Expresidentes presos, presidentes investigados, nuevo auge de los liderazgos autocráticos, desmoronamiento de los partidos políticos tradicionales, creación y destrucción de bloques regionales, guerras comerciales globales, incapacidad de las consultoras de opinión para acertar resultados, desconfianza en los medios masivos de comunicación, proliferación de noticias falsas o fake news, sociedades que tienden a asociar democracia con fracaso económico, miedo al terrorismo internacional, proliferación de ideologías reaccionarias, aumento de la xenofobia y el racismo. Son solamente algunos de los indicadores que hablan a las claras de que algo raro sucede. 

Y todo ocurre dentro de los moldes institucionales conocidos, que parecen encontrarse a punto de estallar. El sistema político democrático occidental tradicional fue un modelo a seguir, exportado a culturas de lo más diversas y funcionó de manera bastante exitosa durante décadas, especialmente desde finalizada la Segunda Guerra Mundial, cuando se impuso sobre las dictaduras fascistas y las monarquías imperiales que  habían proliferado hasta la primera mitad del siglo XX.

Si el sistema político tal como lo conocemos en Occidente está o no colapsando en este mismo instante, es algo que no puede saberse con exactitud. Pero algunos de los indicadores mencionados parecen dar cuenta de una situación caótica, que suele ser característica de los procesos de transición entre un tipo de sistema político y otro. 

Problemas sin solución

Si cualquiera de los conflictos que pueden observarse en las tapas de los diarios, los portales de noticias o las redes sociales de cualquier país occidental fueran consecuencia solamente de malos entendidos o de la incapacidad o inclusive de la mala fe de los dirigentes políticos, el propio sistema político encontraría la manera de purgarlos para seguir adelante. En mayo de 1968 hubo una crisis fenomenal que hizo eclosión en Francia pero que repercutió en casi todo el mundo. Sin embargo, los sistemas políticos occidentales digirieron la piedra y siguieron existiendo con mínimas modificaciones.

El problema es que, por algún motivo, las sucesivas crisis que estallan en la actualidad parecen desbordar la capacidad del sistema político para ofrecer respuestas y los medios clásicos de negociación de los que dispone aparecen cada vez con mayor frecuencia como insuficientes. Se advierte entonces una profunda crisis que evidencia que los modelos clásicos de gestión ya no sirven, y que pone de manifiesto una crisis del sistema político propiamente dicho.

Comienzan a ser considerados geniales y maravillosos los líderes de países que practican una democracia representativa nominal como Vladimir Putin, u otros que carecen de una genuina democracia como Xi Jinping, elegido por sus colegas del Partido Comunista, que por otra parte, es el único que existe en el país. Como si eso fuera poco, emergen liderazgos como el del presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un.

Tanto Putin como Xi Jinping -y por qué no por Kim Jong-un- ejercen el poder de manera casi irrestricta, de acuerdo a unas reglas de juego que no son las mismas que en las democracias tradicionales. Los tres líderes tienen claro que el ejercicio del poder impone medios de acción, y ellos actúan. Eso le permitió a Putin mantenerse en la cresta del poder en Rusia por 20 años y sortear distintas crisis cumpliendo con algunos modos democráticos pour la galerie. Xi Jinping cuenta con la ventaja de  gobernar al país con la segunda economía planetaria y que, aún en guerra comercial con los Estados Unidos, crecerá este año a una tasa del seis por ciento. Kim Jong-un, una vez eliminados todos sus rivales internos tras heredar el poder de su padre, parece haber advertido aquello de que las bayonetas no sirven para sentarse -y menos aún las ojivas nucleares- y se muestra más dispuesto a negociar con el mundo, aunque sin dejar de ejercer sobre sus compatriotas un poder omnímodo.

Del otro lado, puede advertirse que sistemas políticos democráticos tradicionales como el italiano, el francés, el español o el británico ofrecen un panorama crítico que incluso ponen en zona de riego la propia integridad de los países. Las aspiraciones separatistas de Padania, Córcega, Cataluña y Escocia, así lo demuestran.

La situación del Reino Unido es aún peor. El sistema político democrático y tradicional británico dio a luz a un hijo bobo: el Brexit. Parece explicable más como una travesura política que como una acción meditada y planificada. Pero al parecer no hay paso atrás o, por lo menos, nadie se atreve a darlo. Una mayoría circunstancial de los británicos responsabilizó de sus desgracias a la Unión Europea (UE) y decidieron que había que abandonarla. Sin saber cómo, ni cuando, ni muy bien por qué. Pero resulta que las consecuencias de dejar el bloque serían mucho peores que permanecer en él. Y nadie sabe tampoco cómo hay que hacer para quedarse. El Brexit está a punto de llevarse puesto a su segundo gobierno, y el conflicto que podría abrir entre irlandeses del norte e irlandeses republicanos podría derivar en una regresión a los años en que las bombas del IRA explotaban por todas partes.

En otros países europeos, fuerzas antisistema alcanzan cada vez mayor presencia electoral como en Alemania, Francia, Holanda y Suiza. En Austria, Polonia, Hungría e Italia, partidos de ultraderecha ya gobiernan o cogobiernan.

En Latinoamérica hay expectativa por dos experiencias políticas fuera de lo habitual. Una respecto de la evolución del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, un líder progresista al frente de un país conservador, devastado por el narcotráfico pero que, al mismo tiempo, no puede desprenderse de sus convicciones religiosas, por cierto conservadoras. La otra, respecto de la evolución del gobierno de Jair Bolsonaro en Brasil, un país que tuvo más de una década de gobiernos progresistas y que se volcó a una experiencia reaccionaria en el afán de encontrar una salida a la corrupción y la inseguridad. Bolsonaro comparte una sola cosa con López Obrador y es la impronta religiosa. ¿Serán las creencias religiosas los núcleos sociales aglutinantes que ocupen el lugar que han dejado vacantes los partidos políticos tradicionales?

Por último, Donald Trump aparece para algunos analistas como la expresión más vulgar, demagógica y patológica de la política estadounidense, aunque se tenga en cuenta el dato no menor de que en 2016 votó solamente el 55 por ciento del padrón. Este dato se repite en la mayoría de las democracias occidentales. La ciudadanía no vota porque no cree en el valor de su voto. Eso conduce a formas de militancia política e ideológica cada vez más hostiles, cada vez menos propensas al diálogo y cada vez más rayanas en el fanatismo. Esas formas de militancia encuentran su microclima perfecto en las redes sociales.

Las sociedades actuales son extremadamente complejas, la difusión de nuevas tecnologías facilitó la comunicación horizontal. Esa forma de comunicación favoreció el desarrollo sociedades cada vez  más fragmentadas de acuerdo a intereses grupales, en las cuales las redes sociales están suplantando a las organizaciones, es decir, a los partidos políticos, los gremios y los sindicatos, los colegios profesionales, etc.

¿Hay salida?

La consecuencia de lo expresado es que los sistemas políticos democráticos tradicionales se debilitan de tal modo que no solamente dejan de ser capaces de resolver conflictos, sino que comienzan a mostrarse incapaces de garantizar umbrales mínimos de orden social.

Las formas actuales de representación política occidentales pierden permanentemente legitimidad y lo que deciden los políticos tiende a carecer de efectos sociales, dado que los políticos y sus partidos parecen ser cada vez menos representativos.

Los partidos políticos continúan existiendo sólo como cáscaras vacías, o como meras estructuras que permiten a los candidatos competir, continúan siendo portadores de ciertas expectativas, pero ya no parecen tener la capacidad de coordinar y organizar visiones de futuro. Parecen disociados de la opinión pública y ajenos a los conflictos de las sociedades que dicen representar.

Como la crisis principal esta en el propio sistema político occidental tradicional, el concepto mismo de gobierno aparece como una expresión en vías de extinción. Es por eso que, desde la década de 1990 comenzó a desarrollarse el concepto de gobernanza, que va mas allá de lo propiamente político y se refiere a un nuevo modo de gestión que requerirá de dirigentes con otras características. La gobernanza es una noción que busca -antes que imponer un modelo- describir una transformación sistémica compleja, que se produce a distintos niveles y en distintos sectores. La gobernanza supone crear múltiples canales de encuentro, de coordinación y de regulación entre el Estado, el sector privado y la sociedad civil. Supone poder conjugar procesos de regionalización que incluyan a varios países, con otros de descentralización hacia el interior de ellos. Supone que los gobernantes deban dialogar de manera pública -ya no en mesas minúsculas y en secreto- y que tengan capacidad de persuasión, paciencia y prudencia antes que enojo porque el mundo no es como ellos quisieran que fuera.

Es posible entonces que el sistema político tal como lo conocemos esté colapsado y asistamos a la transición hacia uno nuevo. Los procesos de transición son caóticos justamente porque no se sabe hacia dónde conducen. Una buena medida entonces, consistiría en adquirir conciencia de lo que sucede y asumir responsabilidades sociales para poder gobernar los cambios, para conducir una transición sistémica que conduzca a la gobernanza, para no dejar que el caos lo devore todo.