía seguir flameando era la española y Manuel, respetuoso de la autoridad, aceptó: "La bandera la he recogido y la desharé para que no haya ni memoria de ella". Pero la celeste y blanca trascendió la infamia.

Las injusticias también le llegaron de las lenguas de sus contemporáneos. Los recios militares no podían aceptar que un carilindo fuera la autoridad de un sector tan viril como el de las armas y las tropas. Lo apodaron “Bomberito de la Patria” por la severidad en el control nocturno de sus subordinados (si se quiere, una variable para “vigilante”) y “General Cotorrita”, mote que buscaba ofenderlo en diferentes aspectos: su voz finita, sus pasos cortos y su afición por una chaqueta militar verde que él mismo se había mandado a coser con una larga cola.

Manuel estaba a la moda pero los harapientos soldados nunca lo supieron comprender. Su gusto por los perfumes, sus gestos refinados y sus habilidades de baile que en las tertulias norteñas hacían suspirar a más de una, fueron argumentos utilizados para crear dudas sobre su masculinidad, un golpe de knockout para cualquier autoridad militar. Nunca le perdonaron no ser rústico, nunca le perdonaron el estilo.

Su salud, a los tumbos

Las enfermedades, además de la vacilante clase política, las calumnias de pelotón y una patria que para 1815 no se sabía dónde iba, fueron otro mal trago para Manuel. La sífilis le fue haciendo de las suyas desde sus épocas de estudiante en el viejo continente (por esos tiempos las enfermedades venéreas eran comunes).

A su vez, mientras estuvo en servicio sufrió dispepsia, paludismo y afecciones oculares que le produjeron fístulas. Para 1819 su salud entró en franco descenso y en carta a Álvarez Thomas escribió sobre dolencias en el pecho y los pulmones y una afección en el muslo y la pierna derecha que lo incapacitaba de montar por sus propios medios, razón por la cual era subido al caballo con ayuda de sus soldados.

Un año después le escribió a Sarratea quejándose de los mismos dolores, que se habían intensificado. Los largos viajes y las paupérrimas condiciones de la  vida militar le estaban pasando factura a este abogado de cincuenta años que había crecido con todas las comodidades y que se había formado más bien para el mundo de las ideas y no para el pragmatismo de las trincheras.

Para 1820, la golpeada vida del padre de la bandera se iba apagando. El cóctel de enfermedades y de numerosas injusticias somatizadas iba debilitándolo cada vez más. Hizo lo que pudo (o quizás más) por la patria, pero las condiciones de su epílogo fueron propias de la indolencia que muchas veces muestra nuestra historia.

Presagiando la sentencia de su muerte, redactó un testamento de cinco puntos el 25 de mayo de aquel año (vaya fecha…). En el cuarto, con la rectitud que lo caracterizaba, enumeró sus créditos, sus deudas, sus acreedores y deudores. Uno de los deudores era el mismísimo Cornelio Saavedra. El monto de la deuda: cuarenta onzas de oro sellado. El motivo: un par de sillas que le había prestado cuando lo nombraron Director de la Junta.

Manuel murió veinticinco días después, el 20 de junio de 1820. Murió solo: su vida dedicada a la patria selló su soledad. Pobre: pagó a su médico con un reloj que era todo lo que le quedaba y su lápida fue hecha con el mármol de una de sus cómodas. Olvidado: la indiferencia en Buenos Aires ante su muerte fue atroz y sólo un diario se hizo eco de su deceso y, por supuesto, sin sus sillas ni sus cuarenta onzas.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR