Brasileños y brasileñas votaron el domingo pasado en un clima de indignación. Un sector manifestó su hastío con la corrupción que, pese a involucrar a la mayor parte de la dirigencia política del país, se focalizó principalmente contra el Partido de los Trabajadores (PT), que gobernó entre 2003 y 2016 ininterrumpidamente, etapa en la que estalló el escándalo del petrolao. Otro sector, expresó su enojo con el ajuste de los últimos tres años que arrasó con la presencia del Estado en áreas sensibles como salud, educación, transporte y seguridad.

Pero el análisis de los resultados va mucho más allá del sorprendente 46 por ciento que alcanzó Jair Bolsonaro y el distante segundo lugar -poco más del 29 por ciento de los sufragios- que le permitió a Fernando Haddad acceder al balotaje.

Uno de los datos centrales es que los partidos políticos tradicionales, a saber, el PT, el Partido del Movimiento democrático Brasileño (PMDB) y el Partido de la Socia Democracia Brasileña (PSDB), sufrieron una merma considerable de votantes y, como consecuencia, de representantes.

A tal punto se refleja la crisis de los partidos tradicionales que en el Congreso, la nueva composición de las cámaras legislativas abre un preocupante signo de interrogación sobre el futuro de la gobernabilidad, independientemente de quién resulte electo presidente el 28 de octubre.

El Senado

La Cámara Alta, que el domingo renovó dos terceras partes, tendrá a partir del próximo año la mayor fragmentación de su historia. Las bancas se repartirán entre 21 partidos políticos. Tres de cada cuatro senadores que intentaron ser reelectos no lo consiguieron. En números absolutos, 32 de los 54 senadores que ejercían el cargo desde 2011 buscaron renovar su mandato, pero solo ocho de ellos los consiguieron.

El PMDB del presidente Michel Temer, continuará como la primera minoría, pero sólo con 12 senadores -perdió siete bancas- sobre un total de 81.

El PT, liderado desde la cárcel por el expresidente Luiz Inácio Lula da Silva, pasó a ser la quinta minoría, al descender de 13 a seis bancas. A modo de ejemplo del humor social, basta decir que la expresidente Dilma Rousseff, quien competía por una banca y lideraba los sondeos previos a las elecciones, quedó en cuarto lugar con un 15,35 por ciento y no logró acceder a la Cámara Alta.

Por el contrario, el Partido Social Liberal (PSL) de Jair Bolsonaro, que no tenía representación en el Senado, ocupará desde enero cuatro escaños, uno de los cuales corresponde a su hijo Flávio Bolsonaro, elegido para representar al Estado de Río de Janeiro con un 31,36 por ciento de los votos.

La social democracia del expresidente Fernando Henrique Cardoso, perdió dos senadores y retendrá nueve bancas frente a los once que tenía.

La Cámara de Diputados

La debacle de los partidos políticos tradicionales también pudo advertirse en los resultados y en la futura composición de la Cámara Baja.

Pese a retener la primera minoría con 56 bancas, el PT de Lula perdió doce con respecto a las elecciones de 2014. Pero recuérdese que la Cámara está compuesta por un total de 513 bancas.

El PSL de Bolsonaro, dio un salto exponencial al pasar del solitario diputado que consiguió en 2014 hasta los 52 escaños alcanzados el domingo. Eduardo Bolsonaro, también hijo de Jair, se convirtió en el diputado federal más votado de la historia de Brasil al obtener 1.843.735 votos por el estado de Sao Paulo.

El tercer mayor grupo en la próxima legislatura será el del Partido Progresista (PP), de tendencia  de centro, con 37 diputados. En cuarto lugar quedó el PMDB de Temer, que pasó de contar con 65 diputados a 34 que tendrá desde enero.

El peor desmoronamiento lo acusó el PSDB que quedó en cuarto lugar en las presidenciales con el exgobernador de Sao Paulo Geraldo Alckmin, y perdió casi la mitad de sus diputados al pasar de 54 elegidos en 2014 a 29 el domingo pasado.

El partido Novo, de extracción liberal, irrumpió con ocho legisladores en una Cámara de Diputados  caracterizada por una fragmentación desesperante, con treinta formaciones políticas diferentes, algo que pondrá a prueba el poder de negociación del futuro presidente de Brasil para sacar adelante cada proyecto de ley.

Panorama difícil

A la descripción de la atomización que enfrentará el Poder Legislativo desde enero de 2019, hay que agregarle otro dato. Los partidos políticos brasileños se caracterizan por una fuerte indisciplina. Los dirigentes tienden a utilizar las escuderías partidarias como meras plataformas para ganar elecciones. Los políticos mudan de un partido a otro de acuerdo a su estricto criterio de oportunidad, excepto contadas excepciones. Para ilustrar el fenómeno, basta decir que el propio Bolsonaro cambio 8 veces de partido en 28 años como diputado y sólo adoptó al PSL -su novena experiencia- hace pocos meses.

En este contexto hay que mencionar que los sobornos en el ámbito legislativo actuaban -quizás  todavía lo hacen- como disciplinadores o alineadores de consensos en un Congreso que siempre fue bastante caótico. Entiéndase que con esta explicación no se ensaya ninguna forma de justificación respecto de la corrupción como modo de alineamiento de voluntades, sino que se describe solamente un modus operandi.

En semejante escenario, quien resulte electo presidente el 28 de octubre deberá lidiar con un Congreso caótico, donde el soborno, la dádiva o la prebenda serán observados de cerca, ya sea por el conjunto social o por un Poder Judicial propenso a incidir en el quehacer del Ejecutivo y el Legislativo.

El próximo presidente deberá estar dotado de una extraordinaria cintura política para negociar o bien, deberá carecer de escrúpulos para imponer su propia legitimidad popular por encima de la legitimidad del Poder Legislativo y adoptar medidas de manera autoritaria.