El discurso del Estado de la Unión, en el cual el presidente expone cada año ante la totalidad de los legisladores la situación general del país, mostró a Donald Trump exultante y haciendo lo que mejor sabe hacer: vender ilusiones. El empresario devenido político es un maestro de la propaganda y es capaz de mostrar cualquier cosa como un éxito personal. El discurso contuvo algunos datos ciertos, otros ciertos sólo a medias, y unas cuantas mentiras respecto del boom económico del cual presume el presidente. Sólo para ejemplificar: Trump sostiene que la economía del país está en el mejor momento de su historia y, si bien es cierto que durante su gobierno la economía mantiene un crecimiento de entre 2 y 3 por ciento del Producto Bruto Interno (PBI), también es cierto que durante el gobierno de Bill Clinton esa cifra alcanzó el 4 por ciento y durante el de Barack Obama trepó hasta el 5,5 por ciento.

Pero más allá de la algarabía por la marcha de la economía, Trump se mostró seguro y confiado ante los representantes y senadores porque sabía lo que sucedería un día más tarde respecto del impeachment o juicio político en su contra.

Crónica de una absolución anunciada

El Senado absolvió el pasado miércoles a Donald Trump de los cargos de abuso de poder y de obstrucción al Congreso a raíz del escándalo de presiones al gobierno de Ucrania, en búsqueda de su beneficio electoral personal. El magnate superó exitosamente el proceso institucional más grave de la política estadounidense sin escollos. 

Nunca hubo incertidumbre. Los representantes del partido demócrata instrumentaron el juicio porque tenían la mayoría necesaria para hacerlo, y los senadores del partido republicano lo absolvieron porque también tenían la cifra necesaria para hacerlo. La única excepción fue la del senador republicano Mitt Romney -crítico de Trump, quien apoyó la destitución junto a los 47 senadores demócratas. 

La condena y consiguiente destitución del presidente requería el aval de dos tercios del Senado, es decir, 67 votos sobre el total de los 100 senadores. Eran 20 los senadores republicanos que hubieran debido soltarle la mano a su jefe para que el impeachment prosperase, y sólo Mitt Romney lo hizo, convirtiéndose en el primer senador de la historia estadounidense en votar por la destitución de un presidente de su propio partido. Varios senadores republicanos reconocieron públicamente que los hechos denunciados eran ciertos, pero consideraron que no ameritaban un impeachment.

Trump estaba acusado de abuso de poder por presionar al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, para lograr que el poder judicial de ese país realizara dos investigaciones que perjudicarían a sus rivales políticos demócratas en las próximas elecciones presidenciales, utilizando para ello el congelamiento de 391 millones de dólares en ayudas militares. Una de las pesquisas tenía como protagonistas a Joe Biden, precandidato demócrata, y al hijo de este, Hunter, por su trabajo en una empresa gasífera en Ucrania cuando el padre era vicepresidente de Barack Obama. 

La instrucción del proceso tuvo un entramado de diplomacia paralela al servicio del presidente en la que su abogado personal y exalcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, fue protagonista en el rol de transmisor de los mensajes de presión del mandatario a distintos funcionarios en todo el país.

Mostrar la hilacha

Pero quizás lo más interesante del proceso de juicio político que acaba de concluir es que muestra la hilacha tanto de la política como de la sociedad estadounidense. Evidentemente los senadores republicanos no sintieron que su voto en defensa del presidente pudiera perjudicar sus carreras políticas. Seguramente prefieren estar atados a la suerte de Trump, quien durante estos días ha visto llegar el índice de aprobación de su presidencia al máximo gracias a la marcha de la economía: 49 por ciento es lo que informa Gallup. También la aprobación de Bill Clinton, en plena bonanza económica y en medio de la operación Zorro del Desierto, se había disparado al 73 por ciento poco antes del veredicto de su juicio político por el caso Lewinsky en 1998. Conclusión: sigue siendo la economía (estúpido!) lo que define las inclinaciones políticas mucho más que los valores. Sin embargo, la ideología no carece de peso: los demócratas se mostraron abrumadoramente a favor de la condena y los republicanos en contra.

Camino a la reelección

A la buena marcha de la economía, la absolución en el juicio político y la habilidad para la propaganda autorreferencial de Donald Trump, pueden agregarse algunos otros datos que permiten conjeturar que -de no mediar ningún hecho inesperado- el presidente se encamina hacia su reelección el próximo 3 de noviembre. 

El Partido Demócrata inició la última semana en Iowa el largo y complejo proceso de elecciones primarias que determinará quién de los 9 candidatos en pugna enfrentará a Trump. Esa primera compulsa local se transformó en un papelón nacional debido a que si bien se había implementado una nueva aplicación para un mejor y más rápido conteo de los votos, los primeros resultados demoraron 24 horas en aparecer. Las cifras de esa elección local mostraron un juego abierto entre los distintos candidatos que anuncia una interna larga y tortuosa, que desgastará indefectiblemente a quien resulte electo o electa. Por el contrario, Trump tiene el camino allanado en las primarias republicanas frente a dos rivales sin peso.

Por otra parte, la mayoría de los precandidatos demócratas que aparecen con mayores oportunidades de ser consagrados tienen más de setenta años. Si bien Trump también tiene más de setenta, la improbabilidad de que aparezca alguien que aporte frescura y una opción de recambio generacional  juega a favor del malo conocido antes que del bueno por conocer. 
En este contexto, la ruptura de la copia del discurso de Trump en manos de la presidente de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, podría ser interpretado más bien como un gesto de frustración de los demócratas respecto de aquel al que no logran doblegar.

Por último, la polarización del electorado estadounidense no escapa al fenómeno que se observa en casi todo Occidente. Los electores se informan cada vez menos, votan guiados por impulsos más viscerales que racionalmente, guiados más bien por el bolsillo o el corazón que por el cerebro. Cada vez hay menos debate y más barricada, menos discusión y más descalificación, cada vez menos preguntas y cada vez más culto a la certeza. Cada vez hay menos espacio para el matiz, para la divergencia, para la singularidad. La grieta, la bipolaridad idiotizante se expande por el mundo de manera más rápida y preocupante que el coronavirus de Wuhan. De ella se nutren los extremistas, los pícaros, los prestidigitadores de la política que la desnaturalizan porque anteponen invariablemente el beneficio propio al bienestar general. 

Tras su absolución, el presidente publicó en su cuenta de Twitter un video que simulaba portadas de la revista Time con futuras fechas de reelección: Trump 2020, Trump, 2024, Trump 2028… para culminar con Trump 4Eva (forever). Es improbable que algo así suceda debido a la tradición republicana estadounidense, a la solidez institucional y a que por sobre todas las cosas, debería enmendarse la Constitución. Pero de acuerdo a la preeminencia que las sociedades occidentales y capitalistas actuales le otorgan a la economía por sobre los valores y hasta por sobre la ideología, no es imposible.