Un culebrón es una telenovela con numerosos episodios a lo largo de los cuales se establecen intensas relaciones sentimentales de carácter melodramático entre los diferentes personajes. En Perú, las raíces del culebrón que tuvo sus capítulos más álgidos durante la última semana pueden rastrearse muy lejos en el tiempo. Pero a los fines de comprender los últimos sucesos, alcanza con remitirse a la última elección presidencial. 

Como ya había sucedido con anterioridad, la polarización política que tiene como eje al expresidente Alberto Fujimori, rindió sus frutos para uno y otro sector. El partido Fuerza Popular bajo la conducción de Keiko, la hija mayor del exmandatario, se quedó con la mayoría legislativa y los antifujimoristas con la presidencia del país, que recayó en el liberal Pedro Pablo Kuczynski (PPK).

El presidente soportó la presión de la mayoría legislativa fujimorista mientras pudo. En diciembre de 2017 accedió a un imprevisto indulto para Fujimori solamente para conservar el poder un tiempo más. Pero la falta de sostén legislativo, las sospechas de corrupción en torno a beneficios otorgados a la empresa brasileña Odebrecht cuando era ministro y el mismo indulto le pusieron fin a su mandato en marzo de 2018. Acorralado por los legisladores que estaban dispuestos a expulsarlo de su cargo por inhabilidad moral, prefirió renunciar. 

Asumió el mando el vicepresidente Martín Vizcarra, quien desde entonces tuvo enormes dificultades para gobernar debido -una vez más- al proceder de un Congreso cuya mayoría fujimorista bloqueó cualquiera de sus iniciativas. Principalmente porque Vizcarra impulsó medidas anticorrupción que claramente perjudicarían al clan Fujimori. Esa mayoría, públicamente desprestigiada, continúa bajo la conducción de Keiko Fujimori, presa desde octubre de 2018 a raíz del caso Odebrecht. 

Momentos decisivos

Los sucesos de la semana pasada estuvieron determinados por la intención del presidente de un adelantamiento de las elecciones legislativas para destrabar el conflicto de poderes.

Ante la negativa del Congreso, Vizcarra decidió disolverlo y convocar a elecciones legislativas para el 26 de enero de 2020 amparado en el artículo 134 de la Constitución. Ante esa medida, la mayoría fujimorista en el Congreso denunció que el presidente estaba dando un autogolpe, reclamo que resulta por lo menos curioso debido a que el último presidente que disolvió al órgano legislativo pero con el apoyo de los tanques antes que con el de la Constitución fue, precisamente, Alberto Fujimori en 1992. Acto seguido, el Congreso pretendió suspender al mandatario por 12 meses y reemplazarlo por la vicepresidente Mercedes Aráoz, quien de inmediato aceptó el cargo.

Tanto el poder legislativo como el ejecutivo se ampararon en la legalidad para adoptar semejantes medidas. Pero la disputa se dirimiría en el ámbito de la legitimidad. Y en ese terreno, el presidente contó con un respaldo mucho más amplio, a saber, de las Fuerzas Armadas, del Poder Judicial, de la Organización de los Estados Americanos (OEA) y de un amplio sector de la población que se mantiene expectante frente al accionar del mandatario y tiene muy mal concepto del poder legislativo. 

Ante semejante demostración de poder, Araoz declinó la presidencia que había aceptado horas antes y eso selló la victoria política temporal de Vizcarra.

¿Por qué temporal? Porque el presidente no tiene legitimidad consolidada dado que no fue elegido en 2016 para ocupar ese cargo originalmente, sino que debió ocuparlo debido a la renuncia de PPK. Asimismo, las dificultades que tuvo para gobernar hasta ahora eran fácilmente atribuibles a las permanentes trabas impuestas por la mayoría fujimorista en el Congreso. Ahora eso ya no será una excusa. Vizcarra deberá transitar con mucho cuidado lo que queda de mandato para no ofrecer al resto del arco político una excusa para removerlo.

Cuatro datos que marcan la diferencia entre el culebrón peruano y el argentino

Vista desde Argentina, la crisis política peruana parece por momentos risueña. No porque en Argentina no pudieran suceder cosas semejantes sino porque una crisis de esas dimensiones equivaldría a una hecatombe económica y social. En Perú la vida continúa a pesar de la crisis política.

Una parte de la explicación quizás pueda encontrarse en cuatro datos -quizás fríos pero contundentes- que diferencian las realidades peruana y argentina.

El crecimiento previsto de la economía de Perú para este año es del 3,8 por ciento. En Argentina se prevé una contracción del 2,9 por ciento.

La inflación acumulada en lo que va del año en Perú es del 1,51 por ciento y del 1,9 la inflación interanual. En Argentina es del 30 por ciento y del 54 por ciento respectivamente.
La pobreza en Perú es actualmente del 22 por ciento. En Argentina se sitúa en 35, 4 por ciento.

El precio del dólar estadounidense es de 3,38 soles -la moneda peruana- frente a 58 pesos argentinos aproximadamente. 

En síntesis, Perú logró una economía estable y previsible. Como consecuencia, la sociedad tiene unas expectativas de superación moderadas pero estables, que producen que las crisis políticas sean seguidas con atención, pero a sabiendas de que su realidad particular se discute con el crecimiento del país. 

En ese sentido hay que valorar que, pese a las innumerables críticas que pueda formulársele a la dirigencia política peruana, parece existir un acuerdo tácito mediante el cual el rumbo económico del país se mantiene, más allá de las diferencias ideológicas de los gobernantes.

Perú tuvo en los últimos años, dos expresidentes presos, uno prófugo, uno renunciante, uno suicidado y una candidata también detenida. Nada de eso alteró el rumbo de crecimiento del país. Se hace evidente entonces que en Argentina, algo mal hace la dirigencia política, empresaria, social y sindical, con la anuencia de un pueblo que parece tener la complicidad por principio.