Marcela no puede contener las lágrimas. El relato de Verónica, la mamá de Chiara, la quiebra. Respira hondo, frunce el ceño y le extiende el brazo a su amiga, que contempla la escena con más fortaleza. Las dos llevan puesta una remera blanca con la leyenda "Ni una más". Marcela tiene en su mano derecha una pancarta con la foto de la adolescente. La inocente sonrisa de la imagen contrasta con la congoja colectiva que se respira en la plaza Sarmiento, el lugar elegido para marchar en su memoria.

La convocatoria abruma: la mitad de Rufino camina para pedir justicia por un crimen que vuelve a interpelarlos. Ayer fue Natalia. Una bolsa, una muerte por asfixia y un prestigioso y admirado juez inculpado. Hoy es Chiara. Una pala, un pozo y una familia entera en la mira.

 

 

Ningún interrogante de los que sobrevuelan la multitudinaria marcha parece tener respuesta. "¿Cómo es posible que esta gente haga algo así, cómo nadie se dio cuenta de la maldad que escondían?", pregunta un abuelo mientras camina. Las descripciones coinciden. Un chico "sano y normal" y una familia supuestamente "de bien". El corrillo, sin embargo, dispara todo tipo de rumores y elucubraciones.

Desde que el padrastro, "un boxeador loco", fue quien la mató, hasta que la familia entera se reunió ese mismo día para "comer un asado sobre la tumba de la criatura". La autocrítica, entonces, es compartida por todos los vecinos. "¿Cómo no nos dimos cuenta de que se trataba de mala gente?", vuelve a preguntar el anciano en medio del silencio. 

Esa inexplicable incertidumbre, al cabo, trasciende al crimen de Chiara. Perturba. Y paraliza. El miedo por un contrato social que vuelve a romperse siembra una atípica desconfianza en un pueblo grande de 20 mil habitantes. Ese otro conocido es ahora (otra vez) un otro desconocido y peligroso. Hace 15 años, lo fue el juez Fraticelli y su esposa. En aquella oportunidad, la víctima fue Natalia, su hija, de 15 años, quien apareció atada y asfixiada en su dormitorio.

 

El matrimonio insistió hasta el hartazgo de que se trató de un caso de suicidio por ingesta de medicamentos. Sin embargo, desde el inicio de la investigación se manejó como principal hipótesis que sus padres estaban relacionados con la muerte de la chica. "No puede ser, es imposible que el juez haya matado a su propia hija", se escuchaba por aquel entonces en las calles de Rufino.  

El crimen de Chiara revivió ese tormento. Una criatura inocente muerta, unos buenos vecinos involucrados en el macabro crimen y un pueblo que, nuevamente, no supo ver la manzana podrida del cajón. Con la consternación a flor de piel, el dolor y la bronca son por ahora más fuertes que el agobio de desconfiar hasta de la propia sombra. El odio, como siempre en estos casos, mermará con el paso del tiempo. No así la perturbadora sospecha hacia el prójimo. En Rufino, al cabo, ya nadie se fía de los buenos vecinos.