El año pasado hablamos de ese trascendente hecho que fue la Vuelta de Obligado y el despliegue de Rosas para el triunfo bélico. Para contextualizar: en Uruguay había dos generales que peleaban por alcanzar el poder total en el país, Rivera y Oribe. Juan Manuel de Rosas se metió en el conflicto, ayudó con hombres y armamento a su amigo y aliado político Oribe,  e Inglaterra y Francia (que no querían líos en la zona porque sus intereses económicos se verían afectados y no simpatizaban con la influencia de Rosas en la región), se metieron, bloquearon los puertos de Montevideo y Buenos Aires y trataron de adueñarse de los ríos Paraná y Uruguay.

El 20 de noviembre de 1845, en una parte del Paraná llamada "vuelta de Obligado", Argentina destrozó las naves invasoras anglofrancesas. Hoy vamos a hablar de lo que vino después: la diplomacia, las negociaciones y de cómo la soberanía argentina no solo tuvo que ser defendida en el Río Paraná sino también en los escritorios.

Cara a cara

En 1846 el inglés Thomas Hood llegó al caserón de Rosas en Palermo, es el representante de las dos potencias más importantes del planeta: Francia e Inglaterra, viene del primer mundo, pituco, refinado. Su cara al ver los guardias de Rosas, los exóticos animales que circulaban por las tierras del Restaurador y el rústico caserón que albergaba al vencedor de Obligado debió ser de antología, pero no le quedaba otra que negociar con ese caudillo del sur americano.

Rosas sigue siempre el mismo protocolo: hace esperar a los entrevistados casi hasta el desquicio y a veces ni los atiende. Cuando se presenta a hablar, lo hace con todos los honores. Sus botas resuenan como truenos en el piso y, al compás, se escucha el rebote imperturbable de sus condecoraciones de chaqueta. La fiesta de ruidos, ante la mirada atónita del diplomático extranjero de turno, forma la sinfonía de la imponencia.

Rosas tira el rosismo sobre la mesa. Se sabe fuerte, casi mítico. Cuando se hunde en el sillón, frente a frente con su negociador, engaña con sus ojos claros, su tez blanca y su pelo rubio. El europeo siente que es uno de los suyos, pero pronto se enterará que, negociando, se bate con una bestia misteriosa del fin del mundo. Rosas no tiene apuro, sabe que lo ocurrido el 20 de noviembre de 1845 lo coloca en una espléndida posición, ya hizo lo que tenía que hacer y ahora se limita a esperar.

Las reuniones muestran a un Rosas obstinado, quiere hacer valer uno y cada uno de los cañonazos de Obligado. Ni él quiere aflojar la rienda con la soberanía de la Confederación Argentina y ni Inglaterra ni Francia quieren aceptar la derrota y descartar a la zona del Río de la Plata como región en la cual comerciar.

Rosas y Hood acuerdan que las hostilidades llegarían a su fin, que se reconocería la soberanía argentina sobre el río Paraná, que ingleses y franceses se volverían a sus casas y que en Uruguay se celebrarían elecciones libres, pero en Montevideo no quisieron saber nada con estas condiciones y el plan fracasa. Inglaterra y Francia dividen intereses y cada uno tendrá su representante. Si antes estaba complicado negociar, ahora costaría más. Rosas espera.

Otro intento

En 1847 llegan nuevos representantes franceses e ingleses. Estos no estaban dispuestos a reconocer la victoria argentina, querían el fin del lío y paz, pero ni por asomo aceptar que la Confederación los había derrotado. Se fueron como vinieron, Rosas no quería saber nada si no se aceptaba lo que ya habían hablado con Hood.

Tiempo después, Francia e Inglaterra llegan al Río de la Plata con otro libreto: “calentarle” la cabeza a Oribe, negociar directamente con él y apartar a Rosas. Oribe debió tentarse con el protagonismo propuesto, pero el alto costo que tendría traicionar a su amigo Juan Manuel hizo que ignorara los cantos de sirena europeos.

Nadie quiere aflojar

Entre Inglaterra y Francia comienza a aflorar la rispidez (en realidad, franceses e ingleses nunca se quisieron, y ahora un poco menos). Desde Londres, siempre tan comerciantes, comienzan a inquietarse porque este jueguito imperialista en el Río de la Plata se vuelve carísimo y no da utilidad alguna; en París la postura de ir para adelante y derrotar a Rosas a como dé lugar le gana a la visión económica. Rosas, quieto, espera.

Henry, el que entendió todo

En 1848 llega a Buenos Aires el inglés Henry Southern. Henry es pícaro, tiene más calle que los pomposos  diplomáticos que vinieron antes, le encera el ego a Rosas, se hace amigo y cortejante de su hija Manuelita, va a las tertulias de la alta sociedad porteña, se gana la simpatía de todos y habla una trabajoso pero entendible español, lo cual le suma algunos porotos.

Finalmente, el 24 de noviembre de 1849, se firma un tratado con Southern, "deseando concluir las diferencias existentes y restablecer las perfectas relaciones de amistad". Se reconoció a la Confederación Argentina el total control del Río Paraná y, conjuntamente con los uruguayos, el del Río Uruguay; los ingleses se irían y devolverían todo aquello que le habían secuestrado a las fuerzas argentinas.

Algarabía total en Buenos Aires al enterarse del acuerdo. Se engalana la ciudad, se organizan tertulias y banquetes en honor a Rosas y Southern. Southern se prende en todas, Rosas ni aparece. A su carácter sobrio y austero, se suma que Francia todavía no arregló y el conflicto, en definitiva, sigue.  Más franceses que antes consideran que hay que hacer como los ingleses, resolver el conflicto y dejar de seguir perdiendo dinero.  Otros se rehúsan a dar el brazo a torcer. Rosas espera.

El acuerdo final

En 1850 llega un negociador francés apellidado Lepredour. Rosas la hace corta: no habría contacto oficial con Francia "mientras hubiese una fuerza militar de ese país en actitud agresiva contra las Repúblicas del Plata". Southern, ya canchero en la relación con Rosas, hace de mediador entre los dos y posibilita una reunión.

Rosas acepta, pero para hacer rabiar al francés avisa que lo recibirá como a "un simple particular" y no como a un representante del gobierno francés. Aconsejado por Southern, Lepredour acepta a regañadientes, comienzan las reuniones y cuando Rosas escucha lo que quiere escuchar, lo reconoce como representante oficial de Francia.

Se termina firmando el 31 de agosto de 1850 una "convención para restablecer las perfectas relaciones de amistad entre la Francia y la Confederación Argentina" que esencialmente decía lo mismo que lo firmado meses antes con Inglaterra.Con esto, Argentina terminaba de ponerle los puntos a Francia e Inglaterra, en la cancha y en el escritorio.

Esa noche en la que agosto moría, Rosas respiró después de tanto esperar, apoyó su cabeza en la almohada y tuvo un sueño reparador. Podía descansar tranquilo, su supremacía estaba asegurada y la soberanía de la Confederación Argentina, también.

(*) Abogado. Integrante de la Cátedra de Historia Constitucional Argentina, Facultad de Derecho, UNR