Una jornada periodística en un noticiero anida todas las desigualdades en un mismo compacto, un cambalache de risas, llantos, liviandades, injusticias desalmadas y solidaridad colectiva. Como si alguien dijera detrás de la escenografía matemáticamente iluminada, como una voz omnipresente: “Este es el mundo, asi de complejo, disparatado y difícil”, un mundo donde conviven la furia demoníaca y la sonrisa displicente, donde la desazón y la esperanza se rozan las manos, se saludan de lejos y prometen volver después de la pausa”.

Un noticiero es un recorte subjetivo de la realidad, lleno de tantas contradicciones como el mundo mismo, como cada uno de nosotros. También lo son los diarios, los programas de radio, los portales informativos. En medio de la eterna puja entre informar o entretener, el show business y la ética periodística, el zapping y la profundidad necesaria para contar las historias que nos devuelven como un espejo respuestas e infinidad de preguntas, las emisiones diarias simplemente se suceden.

Es singular, sin embargo, lo que sucede tras bambalinas -y déjenme usar un sustantivo teatral-, no porque lo que se transmita carezca de verdad, que ese es otro tema, sino porque en la trastienda de lo que la pantalla ilumina residen miles de pequeñas historias que valen la pena. Aquello en lo que nadie repara: por ejemplo, el silencio del comisario cuando le preguntan cuántas armas fueron incautadas en los once allanamientos de un mismo operativo y tras cinco segundos de una laguna mental inexplicable responde: “Una”. ¿Pero no eran cinco los detenidos? ¿Se la prestaban entre ellos? Mira que solidarios… Extrañamente muchos padecen la misma laguna mental ante esa pregunta. Que nadie piense en un mercado ilegal de armas, que esas son ideas trasnochadas de militantes sociales empeñados en manchar la investidura policial.

 

 

Ciertas preguntas incomodan y provocan reacciones similares entre quienes tienen que cuidar las formas, una especie de agigantamiento de los ojos, cargados de miradas lacerantes al mismo tiempo que fruncen la nariz.

Tras bambalinas también quedan los chicos con caritas felices y sonrisas agigantadas por la presencia efímera de una cámara, que suponen los hará “famosos”, en medio de piquetes, movilizaciones y otras protestas que ameritan rostros adustos y preocupados… Quedan fuera para hacer honor a la verdad, ya que cuando dejan de enfocarlos sus ojos traslucen la misma tristeza que embarga al resto.

Tampoco trascienden ciertos interrogantes que nos atragantan y enmudecen a quienes estamos en los entretelones de la noticia. Como la formulada por la madre de un joven abatido en un barrio periférico, un fatídico 1 de enero.

Tras denunciar con impotencia la desidia de ambulancias que no llegaron y el miedo por las balaceras incesantes con las que conviven, se apagaron los micrófonos y las cámaras. Y al silencio le siguió una pregunta, que no era retórica, ni implícita, de esas que se escapan como un quejido desbordante en medio del aturdimiento. Era una interrogación que necesitaba de respuestas: “¿Y ahora como sigo?”, espetó mirándome a los ojos con la voz temblorosa y los ojos inundados… Sólo pude abrazarla. Caminamos juntas unos metros hasta donde yacía bajo una manta deshilachada y oscura, el cuerpo de la víctima, de apenas 20 años. El fiscal le pidió su número de teléfono “para tenerla al tanto de las investigaciones” y ella se lo dictó, asintiendo, bajando una mirada que no escondía el desconsuelo. Los curiosos comenzaron a disiparse tan pronto la escena siniestra desapareció. Ella quedó sentada en el cordón de la vereda, sin saber qué hacer.

Mi compañero y yo nos despedimos y comenzamos el regreso, quedaban varios metros hasta llegar al móvil que nos aguardaba estacionado cerca de una ochava. Mientras volvíamos, escuchamos a todo el volumen el sonido de un televisor y reconocimos que se trataba de nuestro noticiero que estaba concluyendo. Nos acercamos a la ventana abierta de una de la casas bajitas que componían el paisaje: en la pantalla se veían fulgurantes los fuegos artificiales que en esta ciudad y en el mundo le habían dado la bienvenida al año nuevo, eran imágenes llenas de luz y color, que no alcanzaron sin embargo para evitar que nos volviéramos cabizbajos y en silencio.